domingo, 30 de agosto de 2009

Conferencia sobre la "libertad religiosa"

por el R. P. Ricardo Félix Olmedo


I.- Introducción:


En esta serie de conferencias organizada con el fin de exponer distintos documentos del Concilio Vaticano II, y juzgar de su “continuidad” o no con el Magisterio tradicional de la Iglesia y la filosofía perenne, que es la filosofía de Santo Tomás, nos toca comentar hoy lo que era, por su clasificación, un documento de menor importancia, la Declaración sobre las relaciones de la Iglesia y Estado, titulada "Dignitatis Humanæ",


En el amplio problema de las relaciones Iglesia-Estado había un tema – el de la “libertad religiosa” – "nunca tratado en ningún Concilio Ecuménico" en los veinte siglos de existencia de la Iglesia, y que sin embargo, se transformará no por casualidad sino por especial previsión e intención de los enemigos de la Iglesia, en uno de los más trascendentales y de capital importancia como paso previo al compromiso de la Iglesia con el mundo, y en particular con el Movimiento ecuménico.


Ya antes del Concilio, en las Sesiones de la Comisión preparatoria, esta cuestión había enfrentado durísimamente a las dos tendencias que lucharon durante el Concilio, representadas una por el Cardenal Ottaviani, que había presentado un esquema titulado “De las relaciones entre la Iglesia y el Estado y de la Tolerancia religiosa”, que constaba de 7 páginas de texto y 16 páginas de referencias, que iban desde Pío VI (1790) a Juan XXIII (1959), y la otra representada por el Cardenal Bea, con un proyecto redactado por él y que llevaba el sugestivo título “La libertad religiosa”, de 14 páginas, y sin referencias alguna al Magisterio precedente.


Ningún texto fue objeto de tantas revisiones, y seis borradores distintos se presentaron ante la Asamblea de los Padres Conciliares, hasta que fue promulgado recién el penúltimo día del Concilio Vaticano II (el 7 de diciembre de 1965).


Para uno de los peritos americanos, el P. John Courtney Murray, este tema de la libertad religiosa era "el problema americano del Concilio", y un Obispo estadounidense se ufanaba de que sin el apoyo de los americanos "el documento no habría llegado al aula conciliar"; otro, "hablando en nombre de casi todos sus pares americanos", afirmaba que "la sustancia de la doctrina tal como la tenemos aquí es verdadera y sólida, y la más apropiada para nuestros tiempos", que "en general la declaración sobre la libertad religiosa es aceptable", y era de la mayor importancia que "la Iglesia se mostrase ante el mundo moderno como la campeona de la libertad – de la libertad humana y de la libertad civil – particularmente en materia de religión".


A esta tesis en favor de la libertad religiosa se opuso – siguiendo los pasos de los Cardenales Ottaviani, Browne y Ruffini – un número importante de Padres del Concilio.


Entre estos Padres estaba Monseñor Lefebvre quien en una intervención suya – leída en una de las Sesiones – la tiene como "concepción nueva" de los enemigos de la Iglesia, recordando que era una esperanza masónica que el Concilio proclamara la libertad religiosa.



La tesis que triunfó fue la liberal ajena absolutamente a la enseñanza de siempre de la Iglesia, aunque el texto aprobado pretenda ser fruto de “la verdad y de la justicia” y de una “investigación a fondo de la sagrada tradición y la doctrina de la Iglesia, de las cuales saca a la luz cosas nuevas, coherentes siempre con las tradiciones”, y se insista en que “la libertad religiosa…deja íntegra la doctrina tradicional”, y que lo que se quiere hacer es “desarrollar la doctrina de los últimos Pontífices sobre los derechos inviolables de la persona humana y sobre el ordenamiento jurídico de la sociedad”.



Nuestro trabajo será exponer brevemente los más importantes textos de este documento y confrontarlos con el Magisterio previo al Concilio y con la sana filosofía. Veremos una Declaración conciliar llena de incoherencias, contradicciones, ambigüedades, sofismas como nunca se vió en un documento emanado de ningún Concilio de la Iglesia católica.



II. Presupuestos necesarios:



Toda exposición que pretenda llegar a conclusiones verdaderas, y por tanto convincentes, parte de ciertos principios sobre los que se ha de asentar la argumentación.



Los principios de los cuales partiremos son los de la filosofía de siempre, de los cuales se ha valido también el Magisterio de la Iglesia para exponer la Verdad Revelada, principios manifestados y definidos lentamente por hombres de gran talento – entre los cuales sobresalen Aristóteles en la antigüedad y Santo Tomás de Aquino – y en lo cuales se apoya de manera incontestable el recto conocimiento humano: son los principios metafísicos del ser, de razón suficiente, de causalidad, de finalidad, la posesión de la verdad cierta e inmutable.



Acerca de esto último es bueno recordar las palabras de Pío XII en su encíclica “Humani generis”: “La verdad…no puede estar sujetas a cambios continuos, principalmente cuando se trate de los principios que la mente humana conoce por sí misma o de aquellos juicios que se apoyan tanto en la sabiduría de los siglos como en el consentimiento y fundamento aun de la misma revelación divina. Ninguna verdad, que la mente humana hubiese descubierto mediante una sincera investigación, puede estar en contradicción con otra verdad ya alcanzada, porque Dios la suma Verdad, creó y rige la humana inteligencia no para que cada día oponga nuevas verdades a las ya realmente adquiridas, sino para que, apartados los errores que tal vez se hayan introducido, vaya añadiendo verdades a verdades de un modo tan ordenado y orgánico como el que aparece en la constitución misma de la naturaleza de las cosas, de donde se extrae la verdad. Por ello, el cristiano, tanto filósofo como teólogo, no abraza apresurada y ligeramente las novedades que se ofrecen todos los días, sino que ha de examinarlas con la máxima diligencia y ha de someterlas a justo examen, no sea que pierda la verdad ya adquirida o la corrompa, ciertamente con grave peligro y daño aun para la fe misma”.




La confrontación que haremos de las afirmaciones conciliares y las realizadas por el Magisterio anterior al Concilio nos permitirán ver si hay continuidad en la enseñanza o corrupción de la verdad con daño para la fe.



El hombre con su inteligencia es capaz de alcanzar la verdad, y la verdad es inmutable, y una vez adquirida no puede cambiar, ni de igual modo una verdad puede oponerse a otra.



La verdad así entendida se convierte entonces en lazo de unión entre los hombres. Y Pío XII nos enseña la razón: “porque la verdad, cualquiera que sea su contenido en cada caso particular, es sólo una y, por tanto, sólo podrá ser uno el querer universal y el deseo de la verdad. En cambio, el error (puesto que aleja de la verdad y de la realidad) es por su misma naturaleza división; el error separa, desune y divide, por más que pueda suceder que muchos se encuentren en un mismo error; su encuentro será fortuito, mas no ya un efecto de un sólido principio unitivo”[1].



Para terminar este punto de presupuestos necesarios, situemos el problema de la libertad humana, primer paso para hablar de la libertad religiosa y sus límites precisos, siguiendo los postulados de la filosofía de siempre:
Para determinar bien la naturaleza de la libertad en general, el fin de ella, es necesario verla en el orden del universo, porque no se puede concebir la libertad ni comprenderla verdaderamente si no se la coloca en este orden universal que Dios puso en todas las cosas.



Nuestra inteligencia no puede no comprobar que en el universo que nos rodea existe un orden espléndido. Este orden no es otro que la orientación de todas las actividades de toda naturaleza hacia un fin, hacia un objetivo que ha sido asignado por Dios a toda la Creación.



Ese orden a un fin – que no puede ser otro que Él mismo – está conformado por las leyes que Dios ha puesto a todos los seres creados.



Estas leyes son cumplidas por los seres que no son inteligentes de una manera inevitable.



