miércoles, 25 de febrero de 2009

Canciones...





HIMNO DE LOS PELAYOS

Pelayos somos de España decididos a luchar.

Para hacer de nuestra Patria cuna de héroes inmortal.

Somos niños, los pelayos más

seremos sin tardar los soldados más

valientes que a la Patria salvarán.

Boina roja tu serás

el emblema del honor

porque triunfe la verdad

de la Santa Tradición.

Pelayos somos...






viernes, 20 de febrero de 2009

Oración por nosotros los vencidos.


"¿Qué he hecho yo por Cristo?"
San Ignacio




Dios, que recibes hasta la derrota

cuando ha luchado tanto el derrotado
que de su sangra la postrera gota
quedó sobre su costado taspasado.

Dios, que no despreciaste ni el desastre

cuando ha luchado un poco el desastrado
pero la ola, el viento, el rumbo, el lastre
y los astros no estaban de su lado.

Dios, a quien no lo aterra ni el
derrumbe
cuando el escombro de lo derrumbado
dejó un pabilo, un hálito, una lumbre
con que encender incendio iluminado.

Dios, que eres capaz de alzar la ruina
cuando no amo su ruina el arruinado
cuando gime sobre ella y adivina
la huella en ella del primer pecado.

Que con dejar caer lo caedizo

no quedarías bien acreditado
harías como todos, como hizo
y el vulgo siempre desaconsejado.

Señor, que siempre amaste lo vencido
más que el triunfante desapoderado
porque incluso de lo ya fenecido
surge, si quieres, lo resucitado.

Rey cuyo corazón se va al herido
mas bien que al corazón acorazado
que más por el enfermo habrás venido
a nuestra tierra, que por el sanado.

Rey a quien no interesa la victoria
sino que sea el juego bien jugado
y más que los laureles de la historia
que salga alguno y sea buen soldado.

Que sobre la política contienda
no estas con uno ni con otro lado
y estás encima dando siempre rienda
al que se mata por un sueño honrado.

Mírame, oh Rey, mi vida dimediada
la flor de mi vivir ya dimediado
con este gran dolor en el costado
de no haber hecho nada, nada, nada.

De no haber hecho nada consecuente
a todo lo soñado y deseado
de no haber hecho nada equivalente
al gran honor del estandarte alzado.

Mírame, oh Rey, el hontanar vacío
el gran terreno yermo abandonado
y ven Tú mismo un día como un río
en mi vacío nunca resignado.

Ven Tú mismo, Señor, a mi hondo abismo

y no lo cures por apoderado
como creaste el mundo por Ti mismo
y portimismamente lo has salvado.

Porque si llego al ataúd sombrío
sin una flor en el peñon pelado
no eres injusto, porque nada es mio
pero no fueras tan santificado.

Pues fuera tato desaprovechado
y un lance y un albur tan mal perdido
de hacer un gran milagro insospechado
diferente de todos los que han sido.

El más milagro y
milagrez mas pura
el mas sencillo y simplemente dado
inmerecidamente regalado
a su creatura de la nuca dura.

Por el creador de todo lo creado





P. Leonardo Castellani.





MANIFIESTO DE S.A.R. DON SIXTO ENRIQUE DE BORBÓN

En esta fecha en que mi padre, en nombre de mi tío abuelo el Rey Don Alfonso Carlos, dio la orden al Requeté de sumarse al Alzamiento Nacional, cumplo con mi deber de dirigirme a vosotros de nuevo para llamaros a cerrar filas en torno a nuestra Comunión Tradicionalista, medio providencial que ha garantizado y ha de asegurar la continuidad y restauración de las Españas.

En mi manifiesto del día de Santiago Apóstol de mil novecientos ochenta y uno os decía: "El destino ha puesto en mis manos la bandera limpia e inmaculada de nuestra Tradición. Fiel a esta bandera he de vivir en el cumplimiento de la alta misión de la que la Providencia me ha hecho depositario y con la firme promesa de que ningún interés o inclinación personal jamás me apartarán de esa entrega que a España y al Carlismo debo como representante y Abanderado de la Comunión Tradicionalista". Mucho ha sido lo acontecido desde entonces, y no con mi indiferencia, aunque en ocasiones me haya parecido más adecuado guardar silencio e intervenir por el consejo personal o por el consentimiento tácito.

Tras la defección de mi hermano Carlos Hugo, durante años he esperado con vosotros que mis sobrinos, sus hijos Don Carlos Javier y Don Jaime, enarbolasen la bandera de la que yo he sido depositario tras la muerte de mi padre, nuestro llorado Rey Don Javier. No he perdido la esperanza. Pero esta situación de Regencia no puede ni debe perpetuarse. A ellos y a vosotros recuerdo los fundamentos de la legitimidad española, tal como los definió mi tío abuelo el Rey don Alfonso Carlos en el Decreto en que instituyó la Regencia en la persona de mi padre:

"I. La Religión Católica, Apostólica Romana, con la unidad y consecuencias jurídicas con que fue amada y servida tradicionalmente en nuestros reinos;

II. La constitución natural y orgánica de los estados y cuerpos de la sociedad tradicional;

III. La federación histórica de las distintas regiones y sus fueros y libertades, integrante de la unidad de la Patria española.

IV. La auténtica Monarquía tradicional, legítima de origen y ejercicio;

V. Los principios y espíritu y, en cuanto sea prácticamente posible, el mismo estado de derecho y legislativo anterior al mal llamado derecho nuevo."

Para mejor servir estos principios y reorganizar eficazmente nuestra Causa, he decidido nombrar una Secretaría Política que actuará bajo la dirección de don Rafael Gambra. Espero de los carlistas que, deponiendo toda diferencia, le presten la más leal colaboración.

Parece haberse adueñado de los españoles una indiferencia teñida a veces de falso optimismo que les impide ver la gravedad de los males que afligen actualmente a España. La entrega de la confesionalidad católica del Estado ha acelerado y agravado el proceso de secularización que le sirvió de excusa más que de fundamento, pues éste -y falso- no es otro que la ideología liberal y su secuencia desvinculadora. De ahí no han cesado de manar toda suerte de males, sin que se haya acertado a atajarlos en su fuente. La nueva "organización política" -que en puridad se acerca más a la ausencia de orden político, esto es, al desgobierno- combina letalmente capitalismo liberal, estatismo socialista e indiferentismo moral en un proceso que resume el signo de lo que se ha dado en llamar "globalización" y que viene acompañado de la disolución de las patrias, en particular de la española, atenazada por los dos brazos del pseudo-regionalismo y el europeísmo, en una dialéctica falsa, pues lo propio de la hispanidad fue siempre el "fuero", expresión de autonomía e instrumento de integración al tiempo, encarnación de la libertad cristiana, a través del vehículo de la denominada por ello con toda justicia monarquía federativa y misionera.

En las Españas, la Hispanidad repartida por todos los continentes, que ha sido la más alta expresión de la Cristiandad en la historia, radica nuestra principal fuerza. A la reconstrucción de su constitución histórica y a la restauración de un gobierno según su modo de ser debemos dedicar todos nuestros empeños. Desde que una parte creciente de los españoles los olvidara, a partir de los días de la invasión napoleónica, sólo hemos tenido decadencia e inestabilidad. La actuación del Carlismo impidió que la decadencia se consumase en agotamiento, quizá fatal. Porque, aunque nuestros antecesores no llegaran a triunfar, su resistencia, aquel "gobernar desde fuera" que practicaron, impidió la muerte de nuestro ser. No puede ser otro el papel de nuestra Comunión, baluarte desde el que confiamos conservar los restos que -si Dios lo quiere- nos permitan el triunfo, el ciento por uno de nuestros desvelos, además de la vida eterna que es -por encima de todo- lo que deseamos alcanzar. Como escribió mi padre en su Manifiesto de tres de abril de mil novecientos cincuenta y cuatro: "Aun con nuestra limitada visión humana, tenemos que entender que obedece a un plan providencial la conservación sorprendente de esta selección de hombres que a lo largo de un siglo ha mantenido la pureza de sus ideales frente a la persecución, la derrota y el hastío". De esta pureza de ideales, y no de la cesión a cualesquiera de las tentaciones de adaptación que por doquier nos acechan, ha de nacer la victoria que necesitamos. Que este siglo que comienza sea el de nuestras Españas.

En el exilio, a diez y siete de julio del año dos mil uno.

Sixto Enrique de Borbón

jueves, 19 de febrero de 2009

ESTA VEZ EL RIN
INUNDÓ ROMA


Tomado del Blog de Cabildo


E
l levantamiento de las excomuniones que, desde 1989, pesaban sobre cuatro obispos de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X es, a no dudarlo, un hecho de enorme trascendencia y de profundo significado eclesial. Además, se inscribe en una serie de gestos y actitudes de Benedicto XVI que otorgan a su Pontificado un perfil muy propio y que permiten vislumbrar su orientación fundamental. En pocas palabras se trata de esto: el Papa es conciente de la profunda crisis que sacude a la Iglesia desde el Vaticano II (y antes, también); sabe muy bien que poderosas fuerzas operan desde dentro de la Iglesia procurando socavar los fundamentos mismos de la Fe imponiendo, contra viento y marea, viejos y nuevos errores; conoce a los antiguos y actuales personeros de esas fuerzas oscuras que, de alguna manera, él mismo acompañó en su juventud (aunque gracias a su privilegiada inteligencia muy pronto se apartó de ellas; hecho este que, quizás, explique la tirria y el rencor que hoy le profesan). En consecuencia, se ha dispuesto restañar las heridas, soldar las fracturas, restaurar la sana doctrina e insinuar la “reforma de la reforma” que, aunque tiene su epicentro en la liturgia, va mucho más allá como que apunta a la misma Fe: lex credendi, lex orandi.

Ahora bien, esta gran tarea gira, hoy, en torno a única cuestión: el Concilio Vaticano II, la piedra con la que tropezaron Lefebvre y sus seguidores y los llevó al cisma. Desde el primer día de su Pontificado Benedicto XVI ha sido muy claro: el Concilio ha de ser leído a la luz de la Tradición. La fórmula, en su enunciación, es sencilla y perfecta; pero llevarla a la práctica no es tan sencillo. De hecho, ¿es posible semejante lectura sin que ello conlleve, necesariamente, el abandono y el firme rechazo de esa otra “lectura” que se ha venido difundiendo e imponiendo durante todos estos años sin que las oportunas correcciones, aclaraciones y precisiones del Magisterio de Paulo VI y Juan Pablo II hayan logrado detenerla o neutralizarla? Sin duda que no. El Papa ha denunciado un “espíritu rupturista” y lo ha rechazado. Quiere decir, en buena lógica, que cualquier interpretación del Concilio hecha en clave de ruptura y contraria a la Tradición no tiene lugar en la Iglesia. Dejemos de lado, por ahora, las reales dificultades teológicas que, en la práctica, presenta todo intento de “leer” el Concilio en la perspectiva de la Tradición: esas dificultades existen, no pueden soslayarse pero no son insuperables. Al levantar la excomunión de los obispos cismáticos, Benedicto inició, precisamente, el camino de superación de esas dificultades mediante el diálogo, el estudio y, sobre todo, una larga paciencia. Pero, insistimos, este gesto y el camino que él inicia dejan fuera al espíritu de ruptura. Espíritu de ruptura que, aunque no se lo llame con este nombre, no es otra cosa que la herejía modernista. Esta expresión no está —y quizás nunca esté— en el léxico de Benedicto XVI: pero más allá del nombre con que se la identifique, la cosa nombrada es una y la misma.

Y es cuanto llevamos dicho lo que explica la tormenta desatada en ocasión del Decreto que puso fin a las excomuniones. Más aún, es la única explicación. En esto es preciso no equivocarse: todo este revuelo, este verdadero tsunami eclesiástico que no amaina, no es otra cosa que la reacción del progresismo que tiene su epicentro en Alemania y se extiende a los llamados países del Rin. Es la “Alianza del Rin” que vuelve a la carga e intenta, otra vez, como en los lejanos días del Concilio, desembocar en el Tíber.

Veamos algunos hechos. En su edición del pasado 11 de febrero el Boletín de la Agencia Católica Argentina (AICA) nos informa que “el levantamiento de la excomunión a los obispos ordenados por monseñor Marcel Lefebvre ocuparon y ocupan (sic) aún páginas de los principales medios de información del mundo occidental, pero la mayor reacción ocurrió en la patria de Benedicto XVI, Alemania” (el color es nuestro). A continuación trae unas declaraciones del filósofo alemán Robert Spaemann, hechas al diario italiano Avvenire, en las que, entre otras muchas cosas, el entrevistado califica de “histeria colectiva” la reacción desatada y agrega esta sugestiva aclaración: “hay en el mundo una gran oposición a una reconciliación de la Iglesia con el mundo tradicional”. Hacia el final es todavía más explícito: “se trata de la dificultad de aceptar un Pontificado que huye de las falsedades. Un Papa que, simplemente, propone la Doctrina de la Iglesia y lo hace sin la dureza que muchos esperaban sino con gran dulzura y calma”. Conviene recordar que Spaemann es un destacado filósofo católico que se distingue por su aguda crítica de la modernidad y del relativismo a la par que por su vigorosa afirmación de la verdad católica. Tal vez sea, hoy, una de las pocas mentes lúcidas y valientes en tierras germanas.

En cuanto a la reacción episcopal, ella estuvo encabezada nada menos que por el Cardenal Karl Lehmann, ex presidente de la Conferencia Episcopal Alemana, quien consideró, sin mayores eufemismos, “la rehabilitación de Williamson” como una “catástrofe” para todos los supervivientes del Holocausto y exigió “una clara disculpa desde una alta instancia”. Recordemos que este Cardenal, en más de una ocasión, se declaró hijo espiritual de Karl Rähner. Tampoco se han de olvidar las serias dificultades y entredichos que la Conferencia Episcopal Alemana, en tiempos en que Lehmann era su Presidente, tuvo con Juan Pablo II respecto de dos temas cruciales: ciertos desvíos del ecumenismo (que motivaron una enérgica Carta del entonces Papa) y la ambigua actitud de la Iglesia alemana en los “consultorios” de orientación de mujeres embarazadas respecto de la extensión de certificados en pro del aborto (esto también fue motivo de otra Carta del mismo Papa). Como se ve, los antecedentes de este celoso defensor de la Shoah en punto a ortodoxia católica no son demasiado brillantes.

Fuera de Alemania, pero siempre desde las tierras del Rin, el Arzobispo y Cardenal de Viena, Christoph Schönborn, criticó a “la burocracia vaticana” (en buen romance, al Papa) que, según sus propias palabras, “obviamente no examinó el asunto cuidadosamente”. “Ha habido un error —añadió—, porque quien niega la Shoah no puede ser rehabilitado para un cargo en la Iglesia”. Sin embargo, el Arzobispo vienés no exhibe el mismo celo en lo que respecta a la dignidad del culto: no hace mucho un video lo mostraba “presidiendo” una Eucaristía con globos, monigotes, música bailable y demás aditamentos de la “nueva liturgia”.

Desde la fría y gris Suiza nos llegó, a su vez, infaltable, la voz envejecida y anacrónica del “teólogo” Hans Küng quien no sólo afirmo que el Papa “ha cometido un error colosal acogiendo a los cuatro obispos que dieron la espalda al segundo Concilio Vaticano; y no sólo en lo que concierne al Judaísmo, sino a la libertad de religión y de conciencia en general; al entendimiento con las iglesias evangélicas, el acercamiento al Islam y otras religiones del mundo y las reformas litúrgicas”, sino que, en un artículo publicado en el diario La Nación del pasado domingo 15 de febrero, deplora que Benedicto XVI no ¡imite al Presidente Obama!

Estas y muchas cosas más se han visto y oído en estos días. Cosas que nos hicieron reflexionar. El mal está dentro de la Iglesia. Más de cuarenta años después del Concilio, el Rin sigue intentando desembocar en el Tiber y adueñarse de la Iglesia. Hace algunos años, Ralph M. Witgen, un sacerdote norteamericano que fue director de la agencia de noticias “Divine Word”, en Roma, durante el Concilio Vaticano II, escribió un libro al que puso por título El Rin desemboca en el Tíber. Según el autor, el Vaticano II fue la lid en la que se enfrentaron dialécticamente dos sectores, fuertemente enfrentados, organizados en dos agrupaciones, la Alianza Europea y el Grupo Internacional de Padres. La Alianza Europea, “el Rin” a que se refiere el autor, estaba encabezada por el alemán Cardenal Frings y el austríaco Köning, y contaba con la mayoría de los prelados de Alemania, Austria, Bélgica, Holanda y Suiza. Este grupo, asesorado entre otros por el teólogo jesuita K. Rähner, logró ocupar una posición privilegiada y procuró, por todos los medios, imponer sus criterios sobre puntos fundamentales como colegialidad, ecumenismo, libertad religiosa, liturgia y no condenación del comunismo.

Tal vez este libro tenga una visión demasiado humana de lo que sucedió en el Concilio. No es el caso discutir ahora este punto. Pero su denuncia en esencia es válida: la “Alianza del Rin” existió y sigue activa. Sus intentos no cesan; y, al parecer, esta vez, el Rin no sólo desembocó en el Tíber sino que inundó Roma. Pero, gracias a Dios, el Señor sigue durmiendo en la popa de la Nave.