En primer lugar, las cumplen los seres inertes que siguen el curso de estas leyes de una manera necesaria y determinada. Si se trata de las leyes de la física, está claro que estas leyes, en general, son leyes que se cumplen de una manera absoluta y sin defecto…: una piedra cae por su propio peso, busca el reposo que es su estado habitual…



Si pasamos a la esfera de los seres vivientes, las leyes de los vegetales son menos rigurosas. Hay algunos elementos en los vegetales que, de una manera comprobada, quedan en su desarrollo un poco a la libre determinación de los propios vegetales…, pero igualmente no pueden dejar de estar sometidos a ellas de modo necesario.



Y si pasamos a la vida animal, a la vida sensible, observamos una mayor indeterminación. Hay en los animales una capacidad de conocer por los sentidos, y estas facultades sensibles otorgan al animal una aparente libertad, una posibilidad de determinarse a sí mismo, pero no de determinarse de una manera absolutamente libre. El animal está sometido a influencias a las cuales responde de una manera casi automática: siempre estará sometido a la ley de sus instintos…



Pero consideremos ahora la vida humana. La diferencia es esencial, ya que el hombre es libre. ¿Por qué? Porque tiene en él una facultad de determinarse él mismo sin que, en su naturaleza interior, pueda estar determinado por nadie. El hombre tiene verdaderamente libertad.


Y esta libertad que Dios dio al hombre no es otra cosa que permitir al hombre determinarse él mismo en orden al fin que Dios quiere darle.



Por eso siguiendo a Sto. Tomás se la define como: “Vis electiva mediorum servato ordine finis”[2].



Esto es lo que hace la diferencia radical con los demás seres inferiores a él. Mientras que el animal está condicionado internamente por leyes que lo determinan, el hombre, él mismo al contrario, puede determinarse, sin que nadie pueda influir en su elegir, en el hacer o no hacer propio de su libertad. El hombre puede ser hasta martirizado, pero nadie llegará a hacerle creer en la intimidad de su libertad, una cosa que no quiere creer, o a hacerle querer una cosa que no quiere querer.



Obviamente, su voluntad puede ser influenciada, y puede terminar por ceder. Hasta puede llegar a expresar, durante una persecución, algo que se ajusta a lo que exigen los verdugos, pero íntimamente, no adherirá al error. Por lo tanto, su libertad sigue siendo total a pesar de todas las influencias exteriores que pueden ejercerse en todos los sentidos: la violencia recaerá en los miembros de su cuerpo, pero no alcanza a su interior que permanece libre. No se puede siquiera actuar directamente sobre la raíz de la libertad humana.



Y el fundamento de esta libertad es su condición de criatura inteligente: es inimaginable que alguien sea libre sin tener inteligencia. ¿Cómo se dirigiría esta libertad? ¿Cómo podría el hombre dirigirse en su vida si se tomara como primer postulado de la vida humana la libertad? La sola libertad no es concebible. No es concebible más que con la inteligencia y la voluntad.



Por un lado la inteligencia, capaz de conocer la verdad, la ley por la que Dios gobierna el universo y lo lleva su fin, y que manifiesta al hombre por diversos medios; por otro, esa otra facultad, la voluntad por la cual quiere, adhiere por su propio movimiento, su propia determinación, su propia autodeterminación a esa ley de Dios: el hombre conoce por la inteligencia la ley y aplica su voluntad para cumplirla.



Pero la sana filosofía pone una división en la libertad, y que también debemos conocer para no caer en la ambigüedad y confusión de los textos de la declaración conciliar; la distinción entre la libertad psicológica y la libertad moral.



El Papa León XIII señala bien la diferencia entre la libertad natural (o psicológica) y la libertad moral. La primera, libertad natural, es la libertad en su ser físico, la facultad de hacer o no hacer esto, de elegir esto o lo otro. La segunda, la libertad moral, en cambio, es la aplicación de esta libertad al fin del hombre que esta determinado por leyes que la inteligencia conoce.



Por eso León XIII dice bien que a la libertad le hace “falta una protección y un auxilio capaces de dirigir todos sus movimientos hacia el bien y de apartarlos del mal. De lo contrario, la libertad habría sido gravemente perjudicial para el hombre. En primer lugar, le era necesaria una ley, es decir, una norma de lo que hay que hacer y de lo que hay que evitar…”



En otras palabras, la libertad moral no es absoluta, porque las leyes limitan esta libertad moral. Hay cosas que son buenas y hay cosas que son malas, hay cosas que no podemos hacer.



León XIII, sigue explicando como funciona en el hombre la libertad: “La elección que hace la voluntad es posterior al juicio de la razón. Este juicio establece no sólo lo que es bueno o lo que es malo por naturaleza, sino además lo que es bueno y, por consiguiente, debe hacerse, y lo que es malo y, por consiguiente, debe evitarse. Es decir, la razón prescribe a la voluntad lo que debe buscar y lo que debe evitar para que el hombre pueda algún día alcanzar su último fin, al cual debe dirigir todas sus acciones. Y precisamente esta ordenación de la razón es lo que se llama ley”.



Las leyes imponen obligación y deber para el hombre. Se trata también aquí aún de una necesidad, que se impone a pesar de la voluntad del sujeto, pero es moral y no física, es decir no procede de una determinación intrínseca de la naturaleza ni de una dificultad externa: va dirigida a la razón pero respeta la libertad del sujeto. Impone una obligación pero no destruye la libertad. El hombre mantiene su libertad, pero debe someterse. A esta ley que el hombre concibe como su bien, como su fin, debe someterse moralmente.



Aquí reside la dificultad del liberalismo que afirma que la obligación moral suprime nuestra libertad. No es exacto. La obligación moral no suprime nuestra libertad. No hay libertad de hacer lo que se quiere. No hay hombre sin ley, o sin un objetivo, un fin. No podemos ser libres sin tener una dirección que dar a nuestra libertad y esta elección necesariamente nos conduce a un fin, nos conduce a un objetivo.



Así, para concluir esta ya larga pero necesaria introducción, digamos que la necesidad de la ley para el hombre ha de buscarse primera y radicalmente en la misma libertad, es decir, en la necesidad de que la voluntad humana no se aparte de la recta razón, del fin para el cual ha sido creado, y no hay afirmación más absurda y peligrosa que sostener que el hombre, por ser naturalmente libre, debe vivir desligado de toda ley.



La ley es la que guía al hombre en su acción, con el aliciente del premio y con el temor del castigo, a obrar el bien y a evitar él mal, y al hablar de ley, comprendemos toda clase de ley, desde la ley eterna que rige todo el universo, la ley natural, la ley humana eclesiástica y civil justa.



A esta regla de nuestras acciones, a este freno del pecado, Dios ha añadido ciertos auxilios especiales, aptísimos para dirigir y confirmar la voluntad del hombre: la Gracia sobrenatural, la Revelación, la misma Iglesia Católica, sus Sacramentos, etc.



Otro concepto que conviene recordar es el de “religión”, virtud que nos inclina a dar al Dios único y verdadero el culto debido y cuyos actos tienen por objeto todo lo que nos lleva a Dios, considerado como supremo y último bien del hombre. Su oficio propio es realizar todo lo que tiene por fin directo e inmediato el honor de Dios[3].



Cuando el hombre da un culto falso al Dios verdadero comete pecado mortal de superstición, pero si da culto a un falso Dios se llama pecado de superstición idolátrica[4], y si se pregunta cuál es la religión que hay que seguir entre tantas religiones opuestas entre sí, la respuesta la dan al unísono la razón y la naturaleza: la religión que Dios ha mandado, y que es fácilmente reconocible por medio de ciertas notas exteriores con las que la divina Providencia ha querido distinguirla.



Es en este ámbito y estos límites que debemos considerar el tema de las obligaciones del hombre para con Dios, su deber de religión, y por contrapartida, la supuesta “libertad religiosa” tal como la expone la declaración conciliar.



III. La libertad religiosa en el decreto “Dignitatis Humanæ”.



Entonces, ¿de qué se trata cuando se habla de “libertad religiosa según el Concilio?