Mario Caponnetto

miércoles, 18 de febrero de 2009

Editorial de "Cabildo" n° 79


INSULTO DE LA LOCURA

Es de conjeturar que en un encomio a su rotativo empleador pensaba Rafael Bielsa, cuando en el reportaje concedido al bartoleano diario en su edición del 10 de febrero, llamó a Néstor Kirchner “una máquina implacable de razonar”, agregando para más datos que con el cachivache se reúne “para trasmitirle sus pensamientos”.

Si alguna brisa de sabiduría perenne hubiera mesado las barbas del aburguesado sicario, conocería al menos dos cosas.

La primera, que no es noble metáfora ni recta antropología analogar a la creatura con el artefacto, aunque en este caso el analogado primero valga menos que un oxidado armatoste.

La segunda —de la mano inmortal de Chesterton— es que el loco es precisamente aquel que ha perdido todo, todo menos la razón. Distinguir escolásticamente entre la ratio y el intellectus sabía el egregio gordo, de allí su síntesis exacta del problema bajo la forma que mejor acuñaba: la paradoja.

Y algo de esto había entrevisto ya Hurtado de Mendoza, cuando en la Jornada Primera de El marido hace mujer —¡vaya precognición!— estampó lacónicamente: “que aún más que la necedad, es necia en vos la razón”.

Pero aunque no dan los tiempos ni los personajes para estas honduras, lo que queremos decir no precisa referencia bibliográfica alguna, y es que Néstor Kirchner es un demente. No de aquellos que la psiquiatría convierte en atento objeto de estudio, la jurisprudencia en sujeto inimputable, las letras erásmicas en elogio y la cristiana caridad en objeto de misericordiosas atenciones. No; es el vulgar pirado, el majareta, maniático, trastornado, o perturbado fiero, ramplona pero certeramente llamado por el vulgo: loco de mierda.

Disimúlese como se quiera la recia expresión. Válgase la prensa seria de sonoros efugios y la diplomacia de las sinuosidades propias de su arte. Lo cierto es que en la calle estrecha, en el pago chico, en la esquina cualquiera, en el barrio de al lado y en la boca del pueblo, no hay argentino decente que ya no lo diga y —lo que es más significativo— que ya no quiera actuar en consecuencia librándose cuanto antes de tamaña peste alienada.

Pero dado que Kirchner le ha impuesto a su gentilicio un destino genérico, como quien con él designa a la malaria, el tifus o la diarrea, el juicio negro del demos y la consiguiente voluntad destituyente se prolonga hacia su esposa, a quien para abreviar llamaremos la Kirchner. Quien se pasee hoy por los modernos corrillos populares que son los sitios anónimos del YouTube, verá que incesantemente se fablan, se oyen, se miran, y se exhiben conductas de la moza a cuales más desquiciadas cuanto vergonzosamente veraces. La famosa Balada que concluía gritando “loca ella, loco yo”, es casi el son surrealista que canturrea el sufrido gentío, pidiendo que se vayan de una vez por todas. Así como aquel otro himno discepoliano que todo lo aúna y lo profiere al grito bisilábico de ¡Chorra!

No ha mejorado el panorama cruel de las estigmatizaciones colectivas y de los deseos imaginarios de una pronta retirada, el hecho de que la “doctora” haya comparado al cónyuge con Obama y a éste, a su vez, con el mismísimo Perón. Tenía bastante el morocho con su condición perversa para cargar encima esta doble alegoría; pero en rigor ese mismo pueblo que ya no los soporta, sabe que no es lo mismo ser un cabeza de estos arrabales que un mestizo de la Casa Blanca. Larga vida al primero, con su tinto a cuestas, razona Mingo Revulgo. Vade retro con el segundo, a quien el poder convierte en un blancoide degenerado como Michael Jackson. Bien decía Ramón Doll que hay negros de todos los colores; de modo que aquí seguimos prefiriendo los que no saben inglés.

Sean estas reflexiones todavía veraniegas, para adelantar un juicio en este año al que los demócratas no llaman “Del Señor”, sino “electoral”. El juicio es tan redondo como cierto: nadie quiere a los Kirchner. Lo que se siente por ellos se llama miedo o espanto, rabia o desazón, odio y desprecio, alergia, enemistad, repugnancia y tirria.

De modo que cual fuese el resultado de las urnas, cualquiera el destino de lo que titulan oposición, cualquiera el curso meramente formal de esta tiranía abyecta, cualquiera el designio brotado del azar siempre fraudulento de las urnas, los Kirchner ya no gobiernan. Porque no hay nadie que los acate con la amante docilidad de un súbdito agradecido, sino muchos y en racimos de multitud los que los detestan y procuran que la corrupción que encarnan se esfume cuanto antes.

Contra estos locos inmundos —¡qué razón llevaba Rosas cuando así calificó oficialmente a su primer traidor!— sea nuestra consigna la del gallardo Solyenitzyn: lucidez y coraje al servicio de la Verdad.

Antonio Caponnetto







Lea y Difunda Revista Cabildo

Guerreros de la Cristiandad


Guzman el Bueno



Tomado de Reconquista y Defensa


A fines del siglo XIII una nueva invasión musulmana puso en riesgo la integridad de la Península Ibérica y de los reinos cristianos que la conformaban. Un hombre escogido por la Providencia, Guzmán el Bueno, sería protagonista de una epopeya que habría de asombrar a cristianos e infieles por igual, salvando a su patria y a la verdadera fe, de sucumbir a una fuerza extraña, enemiga de occidente y de la civilización cristiana. Esta es su historia

Corre 1284. Desde Marruecos, los benimérines, sucesores de los almohades (unitarios), han invadido la península con la clara intención de dominar el estrecho y socorrer al reino moro de Granada, gravemente amenazado por el incesante avance cristiano 1.

Hay angustia y temor en España. Es la cuarta vez que los árabes irrumpen en la antigua Iberia para iniciar su conquista y se teme que los territorios reconquistados a costa de tanta sangre, vuelvan a sucumbir. Ya han caído en manos del infiel Tarifa, Gibraltar, Algeciras, Ronda y Estepona.

En el corazón de Castilla, el valeroso rey Sancho IV el Bravo 2, se apresta a la defensa, convocando a guerreros de toda España. Y no solo de Castilla y de León acuden aquellos sino también de Asturias, Aragón, Galicia y Navarra. Son hombres fornidos y valerosos, dispuestos a defender a su tierra y a la verdadera religión. Van a pelear y a morir en nombre de Nuestro Señor Jesucristo y su Santa Madre, que los inspiran y por ello no temen a nada. Pero el monarca necesita a hombres especiales para enfrentar la amenaza. Hombres de hierro, dispuestos a hacer del triunfo una realidad. Y alguien le menciona el nombre de un bravo caballero que tiene experiencia en el Islam: Alonso Pérez de Guzmán, valeroso guerrero y cruzado excepcional. Cuando el monarca pregunta quien es, sus ministros le explican que es el hijo bastardo de quien fuera adelantado mayor de Andalucía en tiempos de su padre: don Pedro Núñez de Guzmán.

Castillo de Guzmán

Soldado de Cristo

Guzmán nació en León, el 24 de enero de 1255 (día de San Idelfonso) pero, por haber discrepado con sus hermanos 3, abandonó el reino para ofrecer su espada al servicio de nobles causas, tomando parte en la conquista de Jaén por el Señor de Vizcaya. Fue allí donde capturó al lugarteniente del emir de Marruecos, hecho que aceleró notablemente la rendición enemiga.

Sus aventuras lo llevaron a enrolarse en las huestes del emir Abú Yusuf de Marruecos, para quien batalló exitosamente contra otros árabes del Magreb oriental (Argel, Bujía, Orán). Condición principal que exigió al africano fue no luchar jamás contra rey cristiano y tal fue la experiencia alcanzada en esas lides, que su nombre se hizo célebre en toda España y el norte del África.

Cuando en 1284 los benimérines al mando del emir Ibn Yacub invaden la península, Guzmán permanece en el África hasta 1291. Es entonces que su soberano lo llama y viendo a su patria amenazada, no duda en acudir y poner su espada a su servicio. En 1292, marcha en el ejército de Castilla, participando en la conquista de Tarifa, batiéndose con sin igual bravura.

Sancho IV y Alfonso X

El paso a la inmortalidad

Tal fue su ardor en la lucha, que el rey Sancho lo nombró alcalde de Tarifa, funciones que ejercerá con firmeza a partir de 1293.

Perseguida por la flota del genovés Benedetto Zaccaria, la horda benimerine repasa el estrecho y observa desde Tánger como el italiano destruye su armada. De momento el peligro de otra invasión parece alejado, pero el rey don Sancho, exhaustas sus arcas, ordena a su ejército regresar a Burgos, dejando la plaza (Tarifa) al mando de Guzmán.

Ocurre entonces lo que nadie espera. Los benimérines, con el auxilio del infante don Juan, hermano traidor del rey, vuelven a la península y plantan sitio a la plaza (primavera de 1294) con la intención de transformarla en base de operaciones.

Traidor e invasores árabes intentan por todos los medios sobornar a don Alonso y al no lograrlo, se lanzan a asaltar sus muros, siendo rechazados una y otra vez, con terribles pérdidas. Los castellanos resisten comandados por el alcalde motivando a don Juan a recurrir a una vil treta, ruin y repulsiva: amenazar al buen Guzmán con degollar a su hijo mayor don Pedro Alonso, a quien retiene prisionero. Y con él muchacho maniatado, se presenta una vez más frente a los muros de la ciudad, seguro de que el defensor depondrá su actitud. Pero se equivoca de cabo a rabo.

Asomado don Alonso por entre las almenas, no puede evitar estremecerse. Ahí abajo, en poder de los enemigos de la fe, se encuentra su amado primogénito, atado e indefenso, listo para ser sacrificado si no entrega el bastión.

Vuelven a insistir el traidor y sus aliados y la respuesta de Guzmán es la misma, firme y terminante: podían degollarle cinco hijos si los tuviera, que él no entrega la plaza por la que juró a su señor, el rey, defenderla a costa de su vida. Y diciendo esto, toma su cuchillo y lo arroja al enemigo exclamando con voz potente.

- ¡Ahí está mi cuchillo por si no tenéis con que degollarle!- Los testigos de aquel hecho no dan crédito a lo que ven.

Y es entonces que ocurre lo peor. Don Juan, presa de feroz cólera, degüella al muchacho frente a sus padres y los musulmanes le cortan la cabeza, para arrojarla hacia Tarifa desde una catapulta.

Grande es el dolor de Guzmán, tremendo el desconsuelo de su esposa, pero la plaza no cae. Y sabiendo que el ejército castellano avanza firme por tierra y la flota de Aragón igual lo hace por mar, los benimérines levantan el cerco y se retiran al Magreb, asombrados por lo que podían obrar los cristianos impulsados por su fe 4.

Brazo armado de Castilla y la Iglesia

Impresiona al monarca el gesto del guerreo y lo manda llamar a Alcalá de Henares para recibirlo con los honores que su epopeya merece, concediéndole gracias y mercedes y apodándolo “el Bueno” 5.

Guzmán sigue combatiendo por su reino y por la Cruz a lo largo de Andalucía, ya en Algeciras, ya en Gibraltar y tras la muerte de don Sancho, seguirá defendiendo al cristianismo en nombre de su reina, la regente doña María de Molina, primero y de su hijo, el rey Fernando IV después.

El 19 de septiembre de 1309 en los Prados de León, cerca de Gaucín, muere en batalla contra los musulmanes, atravesado por una flecha de ballesta y sus cruzados, que le reverenciaban, tras aplastar a los infieles recogen su cuerpo y lo llevan en triunfo por Algeciras, Tarifa, Medina Sidonia, Sanlúcar de Barrameda y el bajo Guadalquivir, llegando finalmente a Sevilla, en cuya catedral se canta una misa en su nombre.

Guzmán el Bueno es depositado en el Monasterio de San Isidro del Campo, de la Orden del Cister, en Santiponce y en su sepulcro, los artistas esculpirán las siguientes palabras: "...ENTRO . EN CAVALGADA . EN . LA SIERRA DE GAVSIN . EOVO .Y .FACIENDA .CON LOS . MOROS . E MATARONLO ENELLA . VIERNES 19 D SEPTIEMBRE ERA DE MILITREZIENTOS IQUARENTA ISIETE QUE FUE AÑO DEL SEÑOR DE MIL ITREZIENTOS INVEVE".

Se repite la hazaña

General José Moscardó

Quinientos treinta años después, España vuelve a ser testigo de una epopeya similar. Durante el asedio al Alcázar de Toledo, a poco de iniciada la Guerra Civil 6, su defensor, el general José Moscardó, héroe de las Filipinas y de las campañas de Marruecos, recibe un llamado telefónico de las fuerzas comunistas que lo sitian. Cuando atiende le comunican que si no se rinde, su hijo prisionero, será fusilado. Moscardó pide hablar con él y al hacerlo, le ruega encomendar su alma a Dios y a la Patria, por quienes moría en sacrificio. Los comunistas cumplen su amenaza y el muchacho cae ejecutado.

Una vez más, España sorprendía al mundo por sus muestras de heroísmo y devoción. Guzmán en Tarifa; Moscardó en Toledo, son ejemplo de cruzados, de soldados de Cristo y de apasionados devotos de la Virgen María. Y hoy, cuando a los actos de arrojo se los califica de “estupidez”, sus ejemplos sirven para inflamar espíritus alicaídos y elevar la moral, demostrando que cuando se tiene fe, todo se logra, aún las más temerarias proezas.

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Notas:

  1. Los benimerines fueron una dinastía berberisca que desplazó a la de los almohades en el imperio de Marruecos. Como aquellos en 1145 y sus antecesores almorávides a fines del siglo XI, invadieron España en 1284

  2. Hijo y sucesor de Alfonso X el Sabio

  3. Lo llamaron “bastardo” en un banquete, frente mismo al rey Alfonso

  4. Los benimérines fueron derrotados definitivamente por Alfonso XI de Castilla en la batalla del Salado (1340)

  5. De él descienden los duques de Medina Sidonia

  6. 18 de julio de 1936

martes, 17 de febrero de 2009

Breve reflexión sobre el anti-semitismo

Arturo_Gabineau.jpg




Es un tópico hablar hoy del anchuroso espacio que ocupa la mentira, de tal modo se ha hecho carne en nosotros el no llamar a las cosas por su nombre que la sola pretensión de poner en las palabras usuales una cierta claridad y precisión significativa, aparece como una manifiesta intención de herir la susceptibilidad de alguien o corregir la plana de algunos de esos mensajes mendaces a los que son tan aficionados los representantes oficiales de cualquier institución, empezando por las eclesiásticas y terminando por las estatales. El tema del holocausto judío figura en todos los diarios e inspira una serie de escritos entre la fauna más heterogénea de los plumíferos profesionales, que querer comprender lo que quieren decir supone un esfuerzo por encima de las posibilidades de cualquier caletre empeñado en tener una idea clara del asunto.


El mismo término judío tiene una serie de significaciones tan poco precisas como cargadas de sentimientos dispares, que hacen más difícil un uso semántico seguro. Se aplica a una religión, a un pueblo, a una raza, a una nación o a una actitud existencial frente a la figura de Cristo. Por supuesto que todas, y cada una de tales designaciones puede entrar con su carga de denuestos, zalemas, adulaciones e insultos sin que ninguna termine de satisfacer al implicado que, como Simone Well, no se sentía señalada específicamente por ella y esto aumentaba su perplejidad al sentirse perseguida por algo que jamás había hecho suyo, con perfecta conciencia de sus implicaciones.


Esta tribulación declarada por Simone Weill ante Gustave Thibon, debe haber sido la de muchos otros en condiciones semejantes que, si bien se consideraban implicados en una persecución general, no lograban comprender muy bien a título de que se los perseguía: no tenían fe religiosa, no eran sionistas, estaban dispuestos a mezclar su sangre sin grandes inconvenientes, era tan indiferentes con respecto a Cristo como lo eran con respecto a Abraham del que se decían descendientes; carecían de dinero y no conseguían créditos con más facilidad que cualquier otro. ¿Tenían aspectos de judíos? Generalmente sí y esto los ponía en situación de ser marcados con una prontitud que hubieran deseado menos rápida. Leí el caso de uno de ellos que, por precaución de los padres no había sido circuncidado, pero que tenía tal pinta de judío que debía echar mano a la bragueta cuatro o cinco veces por día para evitar que lo expulsaran de Paris o fuera a parar a un campo de concentración como el pobre Max Jacob, a quien el cristianismo no le había hecho crecer el prepucio.


De cualquier modo y cualquiera fuere su consistencia ideológica existe un “lobby” internacional judío que hace sentir una presión tan fuerte sobre la Iglesia Católica, que ha inspirado modificaciones en los misales y hasta se habla de una depuración del Evangelio de Juan, acusado de inspirar los peores sentimientos anti-semitas.


Y hete aquí una nueva locución que ha entrado en el vocabulario moderno para mayor confusión de las mentes y entender la amplitud de los sentimientos contrarios al judío con una designación que abarca todos los pueblos que hablan una lengua de origen semítico: árabes, coptos, sirios, arameos, libaneses, etc. Hoy, el anti-semitismo es un movimiento de repulsa tan universal que no creo que exista una persona capaz de abarcarlo en toda su plenitud de una sola corazonada, por mucha confianza que tengamos en la capacidad difusiva del odio.