Este tema de la libertad religiosa es un tema inmenso, y que afecta profundamente incluso el corazón de lo que somos, el corazón mismo del hombre y por lo tanto de toda la sociedad humana y de la Iglesia católica.



Porque se trata en última instancia ni más ni menos de que del reinado social de N. S. Jesucristo y el Derecho Público de la Iglesia, particularmente en las relaciones entre la Iglesia y el Estado, y en concreto la obligación que tiene el poder público, en el ejercicio de su función ministerial, de defender la verdadera religión frente a las falsas religiones, reprimiendo la pública propagación de su cultos, el deber del hombre de adorar a Dios como Él quiere ser adorado. Todo esto trae consigo otros temas conexos, la libertad de conciencia, el indiferentismo, el ecumenismo, y aún la vida moral individual, familiar, social, que se sigue de estas falsas religiones, etc.



Por eso es difícil abarcarlo de una manera completa, total, en una sola conferencia, de allí que nos limitaremos a exponer sólo cuatro puntos, entre otros de los que trata a declaración conciliar, para compararlos cada uno con el Magisterio de la Iglesia, para terminar con la práctica postconciliar de la libertad religiosa, desde Pablo VI hasta Benedicto XVI, que nos confirman que se trata dos enseñanzas contrarias.



El principio fundamental que afirma la declaración “Dignitatis Humanæ” es que “la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa… [que] se funda realmente en la dignidad misma de la persona humana… en su misma naturaleza, y que comprende el que no se le impida que actúe conforme a ella [de practicar su culto cualquiera que sea] en privado y en público, sólo o asociado con otros, dentro de los límites debidos y con tal que se respete el justo orden público”.



Este falso principio ha sido para la vida de la Iglesia después del Concilio – y para las almas – como un cáncer que la destruye desde su interior, más desbastador que una guerra mundial…
Para entenderlo, vamos a ver los cuatro puntos que sugiere el principio:



- El fundamento de la libertad religiosa según el Concilio: la dignidad humana y sus derechos;



- Derecho a no ser impedido en la práctica privada y/o pública de las falsas religiones;



- La no confesionalidad del Estado;



- La no intervención del Estado a favor de la verdadera religión.

A) La dignidad humana y los derechos fundamentales del hombre:



La Declaración ya en su primera frase, nos dice que “la dignidad de la persona humana es, para el hombre de hoy, objeto de una conciencia cada día mayor… y aumenta el número de quienes exigen que el hombre en su actuación goce y use de su propio criterio y de libertad responsable, no movido por coacción, sino guiado por la conciencia de su deber… esta exigencia de libertad en la sociedad humana mira sobre todo…lo que concierne al libre ejercicio de la religión en la sociedad”, para terminar afirmado que el Concilio declara “esas aspiraciones o anhelos del espíritu” como “conformes con la verdad y la justicia”.



Más adelante insiste en que todo “cuanto este Concilio Vaticano declara acerca del derecho del hombre a la libertad religiosa tiene su fundamento en la dignidad de la persona, cuyas exigencias se han ido haciendo más patentes cada vez a la razón humana a lo largo de la experiencia de los siglos”.



Estamos en el centro mismo del problema de toda la doctrina conciliar. Si podemos decirlo de una vez, el nuevo humanismo, el humanismo liberal, sedicente católico, y una de sus consecuencias, la libertad religiosa.



Porque nos debemos preguntar, ¿qué entiende el Concilio por “dignidad humana?, acaso ¿no debería decir en realidad que ella, entendida católicamente, está siendo olvidada, sino menospreciada y rebajada cada vez más?



Lo que está afirmando el Concilio es que lo que funda la libertad religiosa es la dignidad de la naturaleza humana independientemente de su adhesión a la verdad y al bien, olvidando de una vez dos cosas: lo que nos revela la Sagrada Escritura de la caída de la dignidad humana de nuestros primeros padres y de todos los hombres como consecuencia del pecado original, y lo que significó la restauración llevada a cabo por Nuestro Señor en la Redención.



Porque la declaración es explícita en poner el fundamento en la sola naturaleza humana: “el derecho a la libertad religiosa no se funda en la disposición subjetiva de la persona, sino en su misma naturaleza”, y con independencia de la verdad, porque añade: “el derecho… permanece también en aquellos que no cumplen la obligación de buscar la verdad”.



Para el Concilio el argumento es el siguiente: la dignidad del hombre consiste en que es un ser dotado de inteligencia y voluntad, y está ordenado por naturaleza a conocer a Dios, lo que no puede hacer si no se lo deja libre. Resumiendo: el hombre es libre, luego debe dejársele libre, o dicho de otro modo, el hombre está dotado de libre albedrío, luego, tiene derecho a la libertad de acción.



Principio del liberalismo, y verdadero sofisma. Porque el libre albedrío se sitúa en el terreno del ser, es de la esencia del ser humano, pero la libertad de acción, y la libertad moral se encuentran en otro plano diverso, en la esfera del obrar…: una cosa es lo que Juan es por naturaleza (hombre, animal racional dotado de libre albedrío), y otra lo que llega a ser (bueno o malo, en la verdad o en el error. Su dignidad radical es lo que corresponde a lo que es, pero su dignidad terminal consiste en su adhesión libre, sin estar necesitado, a la verdad o al bien, sujetarse a las leyes que le llevan al fin…



Veamos esto un poco más en detalle.



Se puede y debe hablar de una doble dignidad en el hombre: una dignidad ontológica que resulta de su misma esencia, de lo que es por naturaleza, y una dignidad operativa de la persona, lo que ella llega ser por sus actos.




La dignidad ontológica de la persona humana consiste en la nobleza de su naturaleza, dotada de inteligencia y de libre albedrío.



La dignidad operativa del hombre resulta del ejercicio de sus potencias, esencialmente de su inteligencia y voluntad, cuyos fines son la verdad y el bien.




Y dado el fin último a que Dios llama a todos los hombres, se puede decir que esta dignidad ontológica del hombre consiste principalmente en una ordenación trascendental hacia Dios, que es como un “llamado a lo divino” y que funda en el hombre el deber de buscar al verdadero Dios y a la verdadera religión y de adherir a ellos desde que los conoce.



De esto resulta que la dignidad operativa del hombre no es otra que adherir a la verdad y al bien – en particular a la Verdad revelada – y practicar sólo la religión verdadera en la Iglesia católica, el bien de la religión… Es por sólo este modo que el hombre se perfecciona y dirige verdaderamente hacia su último fin, y se sigue igualmente que si el hombre falla adhiriendo al error y al mal por practicar falsas religiones, se degrada en su dignidad…, no se perfecciona ni alcanza su último fin.



En conclusión no hay verdadera dignidad de la persona humana fuera de la verdad y el bien, la dignidad de la persona humana no consiste en la libertad fuera de a verdad.



La Declaración afirma lo contrario cuando enseña que “Dios tiene en cuenta la dignidad de la persona humana que Él mismo ha creado, y que debe regirse por su propia determinación y usar de su libertad”. Exaltar a libertad de acción a punto tal de hacer consistir en ella la esencia misma de la dignidad operativa del hombre es un error ya condenado por la Iglesia.



En efecto, León XIII, en su encíclica “Inmortale Dei” decía: “La libertad como virtud que perfecciona al hombre debe versar sobre lo que es verdad y bueno. Ahora bien, la verdad lo mismo que el bien, no pueden mudarse al arbitrio del hombre sino que permanecen siempre los mis­mos, no se hacen menos de lo que son por naturaleza: inmutables. Cuando la mente da el asentimiento a opiniones falsas y la voluntad abraza lo que es malo y lo practica, ni la mente ni la voluntad alcanzan su perfección, antes bien se desprenden de su dignidad natural y se despeñan a la corrupción”.




B) Derecho a no ser impedido en la práctica privada y/o pública de las falsas religiones.