El judío existe, probablemente no es ninguna de esas cosas que señalaba Simone Weill, pero hace sentir su presencia con tal fuerza y con tanta tenacidad sobre la Iglesia Católica que nos hace pensar que existe, precisamente, para el castigo y la confusión del clero modernista, que hace toda clase de concesiones y cumplidos para atraer la simpatía de esta agrupación humana, siempre dispuestos a someterla a un juicio definitivo ante el tribunal de la historia.


Es verdad que no todos los judíos son ricos, pero el “lobby” lo es y el Tribunal de la Historia como la misma Iglesia, suele ser muy sensible a un montón de dólares bien distribuidos. Al fin de cuentas ¡Qué diablos! Somos judeo-cristianos y esto está escrito en los documentos pontificios y lo afirman la pléyade de teologillos que se suponen administradores titulares de las verdades conciliares.


Es una designación muy nueva y no parece tener un gran apoyo en las Sagradas Escrituras que, como todos ustedes saben, han sido demasiado influidas por el anti-semitismo de Juan y Pablo, ambos solemnemente empeñados en llamar “judíos” a los que se oponían abiertamente a Cristo y señalar como “hebreos” a los miembros del pueblo de Israel que podían hallarse en una actitud de perplejidad frente a la figura de Jesús de Nazareth.


Si esto así es, tenemos que “judío” es el hebreo que no admitió que Jesús fuera el Mesías y complotó con los saduceos y los fariseos para lanzar contra El una condena de muerte en la cruz. De esta manera hablar de religión judeo-cristiana es un absurdo y una manifiesta contradicción en los términos, en primer lugar porque la religión es la revelación de Dios y no un artilugio fabricado por los hombres, de manera que el término judía para señalar la procedencia nacional del producto no resulta conveniente. En segundo lugar si llamamos judío al hebreo que rechazó el mesianismo de Cristo no podemos envolverlo en la responsabilidad de aquello que combatió con denuedo. El judío puede ser culpable de la muerte de Cristo pero no de su culto al que expresamente, y en todas las oportunidades que tuvo, trató de destruir.


¡Ah! ¡Entonces usted es anti-judío y por ende también anti-semita y casi seguramente nazi!.


Estas son las probables complicaciones de una simple discusión en torno al verdadero significado de una palabra ¿Quién me metió a mí a querer descubrir lo que quería decir judío y la inclusión de este término en una serie de locuciones en las que no se advertía claramente su sentido? Resulta que ahora no solamente soy un opositor sistemático al judaísmo, sino a todo el mundo de habla semítica en general y pertenezco, de hecho, a esa escoria del universo que se llama nazismo.


No crea el lector eventual de estas líneas que exagero y me alabo de una probable acusación que nadie tiene interés en hacerme. No, la acusación existe y ha tomado forma pública en un periódico escrito en alemán y distribuido en la comunidad judía de Buenos Aires, y ahora me cuentan que le ha tocado el turno al querido Antonio Caponnetto. Es un indicio claro de la dificultad de poder hablar de los judíos sin provocar una reacción pasional en donde pululan los reproches del más grueso calibre y de las más antojadizas imputaciones. Decir que no soy nazi me ha parecido siempre una exculpación innecesaria y casi ridícula. Siempre que he hablado de ese movimiento político y lo he hecho en algunos libros míos, me he colocado en la posición que corresponde a un católico tradicionalista, absolutamente ajeno a las lucubraciones racistas de esa mezcla de gnosis y neo paganismo ario. He escrito algo y he hablado en alguna conferencia sobre la personalidad de Arturo de Gobineau y sin dejar de rendir homenaje a su talento literario, no he ocultado un irónico alejamiento de su explicación zoológica de la historia de las civilizaciones. Por lo demás, meterlo a Gobineau en una aventura anti-judía o anti-semítica me ha parecido siempre una clara manifestación de ignorancia o el deseo de embarcarlo en la promoción del nazismo por la interpretación abusiva que hizo Rosenberg de su tesis racista. Gobineau fue siempre un gran admirador de los judíos a quienes regalaba con el atributo casi ario de su origen racial. En un intercambio de cartas con Tocqueville, expresa su admiración por el Islam, donde sobrevive con toda violencia un judaísmo militar y agresivo que era completamente de su agrado.


Cuando la fe católica se debilita y la dirección de la Iglesia cae en manos de gente poco apta para las actitudes que impone el comando, surge de los abismos de la conciencia cristiana ese sentimiento de culpa que dormita en el fondo de todo pecador e impone la necesidad de un “mea culpa” para restablecer la concordia con Dios. La Iglesia ha impuesto el sacramento de la confesión y éste provoca en el alma ese renacimiento en el que se recupera la salud espiritual y se comienza de nuevo con un sano olvido de los pecados que han obtenido el perdón. El signo más claro del debilitamiento aparece cuando el sentimiento de culpa perdura y se extiende más allá del perdón obtenido como si encontrara un cierto placer en el mantenimiento de la condición de indignidad. La culpa ha dejado de ser el resultado de una caída personal y se ha convertido en una suerte de enfermedad colectiva, de abyección pastoral, en la que se envuelve a toda la Iglesia como si fuera ésta la portadora de un pecado nefando de lesa humanidad.


Esta es la situación que las autoridades de la Iglesia han creado con respecto al judaísmo y que imponen a los creyentes como si todos ellos cargaran sobre sus espaldas el crimen de haber acusado a los judíos de un deicidio que, al parecer nunca cometieron. Es verdad que los judíos que pidieron la muerte del Mesías han muerto ya hace varios siglos y sus descendientes no pueden estar directamente complicados en la crucifixión de Cristo, pero cuando se acepta una herencia con la plena conciencia de lo que ella implica, se carga sobre los hombros todo el peso de un rechazo espiritual que es parte, casi total de la heredad aceptada. No he intervenido para nada en el asesinato de Luís XVI ni de María Antonieta, pero si soy republicano francés y me hago cargo de todo cuanto este asentimiento implica, admito ser un regicida y no estoy tan libre como creo de la sangre derramada en nombre de los ideales a los que adhiero. Nazco en el seno de la comunidad judía y en tanto no tenga clara conciencia de la actitud religiosa que debe adoptar con respecto a Cristo, puedo ser perfectamente inocente de su muerte, pero cuando comprendo bien en donde estoy parado y admito la plena responsabilidad de mi herencia religiosa acepto que una parte de su sangre caiga también sobre mí mismo.


¡Ah! ¡Perfecto! Entonces usted al declararse cristiano hace suyos todos los crímenes cometidos por los cristianos en su historia milenaria.


Ninguno de esos crímenes constituye un elemento intrínseco y definitorio del cristianismo. El rechazo de Cristo y la complicidad en su juicio es parte esencial de la posición religiosa del judío, es lo que lo define y explica. Sin eso el judaísmo no sería lo que es y por lo tanto no existiría como tal. Si existen otros crímenes en la historia del pueblo hebreo no entran a título de componente formal de su composición, de manera que tienen sus cabezas responsables y corresponde al tribunal de la historia señalar sus nombres y determinar sus culpas.


Los hebreos que aceptaron el mesianismo de Cristo Jesús y fundaron la Iglesia dejaron de ser judíos en el sentido estricto del término y se convirtieron en cristianos. Cuando se habla de una culpa popular y se reprocha a Israel la comisión de un deicidio, se habla de una culpabilidad asumida por todos los que tienen clara conciencia de pertenecer a un pueblo constituido como tal a raíz de ese crimen.


La posición adoptada por las actuales autoridades de la Iglesia Católica no hace mucho por aclarar el problema y arroja, sobre sus penumbras naturales, la confusa niebla de esa suerte de culpabilismo que parece la marca exclusiva de la conciencia esclava. No soy esclavo y no siento sobre mi alma el peso de ningún pecado que no haya cometido personalmente. Estoy dispuesto a declararme culpable de lo que he hecho y aún de lo que he omitido, pero de ninguna manera me siento arrepentido por los desmanes que, falsa o verdaderamente, puedo atribuir a otros.


Los judíos acusan a la Iglesia Católica de no haber hecho oír su protesta contra los crímenes nazis cometidos contra su pueblo. Resulta muy difícil en el entrevero de un acontecimiento político de ese tamaño, medir con exactitud las culpas de uno y otro bando y señalar a los culpables con la vara de un juez inapelable: ¡Este es el culpable y este otro no ha roto ni un plato! Lo determino yo, con la asistencia infalible del Espíritu Santo y sin dejar un margen para la inquietud o la duda. Que los judíos asuman esa responsabilidad ante la historia y lo determinen de una vez para siempre, me parece bien, al fin de cuentas son parte del pleito y tienen pleno derecho a defenderse como puedan, pero la Iglesia Católica carece de la misma seguridad y no pretende en este asunto, gozar de una infalible asistencia del Espíritu. Amén.