Es en esta nueva concepción de la dignidad humana que se funda el “derecho de no ser impedido en la práctica privada o pública de la religión cualquiera que ella sea: “[la dignidad humana] comprende – dice el Concilio – el que no se le impida que actúe conforme a ella [de practicar su culto cualquiera que sea] en privado y en público, sólo o asociado con otros…”



Este mismo derecho reconocido a los individuos, también es dado a las falsas religiones: “A estas comunidades religiosas…, se les debe por derecho la inmunidad para regirse por sus propias normas, para honrar a la Divinidad con culto público. Las comunidades religiosas tienen también el derecho de que no se les impida la enseñanza y la profesión pública, de palabra y por escrito, de su fe… Forma también parte de la libertad religiosa el que no se prohíba a las comunidades religiosas manifestar libremente el valor peculiar de su doctrina para la ordenación de la sociedad y para la vitalización de toda actividad humana”.



Presentado aquí como un derecho negativo – el de no ser impedido – la Declaración conciliar va a señalar en otras partes que se trata de un derecho a secas: “…la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa… Este derecho de la persona humana a la libertad religiosa ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de tal manera que llegue a convertirse en un derecho civil”.



Si es absolutamente verdadero que el hombre tiene un derecho fundamental de dar culto a Dios, a que le dejen libertad en la práctica privada y pública de la religión, ese derecho natural y positivo divino a la vez, concierne solamente a la verdadera religión con exclusión de toda otra. Y esto porque tiene el deber estricto de dar a Dios el culto que Él merece, como Él quiere y donde Él quiere ser alabado…



Pretender concluir de este principio una doctrina de un derecho objetivo a la libertad religiosa que pertenecería indistintamente a los adeptos de todas las religiones es un error, una absurdidad, una impostura, una herejía ya que atribuye a la Iglesia la capacidad de contradecirse, una impiedad ya que condena a la Iglesia a mentirnos sin nada de vergüenza diciendo: ¡“no hay cambio sino “hermenéutica de la continuidad” entre esos principios preconciliares y la doctrina conciliar, se trata el desarrollo homogéneo de la doctrina de siempre”¡



La libertad religiosa, entendida como derecho natural y civil a la libertad de acción en materia religiosa relativa a todas las religiones sin distinción, fue siempre condenada por el Magisterio de la Iglesia como veremos.



Comencemos por señalar que los redactores de la Declaración hablan al comienzo de un “derecho a no ser impedido” sin definir un derecho al ejercicio de todo culto.



Monseñor Lefebvre habla de engaño, de la “astucia” de esta actitud, porque “al no poder definir un derecho al ejercicio de todo culto, ya que tal derecho no existe para los cultos erróneos, se las ingeniaron para formular un derecho natural a la sola inmunidad que valga para los adeptos de todos los cultos. Así, todos los «grupos religiosos» (pudoroso calificativo para disimular la Babel de las religiones) gozarían naturalmente de la inmunidad de toda coacción en su culto público a la divinidad suprema (¿de qué divinidad se trata?) y también se beneficiarían del «derecho de no ser impedidos de enseñar y de manifestar su fe (¿qué fe?), públicamente, oralmente y por escrito”[5]…



¿Es imaginable mayor confusión… todos reducidos al mismo pie de igualdad y gozando de todos los derechos…?



Se dice que el Concilio no pide para los adeptos a las falsas religiones el derecho “afirmativo” de ejercer el culto, sino solamente el derecho “negativo” de no ser impedido en el ejercicio público o privado de su culto y que esto entonces no sería sino una generalización de la doctrina clásica de la tolerancia…sin introducir cambios en la enseñanza tradicional de la Iglesia. Veamos si es así.



Esta apelación al derecho negativo equivale aquí a distinguir entre derecho a no ser impedido de hacer y obrar y el derecho de hacer u obrar. Y esta es una distinción sofística, porque, como enseña Santo Tomás, “toda negación se funda en una afirmación”[6]: si se tiene el derecho de no ser impedido (negación), es porque se tiene el derecho de obrar (afirmación). En palabras claras, si se tiene el derecho de no ser obstaculizado en la práctica religiosa (cualquiera que sea) es porque se tiene el derecho de practicarlo…[7]



Cuando esta doctrina se extiende a cualquier religión, el derecho al libre ejercicio privado o público de su culto de enseñar y difundir su doctrina estamos ante una doctrina nueva, falsa y contraria a la enseñanza del Magisterio, pero el Concilio parece no recordar que había afirmado dejar intacta la doctrina tradicional del deber social del hombre y de la misma sociedad para con la verdadera religión.



Sólo la verdad y el bien fundamentan la libertad moral, es decir la facultad de moverse en el bien. Y sólo a ésta le corresponde en el plano social el derecho o facultad de exigir y de ejercer…; por el contrario, el error y el mal no pueden ser reconocidos por la ley como derecho ni del individuo ni de los grupos de individuos.



La Iglesia siempre juzgó que no era lícito que las diversas formas de culto divino gocen del mismo derecho que la verdadera religión, y así Pío IX en su Encíclica Quanta Cura, tenía como opinión errónea la de que “la libertad de conciencia y de cultos es derecho propio de cada hombre, que debe ser proclamado y asegurado por la ley en toda sociedad bien constituida, y que los ciudadanos tienen derecho a una omnímoda libertad, que no debe ser coartada por ninguna autoridad eclesiástica o civil”, y hablaba de los hombres que, “aplicando al Estado el impío y absurdo principio del llamado na­turalismo, tienen la osadía de enseñar que “la forma más perfecta del Estado y el progreso civil exigen imperiosamente que la Socie­dad humana sea constituida y gobernada sin consideración a la religión, y como si ésta no existiera, o por lo menos, sin hacer diferencia alguna entre la verdadera religión y las religiones falsas”. Y contradiciendo la doctrina de la Sagrada Escritura, de la Iglesia y de los Santos Padres, no temen afirmar que “el mejor gobierno es aquel en el que no se reconoce al poder político la obligación de reprimir con sanciones penales a los violadores de la religión católica, salvo cuando la tranquilidad pública asi lo exija”. De esta idea absolutamente falsa del régimen político pasan sin escrúpulo a defender aquella teoría errónea, fatal para la Iglesia católica y la salvación de las almas, que nuestro predecesor, de feliz memoria, Gregorio XVI llamaba locura, esto es, “que la libertad de conciencia y de cultos es un derecho libre de cada hombre, que debe ser proclamado y garantizado legalmente en todo Estado bien cons­tituido y que los ciudadanos tienen derecho a la más absoluta liber­tad para manifestar y defender públicamente sus opiniones, sean las que sean, de palabra, por escrito o de otro modo cualquiera, sin que la autoridad eclesiástica o la autoridad civil puedan limitar esta libertad”. Ahora bien, al sostener estas afirmaciones temera­rias, no consideran que proclaman una libertad de perdición; y que “si se permite siempre la libre manifestación de cualesquiera opiniones humanas, nunca faltarán hombres que se atrevan a com­batir la verdad, y a poner su confianza en la garrulería de la sabiduría humana [ad. mundana]; espejismo totalmente perjudicial, que la fe y la sabiduría cristiana deben evitar cuidadosamente, de acuerdo con las enseñanzas de Nuestro Señor Jesucristo”.



El mismo Papa, en su Syllabus o catálogo de proposiciones erróneas y condenadas, incluía la siguiente: “15. Todo hombre es libre en abrazar y profesar la religión que, guiado por la luz de la razón, tuviere por verdadera (8 y 26)”.



Algunos años después, en la Encíclica Libertas el mismo León XIII afirmará que: “no es en manera alguna lícito pedir, defender ni conceder la…promiscua libertad de cultos, como otros tantos derechos que la naturaleza haya dado al hombre”.