Rubén Calderón Bouchet




Tomado de Argentinidad


lunes, 16 de febrero de 2009

In Memoriam

don Juan Luis Pacheco Pérez




Santander, 14 febrero 2009. A los noventa años de edad, ha fallecido don Juan Luis Pacheco Pérez. Requeté del Tercio de Navarra durante la Cruzada de Liberación, verdadero héroe, era Ex Cautivo superviviente de la matanza del barco prisión "Alfonso Pérez". También era veterano de la División Española de Voluntarios en el frente ruso, y contaba en su haber con dos Medallas de Sufrimientos por la Patria, cuatro Cruces Rojas al Mérito Militar, Cruz de Guerra, Medalla de la Campaña, Cruz de Hierro de Segunda Clase, Medalla del Este, Medalla de la Campaña de Invierno (Rusia) 1941-1942, Medalla Militar Colectiva y otras condecoraciones españolas y alemanas. Fue jefe provincial de la Comunión Tradicionalista. Era también Caballero Legionario de Honor, Presidente de Honor del Ilustre Colegio Oficial de Agentes de la Propiedad Inmobiliaria, y Medalla de Honor nacional a la profesión.

Le sobreviven cuatro hijos y numerosos nietos y biznietos. El domingo 15 recibirá sepultura en el cementerio de Ciriego. El funeral familiar tendrá lugar el lunes 16, a las doce del mediodía, en la iglesia parroquial de Santa María Reparadora (C/. Rubio), de Santander.

Requiem aeternam dona ei, Domine; et lux perpetua luceat ei.




Agencia FARO

http://carlismo.es/agenciafaro
Boletin digital n° 678

In Memoriam

Francisco Canals Vidal
1922 - 2009


Ha fallecido Francisco Canals Vidal, catedrático de Metafísica jubilado de la Universidad de Barcelona. Nacido en la capital del Principado en 1922, cursó el Bachillerato en las Escuelas Pías y en el Colegio del Sagrado Corazón de su ciudad natal, completando tras la guerra los estudios de Derecho y de Filosofía respectivamente en 1946 y 1950. En 1952 defendió en la Universidad de Madrid su tesis doctoral en Filosofía, dirigida por el profesor Jaime Bofill y titulada El logos, ¿indigencia o plenitud?; mientras que en 1956 hizo lo propio en Derecho, esta vez en la Universidad de Barcelona, con una tesis titulada El elemento romántico en la génesis del catolicismo liberal. En 1958 ingresa por oposición en el cuerpo de catedráticos de Instituto de Enseñanza Media, enseñando desde entonces en el Instituto Jaime Balmes de Barcelona hasta que en 1966 gana la cátedra de Metafísica de la Universidad de Barcelona, que rigió hasta su jubilación en 1987. En los años setenta seguirá también los estudios de Teología, en la Facultad de San Cugat del Vallès, que culminará con una tesis doctoral sobre San José.

Su verdadero mentor fue el padre Ramón Orlandis (1873-1958), de la Compañía de Jesús, de noble familia mallorquina afín al carlismo y al integrismo, y verdadero maestro del espíritu que fundó en 1922 Schola Cordis Iesu e inspiró en 1944 la revista Cristiandad. Fue él quien orientó decisivamente su vida, sacándole de las profesiones jurídicas (que el joven estudiante universitario aspiraba ejercer, concretamente en el notariado), para llevarle íntegramente al apostolado intelectual. Desde entonces Canals será uno de sus colaboradores más cercanos, participando en la redacción de Cristiandad desde sus primeros pasos y resultando a la larga su verdadero continuador. En efecto, el ya catedrático barcelonés formará entonces en su torno una escuela filosófica para el cultivo del tomismo integral, la conocida como Escuela Tomista de Barcelona, cuyos más conspicuos representantes son los profesores José María Petit (que le premurió en 2007) y José María Alsina. Y proseguirá la acción de combate contra el liberalismo y el naturalismo a través de la difusión de la doctrina de la realeza social de Cristo y de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús como remedio providencial para los males contemporáneos. Tarea en la que no cejará tras la tempestad desatada con ocasión del II Concilio Vaticano, si bien los equilibrios que se vio obligado a hacer para presentar la continuidad de éste con la tradición antiliberal de la Iglesia, en medio de tantas evidencias en contrario, lastraran a la larga en parte el noble empeño.

A principios del decenio de los sesenta empezó su colaboración con la Ciudad Católica, traída por entonces a España desde Francia por Eugenio Vegas Latapie, de cuya revista Verbo ha sido uno de los colaboradores más ilustres. En 1973 participó en la fundación de la Sociedad Internacional Tomás de Aquino, de la que más adelante sería vicepresidente y presidente de la sección española. También era miembro, entre otras muchas instituciones, de la Pontificia Academia Romana de Santo Tomás.

Su obra exhibe con claridad los que fueron sus intereses constantes. De un lado hallamos la producción en sede de filosofía teorética, gnoseología y metafísica principalmente, entre la que destaca como un monumento de la cultura española del siglo XX el volumen de setecientas páginas Sobre la esencia del conocimiento (1987). Así como sus ensayos sobre Santo Tomás, algunos reunidos en el volumen Tomás de Aquino, un pensamiento siempre actual y renovador (2004). En segundo término, Canals, en la línea de su maestro Ramón Orlandis, y del maestro de éste y también jesuita Henri Ramière, dedicó buena parte de sus afanes a la teología de la historia, entendida como el resultado de aplicar la comprensión teológica sobrenatural a la corriente de la historia, atendiendo a las promesas explícitas de Dios, a las leyes providenciales y a las tendencias e ideales de los espíritus y sociedades. Su libro Mundo histórico y Reino de Dios (2005) vino a ser un destilado sapiencial postrero de las reflexiones esparcidas aquí y allá en sesenta años de actividad publicística. Finalmente, en sede sociológica y política, con Rafael Gambra y Francisco Elías de Tejada, con Álvaro d'Ors y Juan Vallet de Goytisolo, es uno de los autores más destacados del tradicionalismo español de la segunda mitad del novecientos, en su mayor parte ligado al legitimismo carlista. Buena prueba es su libro Política española: pasado y futuro (1977), aunque reúne tan sólo una parte de la obra política de Canals, que luego prosiguió en las revistas Cristiandad y Verbo principalmente, pero también en colaboraciones periodísticas de extraordinaria garra y penetración. Además encontramos el notable ensayo La tradición catalana entre el absolutismo y la Ilustración (1995), que continúa la Historia del pensamiento político catalán de Elías de Tejada, y el estudio preliminar a la edición de las Narraciones históricas de Francisco de Castellví (1997). En este orden de cosas deben reseñarse también sus otros trabajos sobre el catalanismo y sus orígenes extrínsecos respecto de la tradición catalana, reunidos en el volumen Catalanismo y tradición catalana (2006).

Con su desaparición, el pensamiento tradicional hispano pierde a otro de sus grandes representantes. El trasbordo de buena parte de los filósofos, juristas o historiadores formados por él y por otros maestros de su generación, en Barcelona tanto como en Madrid, a las posiciones más confortables de la franja conservadora de la democracia cristiana, hace que la trinchera resulte más desguarnecida. El combate, sin embargo, continúa. Descanse en paz.

Miguel Ayuso



Fuente: Diario ABC, de 13/02/2009


sábado, 14 de febrero de 2009

La cuerda dormida y la voz de la leyenda.

por José Javier Esparza

Yo no soy carlista. Vengo de otro lado. Sin embargo, tengo una simpatía instintiva por el carlismo. Como yo, otros muchos piensan o sienten igual. ¿Por qué? Sería difícil explicarlo, y sin embargo eso forma parte de lo que yo les quiero contar hoy aquí.

El tema que me gustaría glosar brevemente es qué significa el carlismo en la cultura española. No hablaré de las aportaciones de distinguidos carlistas a la cultura española en general, porque sobre eso hay en esta mesa personas que saben mucho más que yo. Lo que me gustaría trasladarles es más bien cómo se ve, según creo, el carlismo en la cultura social española, es decir, en lo que la gente del común piensa sobre el particular, si es que aún queda gente del común que piense algo. Usted dice “carlista” y ¿qué reacciones suscita en quien le escucha? ¿Qué imagen se forma en la cabeza del que, sin saber sobre el asunto más que lugares comunes, oye la palabra “carlista”? Esa imagen es producto de todo cuanto se ha dicho y escrito sobre el carlismo desde los tiempos de la primera guerra. Más precisamente: de todo cuanto ha dicho y escrito la cultura oficial, hegemónica. La visión que ésta ha dado del carlismo ha sido invariablemente hostil, con frecuencia hasta la caricatura. En consecuencia, la imagen dominante del carlismo es generalmente negativa. Y sin embargo, a pesar de todo el carlismo ha sobrevivido como núcleo afectivo, como algo que inspira simpatías a cierta gente. ¿Cómo ha sido posible ese prodigio?

Quiero leerles un párrafo de un autor habitualmente loado sin tasa: Mariano José de Larra. Ese párrafo corresponde a su pieza “El hombre menguado o El carlista en la proclamación” y dice así:

“Muérome yo por las descripciones y tengo de describir al hombre menguado que vi el jueves. Era el sombrero redondo, o lo había sido, alto de copa, y tan alto que más que sombrero parecía coroza; la cabeza chica y achatada por delante y por detrás, más a guisa de plato que de cabeza; podría caber en ella todo lo más una idea, y esa no muy grande; los ojos, como la intención, atravesados y hundidos; la nariz aplastada, señal de respiración difícil; gran patilla entre portugués y guerrillero; los pies como de persona que no anda muy derecha, las manos de ave de rapiña, vivo encarnado en pantalón azul, capa no de estas que se roban, sino con las cuales se roba, y el traje todo de moda atrasada porque las gentes de ese partido nunca están muy al corriente. Corto de vista si los hay, como aquel que está acostumbrado a poca luz y le ofende la de un día claro. -«¡Carlista!» -dije yo para mí-. «¡Carlista!»”.

La caricatura es brutal, hiriente por lo arbitrario. Es una pintura propia de una guerra civil. Sin embargo, esa idea iba a ser dominante en la cultura oficial española del XIX y aun del XX. Un autor posterior como Pérez Galdós, aunque menos brutal, también abunda en descripciones fuertemente negativas del carlismo. Situémonos: estamos en el siglo XIX, la monarquía intenta construir un Estado liberal y acumula fracaso tras fracaso; todas sus medidas son o arbitrarias o ineficaces, la desamortización es una estafa, la supuesta libertad no es sino otra forma de caciquismo, las condiciones de vida de la gente no mejoran, las instituciones políticas son una cueva de ambiciones… Pese a todo ello, la ideología oficial de la España del XIX no mira hacia sí misma, sino que proyecta sus frustraciones sobre –contra- el carlismo. Así se va creando una imagen muy negativa del carlismo en la cultura social.

¿Tiene éxito esa ofensiva ideológica de la España oficial del XIX? Sí, pero un éxito mucho más limitado de lo que podría pensarse. La España del XIX explota –o, más bien, implota-, la Restauración prolonga muchos de los males de la España de Isabel II, el Desastre del 98 mueve conciencias, hay una impresión generalizada de caos y, al mirar el tejido nacional, ¿qué descubren los intelectuales, los que forman la cultura social? Descubren, entre otras cosas, el carlismo, que había sobrevivido a todo eso incardinado en el sustrato popular, transmitido en las familias y los pueblos de generación en generación.

Una precisión sobre esa mirada de los intelectuales: sería abusivo decir que éstos descubren el carlismo como al carlismo le gusta verse; lo que descubren es más bien una potencia cuya supervivencia no se explican, y de ahí que ejerza sobre ellos una singular fascinación, aunque no suscita una adhesión ideológica. Un caso ejemplar es el de Unamuno, socialista primero, liberal luego –aunque en realidad nunca fue propiamente ni una cosa ni otra-, que por convicciones ideológicas debería estar contra el carlismo, y que sin embargo no deja de experimentar la atracción de esa potencia espiritual que parece dormir en la misma tierra. Lo recibe, eso sí, a su propia manera, reinterpretándolo según su muy singular perspectiva. Hay unos cuantos párrafos de Unamuno en En torno al casticismo que me gustaría leerles. Son estos:

“Cuándo se estudiará con amor aquel desbordamiento popular… lo encasillaron, formularon y cristalizaron, y hoy no se ve aquel empuje laico, democrático, popular, aquella protesta contra todo mandarinato, todo intelectualismo y todo charlamentarismo, contra la aristocracia y la centralización unificadora… se empantanó y, al adquirir programa y forma, perdió su virtud”. “El carlismo nació contra la desamortización, no sólo de los bienes del clero, sino de los bienes del común”. “Hay dos carlismos, el popular de fondo socialista y federal y hasta anárquico… otro, el escolástico, esa miseria de bachilleres, canónigos, curas, barberos ergotistas y raciocinadotes…”. “Podría hacer un trabajo acerca de lo que puede llamarse socialismo carlista”.

Es muy interesante precisamente por lo que tiene de contradictorio. Unamuno no puede ser carlista, pero percibe su fuerza. Para explicarse a sí mismo, dibuja un cuadro de antagonismos que, en realidad, responde más bien a los antagonismos interiores del propio Unamuno. El mismo autor abunda en el mismo cuadro en su novela Paz en la guerra. Lo hace así:

“El levantamiento carlista se debió a la querella entre la villa y el monte, la lucha entre el labrador y el mercader. Nació contra la gavilla de cínicos, tiranuelos del lugar, polizontes vendidos que, como sapos, se hinchaban de la inmunda laguna de las expropiaciones de los bienes de la Iglesia, contra los mismos que les prestaban el dinero al treinta por ciento, los que les dejaron sin montes, sin dehesas, sin hornos y hasta sin fraguas, los que se hicieron ricos comprando con cuatro cuartos y mil picardías todos los medios de la riqueza común. Si don Carlos me llamara, le aconsejaría que quitase todas las oficinas y puestos públicos de la ciudades, desparramándolas por el campo; que obligase a los ricos a mantener a los pobres, a educar a los huérfanos; a que doblara las contribuciones, mayor cuota cuanto más tuviesen.”

¿Es esto realmente carlismo? No lo sé. Pero es evidente que aquí hay una voz que sigue llamando desde el fondo de la comunidad histórica española. Unamuno la recibe y la expresa como puede. Otro que va a recibir esa llamada y va a expresarla según su propio saber y entender, que no siempre es fácil de explicar, es Valle-Inclán.

Ustedes saben que Valle-Inclán situó en las guerras carlistas una trilogía de novelas escrita entre 1908 y 1909. Son Los cruzados de la causa, El resplandor de la hoguera y Gerifaltes de antaño. Valle quería llamar a esta trilogía “La España tradicional”, título muy significativo. Lo más notable es que uno las lee y no resulta fácil ver ahí a un escritor carlista. ¿Qué está retratando Valle Inclán? La sublevación de una España rural, agraria, arcaizante, contra la sociedad burguesa; la irrupción del fondo espiritual del pueblo –tan santo como bárbaro- contra el artificio del dinero y de la máquina. Ahora bien, esta es una visión muy moderna del carlismo; no es el carlismo propiamente dicho, sino su potencia elemental según la percibe un esteta del siglo XX. El propio autor se declaraba “carlista por estética”: “El carlismo –decía- tiene para mí el encanto solemne de las grandes catedrales”.

Valle-Inclán era un torbellino de actividad y dejaba que su impulso estético preñará todos sus comportamientos: en 1910 se presenta a diputado por el partido carlista –no obtuvo escaño, al año siguiente da un discurso en San Sebastián donde promueve la creación de las Juventudes Jaimistas. Todo ello sin que sea posible decir en ningún momento que Valle es, propiamente, carlista. Sin embargo, como en el caso de Unamuno, es evidente que en Valle hay también algo que oscuramente le atrae y que el escritor se ve obligado a formular a su manera. ¿Qué es? “Morían los jardines viejos, pero morían con tanta nobleza, que de su muerte brotaba una poesía nueva: la poesía de las grandezas caídas”, dice en una de las obras citadas. Tal vez es simplemente eso: el eco nostálgico de una grandeza perdida y que, por estética, es lícito recobrar.

Para cualquier amante de la linealidad intelectual, de los discursos claros y racionales, de las explicaciones con sentido cerrado y completo, posiciones como estas de Unamuno y Valle-Inclán forzosamente han de resultar insuficientes, incoherentes, caprichosas. Sin embargo, conectan con una de las potencias inherentes al movimiento carlista: su carácter profundamente popular, su arraigo en estratos de la cultura social tan hondos que han podido permanecer ajenos al despliegue de la modernidad.