Pío XII será mas claro; en un Congreso de juristas católicos italianos recordará este principio incontestable: “Ninguna autoridad humana, ningún Estado, ninguna comunidad de Estados, sea el que sea su carácter religioso, pueden dar un mandato positivo, o una positiva autorización de enseñar o de hacer lo que sería contrario a la verdad religiosa o al bien moral,…lo que no corresponde a la verdad y a la norma moral no tiene objetivamente derecho alguno ni a la existencia, ni a la propaganda ni a la acción”, y el “no impedirlo por medio de leyes estatales y de disposiciones coercitivas puede, sin embargo, hallarse justificado por el interés de un bien superior y mas universal”. Es el admitido principio de “tolerancia de los falsos cultos” sin concederle nunca el carácter de derecho, que León XIII[8], había admitido como doctrina verdadera en el siglo anterior: “si las circunstancias lo exigen, se pueden tolerar las desviaciones a la regla cuando estas son introducidas con vistas a evitar más grandes males, sin elevarlas aún así a la dignidad de derechos, visto que no puede haber ningún derecho contra las eternas leyes de justicia”, añadiendo: “Plazca Dios que esas verdades fueran comprendidas por aquellos que se ufanan de ser católicos adhiriendo muy obstinadamente a la libertad de consciencia, a la libertad de cultos, a la libertad de prensa y a otras libertades de la misma especie decretadas a fin del último siglo por los revolucionarios y constantemente reprobadas por la Iglesia; por aquellos que adhieren a esas libertades no sólo en tanto pueden ser toleradas sino en tanto que habría que considerarlas como derechos, favorecerlas y defenderlas como necesarias a la condición presente de las cosas y a la marcha del progreso, como si todo lo que es opuesto a la verdadera religión, todo lo que atribuye al hombre la autonomía y todo lo que lo emancipa de la autoridad divina, todo lo que abre el amplio camino a todos los errores y a la corrupción de las costumbres, pudiera dar a los pueblos la prosperidad, el progreso y la gloria”.



C) La no confesionalidad del Estado.



El Concilio entra una vez más en contradicción consigo mismo en este tema, porque si es cierto que se “deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo”, no otorga a ésta el derecho natural y primordial de un reconocimiento especial de parte del Estado, ni siquiera aún en una nación en su mayoría católica.



Este deber moral de la sociedad y de la misma autoridad política, suponía en la doctrina católica:



a) reconocer a la religión Católica como la única religión del Estado, con exclusión de cualquier otro culto;



b) honrar a Dios por el culto publico de la religión Católica;



c) conformar sus leyes a las leyes positivas de Dios y de su Iglesia, a la ley natural;



d) procurar el bien común de manera que no sólo se evite todo aquello que sea nocivo a la libertad de la Iglesia, sino que también se favorezca positivamente el bien de la misma;



e) proteger esta plena libertad de la Iglesia, no impedirle, antes bien ayudarla a cumplir íntegramente con su misión, sea en el ejercicio de su magisterio, sea en el orden del culto, sea en la administración de los sacramentos y el cuidado pastoral de los fieles…



f) reglamentar y moderar las manifestaciones públicas de otros cultos;



g) defender a los ciudadanos contra la difusión de falsas doctrinas que, a juicio de la Iglesia, ponen en peligro su salvación eterna[9].



h) excluir de su legislación, del gobierno y de la actividad pública todo lo que a su juicio pudiera impedir a la Iglesia alcanzar su fin eterno;



i) Facilitar la vida fundada sobre principios cristianos y conformes al fin último para el cual Dios creó al hombre.





Estos principios, contenidos en el esquema presentado por Ottaviani, representaban la doctrina católica, y ninguno de ellos se menciona siquiera remotamente en la “Dignitatis humanæ”.



En realidad, la declaración acabó en la práctica con el principio de los Estados confesionales católicos que habían hecho posible – dentro de lo que pude ser en el estado de naturaleza caída de la humanidad – la felicidad de muchas naciones…



Es cierto que la “D. H.” afirma que “ante la sociedad humana y ante todo poder público, la Iglesia reivindica la libertad de culto a título de autoridad espiritual instituida por Cristo y encargada por mandato divino de ir por el mundo a predicar el Evangelio a toda criatura”, y que “reivindica igualmente la libertad en tanto asociación de hombres que tienen el derecho de vivir dentro de la sociedad civil según los preceptos de la fe cristiana”, pero no extrae las necesarias consecuencias de lo primero, es decir de someter las naciones a la ley de Cristo – “id y bautizad a todas las naciones, el que creyere se salvará, el que no se condenará…” –, ni tampoco se reconoce como sociedad divina y perfecta, sino que se pone de hecho en el rango de una asociación de hombres…



La declaración en suma acepta un principio ya condenado por la Iglesia misma en el pasado, el de quedar reducida y sometida al “derecho común” del Estado, insinuando la posibilidad de un reconocimiento especial de las leyes, pero inmediatamente queda claro que no se debe impedir la libertad de las demás religiones: “Si, consideradas las circunstancias peculiares de los pueblos, se da a una comunidad religiosa un especial reconocimiento civil en la ordenación jurídica de la sociedad, es necesario que a la vez se reconozca y respete el derecho a la libertad en materia religiosa a todos los ciudadanos y comunidades religiosas".



En síntesis, propone sin decirlo, la separación de Iglesia y Estado, un Estado indiferente, ateo, un estado laico o laicista…, que dialoga y otorga iguales derechos a todas las religiones, porque tales principios llevan necesariamente tales conclusiones.



Esta es una de las “bombas de tiempo” denunciadas en su momento por Monseñor Lefebvre y que han ido “explotando” en el tiempo posconciliar: pasajes, términos ambiguos, omisiones, que abrieron las puertas a la doctrina heterodoxa y ya condenada de la no confesionalidad católica del Estado.



Para tratar de escapar de estas condenas se hablará de laicidad del Estado, de una sana y positiva laicidad que no niega lo absoluto y se abre a lo trascendente…:



Juan Pablo II[10], comenzará hablando de un laicismo[11] no compatible con la libertad religiosa y que es “restricción de la libertad religiosa hasta promover un desprecio o ignorancia de lo religioso, relegando la fe a la esfera de lo privado”, y de una laicidad como “un lugar de comunicación entre las diversas tradiciones espirituales y la nación, en una sociedad pluralista”.



Benedicto XVI, en Turquía, ante el Cuerpo diplomático[12] señalará que este país optó “por un régimen de laicidad, distinguiendo claramente la sociedad civil y la religión, a fin de permitir que cada una sea autónoma en su ámbito propio, respetando siempre la esfera de la otra”.



Las conclusiones de estos principios son expuestas ante el Presidente de Italia: “las relaciones entre la Iglesia y el Estado italiano están basadas en el principio enunciado por el Concilio Vaticano II, según el cual «la comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre,… parece legítima y provechosa sana laicidad del Estado,…una «laicidad positiva», que garantice a cada ciudadano el derecho de vivir su propia fe religiosa con auténtica libertad, incluso en el ámbito público”.



En septiembre de este año (2008), en su viaje a Francia, irá más lejos en sus conclusiones: “la laicidad, de por sí, no está en contradicción con la fe. Diría incluso que es un fruto de la fe, puesto que la fe cristiana, desde sus comienzos, era una religión universal y, por tanto, no identificable con un Estado; es una religión presente en todos los Estados y diferente de cada Estado. Para los cristianos ha sido siempre claro que la religión y la fe no están en la esfera política, sino en otra esfera de la vida humana... La política, el Estado no es una religión, sino una realidad profana con una misión específica”.



Y en su viaje a EEUU, propondrá esta laicidad como modelo de las naciones europeas: “lo que me encanta de EU es que comenzó con un concepto positivo de laicidad… querían tener un Estado laico, secular, que abriera posibilidades a todas las confesiones… Así nació un Estado voluntariamente laico… [que] debía ser laico precisamente por amor a la religión en su autenticidad, que sólo se puede vivir libremente…, modelo fundamental digno de ser tenido en cuenta también en Europa”.



Pero por cierto que no parece seguro para el Papa que esta nueva doctrina sea evidente. Así ante delante del presidente de Francia dirá que “es cada vez más necesaria una nueva reflexión sobre el significado auténtico y sobre la importancia de la laicidad. En efecto, es fundamental insistir en la distinción entre el ámbito político y el religioso para tutelar tanto la libertad religiosa de los ciudadanos”.



Bien interesante son las expresiones que utiliza en un discurso a un Congreso internacional de Juristas Católicos[13] reunidos para debatir el tema de “la laicidad y las laicidades”. Allí dirá: “Basándose en estas múltiples maneras de concebir la laicidad, se habla hoy de pensamiento laico, de moral laica, de ciencia laica, de política laica. En efecto, en la base de esta concepción hay una visión a-religiosa de la vida, del pensamiento y de la moral, es decir, una visión en la que no hay lugar para Dios, para un Misterio que trascienda la pura razón, para una ley moral de valor absoluto, vigente en todo tiempo y en toda situación. Solamente dándose cuenta de esto se puede medir el peso de los problemas que entraña un término como laicidad, que parece haberse convertido en el emblema fundamental de la posmodernidad, en especial de la democracia moderna. Por tanto, todos los creyentes, y de modo especial los creyentes en Cristo, tienen el deber de contribuir a elaborar un concepto de laicidad que, por una parte, reconozca a Dios y a su ley moral, a Cristo y a su Iglesia, el lugar que les corresponde en la vida humana, individual y social, y que, por otra, afirme y respete "la legítima autonomía de las realidades terrenas", entendiendo con esta expresión -como afirma el concilio Vaticano II- que "las cosas creadas y las sociedades mismas gozan de leyes y valores propios que el hombre ha de descubrir, aplicar y ordenar paulatinamente" (Gaudium et spes, 36)”.



Pretender una distinción entre laicismo y laicidad, entre laicidad y sana laicidad o laicidad positiva, no son sino sofismas con los que se busca escapar a las condenas del pasado:



León XIII había condenado esta doctrina “como liberalismo de tercer grado: aquel en que la ley divina alcanza sólo la vida y conducta particular, pero no la vida del Estado, de lo que brota la perniciosa consecuencia de la separación de Iglesia y Estado, contraria a la naturaleza misma que pide a la sociedad proporcione medios para vivir según la ley de Dios”[14].



Igualmente lo hizo Pío XII: allí “donde el Estado se ajusta por completo a los prejuicios del llamado laicismo – fenómeno que cada día adquiere más rápidos progresos y obtiene mayores alabanzas – y donde el laicismo logra substraer al hombre, la familia y al Estado del influjo benéfico y regenerador de Dios y de la Iglesia [católica], se sigue que aparezcan señales cada vez más evidentes y terribles de la corruptora falsedad del viejo paganismo”[15].



Pío XI, en su lamentablemente olvidada encíclica “Quas Primas” decía de él: “Lo que llamamos la peste de nuestros tiempos es el laicismo, sus errores y sus tentativas impías. Ustedes saben, Venerables Hermanos, que ese flagelo no ha madurado en un día, anidaba en lo más profundo de las sociedades. Se comenzó por negar el poder de Cristo sobre todas las naciones; se denegó a la Iglesia un derecho derivado del derecho del mismo Cristo, el de enseñar al género humano, aplicar sus leyes, dirigir a loa pueblos, conducirlos a la beatitud eterna. Entonces la religión de Cristo fue poco a poco tratada como igual a los falsos cultos y ubicada con una chocante indiscreción sobre el mismo nivel (…) Los frutos amargos que produjo tan a menudo y tan largo tiempo semejante separación de los individuos y los pueblos con Cristo, Nosotros los hemos deplorado en la Encíclica “Ubi arcano” y los deploramos hoy de nuevo”.



“Oportet Illium regnare”, decía San Pablo (I Cor. XIII, 15), Cristo Rey recordará siempre a los Estados que los magistrados y los gobernantes están obligados, tanto como los ciudadanos, a rendir a Cristo un culto público y a obedecer sus leyes (…) Pues su realeza exige que el Estado entero se rija por los mandamientos de Dios y los principios católicos tanto en la legislación como en la manera de hacer justicia, y en la formación de la juventud en una doctrina sana y en una buena disciplina de las costumbres.




D) No intervención del Estado en favor de la verdadera religión.



Si el Estado no puede ser confesional menos tendrá derecho / deber de defender la religión católica.



Por eso la “Dignitatis Humanæ” dice que “la protección y promoción de los derechos inviolables del hombre es un deber esencial de toda autoridad civil. Debe, pues, la potestad civil tomar eficazmente a su cargo la tutela de la libertad religiosa de todos los ciudadanos…”, y “proveer a que la igualdad jurídica de los ciudadanos…, jamás, ni abierta ni ocultamente, sea lesionada por motivos religiosos, y a que no se haga discriminación entre ellos”. Y todavía señala que “la autoridad civil, cuyo fin propio es velar por el bien común temporal,…excede su competencia si pretende dirigir o impedir los actos religiosos”.



Sin ninguna distinción necesaria entre la verdad y el error, entre la verdadera y las falsas religiones, todos por igual según el Concilio tienen derecho a ser protegidos por las leyes del Estado.



El Magisterio católico por medio de León XIII enseñaba en cambio: “prohíbe la justicia, y védalo también la razón que el Estado sea ateo o, lo que viene a parar en el ateísmo, que se comporte de igual modo con respecto a las varias que llaman religiones concediendo a todas indiferentemente los mismos derechos”[16], y en otra encíclica señalaba las rigurosas obligaciones del Estado en el tema religioso: “El Estado tiene el deber de cumplir por medio del culto público las numerosas e importantes obligaciones que lo unen con Dios…, tiene la estricta obligación de admitir el culto divino en la forma con que el mismo Dios ha querido que se le venere. Es, por tanto, obligación grave de las autoridades honrar el santo nombre de Dios. Entre sus principales obligaciones deben colocar la de favorecer la religión [católica], defenderla con eficacia, ponerla bajo el amparo de sus leyes, no legislar nada que sea contrario a la incolumidad de aquélla…, dé todas las facilidades a los ciudadanos para el logro del sumo bien…, la primera y principal [de las cuales] consiste en procurar una inviolable y santa observancia de la religión, cuyos deberes unen al hombre con Dios”[17].



Más todavía, “Iglesia y Estado son dos cosas inseparables por naturaleza” recordaba el mismo Sumo Pontífice, y añadía que “entre ambas potestades es necesario que exista una ordenada relación unitiva comparable a la que se da en el hombre entre el alma y el cuerpo”[18].



Y Sto. Tomás, tomando esta analogía con el alma y el cuerpo, nos daba el orden de esta subordinación: “la potestad secular está sometida a la espiritual como el cuerpo al alma; y por esto no hay juicio usurpado si un prelado espiritual se entromete en las cosas temporales en cuanto a aquellos asuntos en que la potestad secular le está sometida, o a los que la potestad secular deja a su cuidado”[19].



Y al dar consejos sobre como debe gobernar un príncipe cristiano, añade: “El fin de la muchedumbre asociada es vivir virtuosamente, pues que los hombres se unen en comunidad civil a fin de obtener de ella la protección para vivir bien, y el vivir bien para el hombre no es otra cosa que vivir según la virtud. Mas este fin no puede absolutamente ser el último. Puesto que el hombre, atendida su alma inmortal está destinado a la bienaventuranza eterna, y la sociedad instituida en provecho del hombre, no puede prescindir de aquello que es su bien supremo. No es pues, el último fin de la asociación humana la vida virtuosa, sino el llegar por medio de una vida de virtudes a la felicidad sempiterna. Ahora bien, el que guía y conduce a la consecución de la eterna bienaventuranza no es otro que Jesucristo, el cual encomendó este cuidado acá en la tierra, no a los príncipes seculares, sino al sacerdocio por El instituido y principalmente al Sumo Sacerdote, a su vicario el Romano Pontífice. Luego al sacerdocio cristiano, y principalmente al Romano Pontífice, deben estar subordinados todos los gobernantes civiles del pueblo cristiano. Pues a aquel a quien pertenece el cuidado del fin último, deben estar subordinados aquellos a quienes pertenece el cuidado de los fines próximos e intermedios”[20].