Voy a contarles una cosa. Sabrán ustedes que hay una célebre parrafada de Carlos Marx sobre el carlismo. Más o menos, Marx decía esto:

“El tradicionalismo carlista tenía unas bases auténticamente populares nacionales de campesinos, pequeños hidalgos y clero, en tanto que el liberalismo estaba encarnado en el militarismo, el capitalismo, la aristocracia latifundista y los intereses secularizados (…). El Carlismo no es un puro movimiento dinástico y regresivo, como se empeñaron en decir y mentir los bien pagados historiadores liberales. Es un movimiento libre y popular en defensa de tradiciones mucho más liberales y regionalistas que el absorbente liberalismo oficial, plagado de papanatas que copiaban a la Revolución Francesa. Los carlistas defendían las mejores tradiciones jurídicas españolas. Las de los Fueros y las Cortes legítimas que fueron pisoteadas por el absolutismo monárquico y el absolutismo centralista del Estado liberal. Representaban la patria grande como suma de las patrias locales, con sus peculiaridades y tradiciones propias. No existe en Europa ningún país que no cuente con restos de antiguas poblaciones y formas populares que han sido atropelladas por el devenir de la Historia (…) En Francia lo fueron los bretones y en España, de un modo mucho más voluminosos y nacional, los defensores de don Carlos”.

Esto lo habría escrito Marx en los artículos que dedicó a “La revolución española” para la Nueva Gaceta Renana o para el New York Dail Tribune, según unas u otras fuentes. Lo curioso es que Marx jamás escribió eso: nadie ha encontrado el artículo original donde Marx dice tales cosas sobre el carlismo. Pero lo verdaderamente prodigioso es esto: aunque se trata probablemente de una falsificación, ese párrafo de Marx es enteramente verosímil y perfectamente válido; es verosímil y válido porque entronca absolutamente con una dimensión esencial del carlismo, que su carácter de protesta popular contra la modernidad. Y ahí, en ese acento popular, reside a mi modo de ver la razón por la que el carlismo ha seguido vivo en la cultura social española; al menos, hasta hoy.

Ya sé que con esto no les descubro nada que ustedes no supieran ya. Pero sí me parece relevante, modestamente, sacar algunas conclusiones, y en particular esta: creo que es urgente que el carlismo, si quiere seguir proyectándose en la Historia de España con una imagen veraz, con la imagen de aquello que realmente fue y es, empiece a construir su propia leyenda. He elegido con cuidado la palabra: leyenda. No quiero decir mito, porque la mitología es, para empezar, falsa por definición, y porque el carlismo no tiene nada de mitológico, sino que es un fenómeno histórico bien real y material. Quiero decir y digo leyenda porque es ahí, en la leyenda, donde se construyen las imágenes afectivas, aquello que lleva a las personas a reconocerse íntimamente, de manera entrañable, en una realidad determinada.

Voy a poner un ejemplo deliberadamente extremo: ¿Alguien duda de que la absurda defensa contemporánea de la II República obedece a esa dinámica propiamente legendaria? Completamente al margen de la realidad histórica, ignorando por completo la materialidad fáctica de un régimen caótico, inoperante, incapaz de resolver los problemas que se le planteaban; completamente al margen, digo, de todo eso, que es la realidad de la II República, hoy se ha difundido la imagen –y hasta hace poco era convicción muy mayoritaria- de que aquel régimen era la encarnación misma de la democracia y las libertades. Esa imagen no es producto del estudio histórico –aunque haya quien pretende defender lo indefendible-, sino que es fruto de la lenta, tenaz, laboriosa e imaginativa tarea de reconstrucción legendaria de la realidad; son la literatura y el cine las que han construido la leyenda republicana.

Decía antes que este ejemplo era deliberadamente extremo; es tal porque se trata de una falsificación de dimensiones siderales. Pero precisamente: si la leyenda es capaz de convertir en potencia viva una reconstrucción artificial, ¿cuánto más no lo será de multiplicar la vitalidad de una realidad histórica, y deshacer la capa de topicazos y supercherías que en torno al carlismo –por ejemplo- han ido depositando doscientos años de liberalismo y modernismo? A la tarea de revitalizar esa realidad histórica es a lo que yo apelo.

Bien. ¿Dónde está la potencia legendaria del carlismo? Está en su carácter profundamente arraigado, está en su condición de esencia de lo español, en esa forma de actualizar desde el pueblo una tradición religiosa y cultural. Está en la sangre vertida por muchos miles de españoles, en las batallas libradas, en los rosarios rezados, en la nostalgia de una Corona que hace mucho tiempo es ya imposible, pero cuya presencia espiritual sigue estando ahí. La potencia legendaria del carlismo está en su continuidad directa con la gran tradición hispánica, con la España del imperio y las Españas, con la España de la Tradición con mayúscula.

¿Al final, qué se trata de defender? ¿Una bifurcación en una dinastía? Todos sabemos que ya no. Se trata de defender una idea de la vida y del mundo y del hombre. Se trata de defender un orden social basado no en el contrato anónimo entre individuos sin raíces, como el del mundo moderno –un contrato donde, además, nunca nos leen la letra pequeña-, sino un orden basado en la autonomía de las comunidades naturales y en la subsidiariedad entre ellas. Se trata de defender una visión de la vida como don de Dios, y no como un simple y efímero camino de agonía material. Se trata de defender una idea del hombre como soporte del plan divino, y por tanto como persona con una dignidad anterior al pacto político. Se trata de defender, por supuesto, una herencia, un legado, una continuidad histórica.

Todas estas cosas, que nosotros hoy podemos expresar con cierta frialdad conceptual, fueron sentidas y vividas antes de nosotros, a veces oscuramente, pero no por ello de forma menos viva, por muchos de los que nos precedieron. En las vidas y en los afanes de esas gentes que pisaron España antes que nosotros late un tesoro oculto de verdad, un tesoro que no ha cesado de palpitar y que sigue siendo capaz de hablar al corazón de los españoles, aunque sea de manera oscura y como inconsciente.

Digo “oscura e inconsciente”, sí. Quiero poner un sólo ejemplo: durante las movilizaciones populares de la legislatura anterior –por la vida, por la libertad de enseñanza, contra el terrorismo; en definitiva, por la unidad moral, cultural y política de España-, los carlistas salieron a la calle con sus banderas con la cruz de San Andrés. Pronto otros, no carlistas, empezaron a enarbolar esas banderas: las compraban en tenderetes de lance. Pocos de ellos sabrían qué estaban abanderando; quizá muchos de ellos no habían visto antes esa bandera más que en viejas imágenes de los tercios o en alguna escena de Alatriste. Pero esa bandera, esa cruz roja sobre fondo blanco, les estaba hablando con una voz inapelable, irresistible; esa bandera les estaba susurrando el secreto de una parte olvidada de su identidad. Y esa gente, esas manos, recibió el mensaje de una manera primaria, elemental, directa; recibió la leyenda.

Desde mi punto de vista, que es el punto de vista de alguien ajeno a esta causa –por eso lo dije nada más empezar-, el carlismo es ante todo un depósito; un depósito de hispanidad en el sentido que el pensamiento tradicional dio a esta palabra. Es un depósito de identidad española. En consecuencia, su presencia seguirá viva en la cultura social española mientras haya alguien capaz de escuchar, alguien que todavía entienda ese lenguaje.

Es verdad que los tiempos que vivimos parecen poco propicios para tales afanes. Por una parte, vivimos en la sociedad más materialista de todos los tiempos –de hecho, la primera sociedad enteramente materialista de la Historia. Por otro lado, la identidad cultural española retrocede aceleradamente en beneficio de esa viscosa mixtura de ignorancia nihilista y cultura mundial de masas que hoy vemos imponerse por todas partes. Justamente por eso es tan importante el trabajo de quienes, aun siendo muy pocos, tratan de mantener viva la llama. Con todo, yo no soy especialmente pesimista. También el comunismo trató de imponer en medio mundo una sociedad materialista de internacionalismo proletario y, al cabo de 70 años, se encontró con que lo único había sobrevivido a su tarea destructora era precisamente la nación y la religión.

Es que, ¿saben ustedes?, hay cosas que es muy difícil, incluso imposible desarraigar, porque forman parte de la propia condición humana, y entre esas cosas están el sentimiento de Dios y el sentimiento de arraigo a un suelo y a una historia. Eso nos da una ventaja sobre el enemigo: nosotros defendemos cosas que están en la naturaleza de los hombres, mientras que ellos defienden abstracciones. El carlismo es una de las fuerzas más representativas de esa defensa de lo propiamente humano: Dios y patria. En tanto sea capaz de seguir moviendo esa bandera del aspa roja sobre fondo blanco, creo sinceramente que seguirá vivo en el espíritu de los españoles.

Hoy la nueva Covadonga insurgente no está en valles inaccesibles o en comunidades rurales arraigadas; todo eso lo ha aplastado ya la modernidad. Hoy la nueva Covadonga insurgente está dentro de todos y cada uno de nosotros, también dentro de esa gente que está ahí fuera. Es como la cuerda dormida de un instrumento mudo; cuerda, sin embargo, que volverá a vibrar cuando reciba un sonido modulado en la tonalidad precisa. Hay que encontrar esa nota.

Conferencia de José Javier Esparza en el X Foro Alfonso Carlos I a propósito del 175 aniversario del carlismo. Toledo, 20 de septiembre de 2008



Tomado de Avant