Esto no era sino la doctrina de siempre de la Iglesia: “¿Cómo sirven a Dios, dice San Agustín, los reyes, sino prohibiendo y castigando con religiosa severidad lo que se ejecuta contra los mandamientos de Dios? El emperador, como hombre, tiene su modo de servir; pero el modo de servirle como rey es distinto. Por ser hombre, le sirve con una vida fiel; por ser rey, sancionando con rigor conveniente las leyes que ordenan cosas justas y prohíben las contrarias. Así le sirvió Ezequías, destruyendo las arcas y los templos de los ídolos y aquellos más altos que fueron erigidos contra los preceptos de Dios. Así le sirvió Josías, haciendo las mismas cosas. Así le sirvió el rey de Nínive, obligando a toda la ciudad a aplacar al Señor...Así le sirvió Nabucodonosor, prohibiendo con una ley terrible a todos los que en su reino blasfemasen contra Dios”[21].



Sólo estas últimas citas darían para toda una serie de conferencias sobre las relaciones entre el Estado y la Iglesia, pero bastan una vez más para repetir que no hay ninguna continuidad del Concilio con la tradición de la Iglesia…en este tema.





IV. Conclusión:



Esta concepción de la libertad religiosa tiene una sola explicación: el nuevo humanismo que nos trajo el Concilio.



Cuando Juan XXIII convoca al Concilio señala “la grave crisis de la humanidad… y el nuevo orden que se está gestando, un orden temporal que se quiere organizar prescindiendo de Dios”.



Frente a este estado de la humanidad, el Papa propondrá como objetivo del Concilio “hacer que los hombres acojan con mayor solicitud el anuncio de la salvación, prepara y consolida ese camino hacia la unidad del género humano, que constituye el fundamento necesario para que la ciudad terrenal se organice a semejanza de la ciudad celeste”.



Nunca se había enseñado en el pasado que la expansión de la Iglesia en este mundo necesitara de dicho fundamento, tanto más que la consecución de la unidad del género humano –uni­dad afirmada simpliciter por el Papa – es una idea masónica y laicista del siglo XVIII, una componente esencial de la religión de la Humanidad, no de la religión católica. Y esto lo hará a través de la “dignidad humana”, y de su libertad como valor supremo.



Pablo VI lo dirá en el sermón de clausura cuando, - como él mismo lo reconoce – era el momento de decir “qué ha sido el Concilio”: “Vosotros, humanistas modernos, que renunciáis a la trascendencia de las cosas supremas, conferidle siquiera este mérito y reconoced nuestro nuevo humanismo: también nosotros – y más que nadie – somos promotores del hombre”[22]. Y la finalidad declarada del humanismo es la promoción de la dignidad humana en sí misma, y de sus derechos fundamentales, el primero de los cuales dirán los papas conciliares, es la libertad religiosa.



El Papa insiste en esa misma ocasión: “Nuestro humanismo se hace cristianismo, nuestro cristianismo se hace teocéntrico; tanto que podemos afirmar también: para conocer a Dios es necesario conocer al hombre. ¿Estaría destinado entonces este Concilio, que ha dedicado al hombre principalmente su estudiosa atención, a proponer de nuevo al mundo moderno la escala de las liberadoras y consoladoras ascensiones? ¿No sería, en definitiva un simple, nuevo y solemne enseñar a amar al hombre para amar a Dios? Amar al hombre — decimos —, no como instrumento [medio], sino como primer término [fin] hacia el supremo término trascendente, principio y razón de todo amor, y entonces este Concilio entero se reduce a su definitivo significado religioso, no siendo otra cosa que una potente y amistosa invitación a la humanidad de hoy a encontrar de nuevo, por la vía del amor fraterno, a Dios”[23].



El primer valor que la “Dignitatis huamanæ” y todo el pensamiento conciliar va a destacar es la dignidad del «hombre nuevo», y su libertad.



Ciertamente el Concilio tomó la promoción del hombre y de su libertad como fin en sí mismo, porque en caso contrario no podría haber sentido inmensa simpatía sino horror al encontrarse con la religión del hombre que se hace Dios: “La religión del Dios que se ha hecho hombre, se ha encontrado con la religión — porque tal es — del hombre que se hace Dios. ¿Qué ha sucedido? ¿Un choque, una lucha, una condenación? Podía haberse dado, pero no se produjo. La antigua historia del samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio. Una simpatía inmensa lo ha penetrado todo”[24].



Juan Pablo II, lo dirá abiertamente en su discurso en las Naciones Unidas en 1995: “Señoras y señores, la libertad es la medida de la dignidad y de la grandeza del hombre. Vivir la libertad que los individuos y los pueblos buscan es un gran desafío para el crecimiento espiritual del hombre y para la vitalidad moral de las Naciones”[25].



Como se ve, la corrupción de los conceptos verdaderamente católicos, y aun del mero sentido común, ha sido vasta, minuciosa y sistemática.



Los textos de la declaración “Dignitatis Huamanæ” y su comparación con el Magisterio precedente y una sana filosofía son prueba impresionante de la decadencia intelectual (y no sólo intelectual) de la jerarquía católica, contra la cual lucharon en vano los Papas hasta Pío XII, así como la parte sana de la jerarquía durante el concilio, y es una muestra más del giro antropocentrista en la Iglesia católica a partir y por el Concilio: “tenemos confianza en el hombre, Nos creemos en ese fondo de bondad que está en el fondo de cada corazón… La Iglesia católica, después del nuevo impulso de su «aggiornamento» conciliar, va al encuentro de ese mismo hombre al que vosotros ambicionáis servir”, decía Pablo VI en Sydney en una declaración ante periodistas…



Por eso resulta imposible que acepte el Vaticano II quien se dé cuenta de su diabólica entretejedura de contradicciones, ambigüedades y errores, apenas velada por homenajes a la Tradición (homena­jes nada más que de forma, o carentes, en cualquier caso, de influencia respecto de las novedades introducidas), supuesto que desee mantenerse fiel a la Iglesia.



Lo cierto es que la crisis actual de la Iglesia tiene su raíz en el Concilio, aunque no nos toca a nosotros determinar el modo cómo se ha de dar solución a esto.



Sí podemos y debemos, en cambio, hacer nuestros aquellos consejos dados hace muchos siglos por San Vicente de Lerins: “cuando una novedad herética amenaza contagiar, no a un pequeño grupo, sino a la Iglesia entera, todo cristiano deberá adherirse a la antigüedad, la que no puede evidentemente ser alterada nueva mentira. En la Iglesia católica hay que poner cuidado para mantener lo que ha sido creído en todas partes, siempre y por todos”.

Notas al pie
[1] “Discurso al Centro italiano de Estudios para la reconciliación internacional”, del 13 de octubre de 1955.
[2] De Ver. 24, a.3; I, q.83, a.4, I, q.62, a.8, ad 3.
[3] Cf. Sto. Tomás, Summa Thelogica II-II, q. 81, a. 6 c.
[4] “La superstición consiste en una profesión de infidelidad por medio del culto visible” (S. T.)
[5] Monseñor M. Lefebvre en “Le Destronaron”, pág. 229
[6] “De Malo”, q. 2, a. 1 ad 9.
[7] Y esto, que no se habían atrevido a decir explícitamente entonces, lo dirán repetidamente todos los Papas después del Concilio en los documentos de magisterio postconciliar: J. P. II, en la India: “la libertad es la prerrogativa más noble de la persona humana, y una de las principales exigencias de la libertad es el libre ejercicio de la religión en la sociedad…, la libertad religiosa ocupa el centro de los derechos humanos. Es inviolable hasta el punto de exigir que se reconozca a la persona incluso la libertad de cambiar de religión, si así lo pide su conciencia” (Discurso a líderes religiosos en lab India”, 12/11/1999, “L’Osservatore” p. 5);
[8] En la carta Dum civilis societas, del 1º de febrero de 1895, al Sr. Charles PERRIN, profesor de economía política en Lovaina.
[9] Esquema de Ottaviani sobre las relaciones Iglesia-Estado: “Así pues, de igual manera que el poder civil cree estar en derecho de proteger la moralidad pública, así también, a fin de proteger a los ciudadanos contra las seducciones del error, de guardar la Ciudad en la unidad de la fe, que es el bien supremo y la fuente de numerosos beneficios, aún temporales, el poder civil puede, por sí mismo, regular y moderar las manifestaciones públicas de los otros cultos y defender a los ciudadanos contra la difusión de las falsas doctrinas que, a juicio de la Iglesia, ponen en peligro su eterna salvación”.
[10] Discurso de enero de 2004 al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, hablará de el principio de laicidad del Estado: “Se invoca a menudo el principio de la laicidad, de por sí legítimo, si se entiende como la distinción entre la comunidad política y las religiones (cf. Gaudium et spes, 76). Sin embargo, distinción no quiere decir ignorancia. Laicidad no es laicismo. Es únicamente el respeto de todas las creencias por parte del Estado, que asegura el libre ejercicio de las actividades del culto, espirituales, culturales y caritativas de las comunidades de creyentes. En una sociedad pluralista, la laicidad es un lugar de comunicación entre las diversas tradiciones espirituales y la nación. Las relaciones entre la Iglesia y el Estado, por el contrario, pueden y deben llevar a un diálogo respetuoso, portador de experiencias y valores fecundos para el futuro de una nación. Un sano diálogo entre el Estado y las Iglesias -que no son adversarios sino interlocutores- puede, sin duda, favorecer el desarrollo integral de la persona humana y la armonía de la sociedad”.
[11] Discurso a los Obispos españoles en visita “ad limina” en enero de 2005: “En el ámbito social se va difundiendo también una mentalidad inspirada en el laicismo, ideología que lleva gradualmente, de forma más o menos consciente, a la restricción de la libertad religiosa hasta promover un desprecio o ignorancia de lo religioso, relegando la fe a la esfera de lo privado y oponiéndose a su expresión pública. Esto no forma parte de la tradición española más noble, pues la impronta que la fe católica ha dejado en la vida y la cultura de los españoles es muy profunda para que se ceda a la tentación de silenciarla. Un recto concepto de libertad religiosa no es compatible con esa ideología, que a veces se presenta como la única voz de la racionalidad. No se puede cercenar la libertad religiosa sin privar al hombre de algo fundamental”.
[12] Discurso ante el Cuerpo diplomático acreditado en Turquía del 28 de noviembre de 2006: “Turquía, que desde siempre se encuentra en una situación de puente entre Oriente y Occidente, entre el continente asiático y el europeo, de encrucijada de culturas y religiones, se dotó en el siglo pasado de medios para convertirse en un gran país moderno, especialmente optando por un régimen de laicidad, distinguiendo claramente la sociedad civil y la religión, a fin de permitir que cada una sea autónoma en su ámbito propio, respetando siempre la esfera de la otra. El hecho de que la mayoría de la población de este país sea musulmana constituye un elemento significativo en la vida de la sociedad, que el Estado no puede menos de tener en cuenta, pero la Constitución turca reconoce a cada ciudadano los derechos a la libertad de culto y a la libertad de conciencia. En todo país democrático corresponde a las autoridades civiles garantizar la libertad efectiva de todos los creyentes y permitirles organizar libremente la vida de su propia comunidad religiosa. Como es obvio, deseo que los creyentes, independientemente de la comunidad religiosa a la que pertenezcan, sigan beneficiándose de esos derechos, con la certeza de que la libertad religiosa es una expresión fundamental de la libertad humana y de que la presencia activa de las religiones en la sociedad es un factor de progreso y de enriquecimiento para todos”.
[13] Discurso del 9 de diciembre de 2006.
[14] León XIII, encíclica “Libertas”.
[15) Pío XII en “Summi Pontificatus”.
[16] León XIII, en su encíclica “Libertas”.
[17] “Inmortale Dei”.
[18] Ídem nota anterior.
[19] II-II, q. 60, a.6, 3ª obj.
[20] “De Regimine Principum”, L. I, cap. 14.
[21] San Agustín en su “Epístola a Bonifacio” nº 185, cap. V, nº 19, en “Obras de san Agustín”, Cartas (2º), t.XIa, edit. BAC, pág. 465.
[22] Alocución de clausura del Concilio, del 7 de diciembre de 1965.
[23] Ídem nota anterior.
[24] Ídem ….
[25] “L’Osservatore Romano” del 13 de octubre de 1995, pág. 8.



Tomado de Doctrina Tradicional, del amigo Cruzamante


jueves, 20 de agosto de 2009


El post-concilio y la descristianización de España

por José Miguel Gambra


El Concilio, con sus doctrinas de libertad religiosa, de ecumenismo y de colegialidad, versión religiosa de la libertad, igualdad y fraternidad2, ha conmovido a la Iglesia, de una manera sólo comparable con la transformación producida por la Revolución Francesa en el Antiguo Régimen. La primera consecuencia de estas doctrinas y, sin duda, la más importante, se halla en su capacidad de infectar el alma del creyente, substituyendo la adhesión incondicional del alma a las verdades de la fe por una creencia subjetiva, u opinión, que conlleva, por su propio carácter, la posibilidad de otros puntos de vista igualmente válidos. Esta consecuencia, que produce una inclinación hacia el escepticismo religioso, o hacia el indiferentismo, ha tenido a su vez enormes efectos, cuya amplitud no es fácil valorar. Esa vertiente relativista es la que se halla a la base de la disminución del número de creyentes en el mundo occidental, de la disminución terrible de las vocaciones, de la secularización masiva del clero y de los religiosos etc.. Sin embargo, este poder de infección, por cuanto obra desde el interior de los individuos, ha tenido un efecto común en todos los países y en todas las comunidades católicas, aunque de manera diferente en función, entre otras cosas, de la idiosincrasia propia de cada pueblo. En este sentido, quizá, el Concilio ha tenido una repercusión menos profunda entre los españoles, ya que éstos poco acostumbrados a examinar la coherencia interna de su fe, han tendido a mantenerla -aun dentro de su contradicción- con mayor firmeza que en otros lugares.



El hombre tiene una naturaleza social en todas las dimensiones de su ser, de manera que incluso la fe, en la mayoría de los hombres, sobrevive y florece más abundantemente cuando se desarrolla en el seno de una comunidad católica. Pues bien, en la dimensión social y política es donde el Concilio ha producido un efecto más devastador en España. En efecto, no es necesario detenerse a demostrar que la organización social y política de España está completamente descristianizada; lo está incluso mucho más que en otros países occidentales. Recordemos solamente las leyes del divorcio, del aborto, de la manipulación genética, la ley del matrimonio entre homosexuales y de la eutanasia, que el partido socialista ha ampliado, promulgado o tiene intención de hacerlo ; recordemos las leyes sobre la enseñanza que impiden, mucho más que en Francia por ejemplo, la libertad de enseñanza para los católicos; recordemos la repugnante televisión española, sus películas llenas de blasfemias, la pornografía sin frenol; recordemos, en fin, la actitud, los discursos y la propaganda decididamente laicista y anticatólica del gobierno actual. Esta sociedad, escandalosa incluso para países de tradición liberal y protestante, como los Estados Unidos, ha surgido en pocos decenios de la casi única sociedad que gozaba de una unidad católica aplastante, cuyo gobierno era confesionalmente católico y en la cual no había lugar para la libertad de cultos y la propaganda por parte de los incrédulos; donde se enseñaba la religión católica en todas las escuelas y donde la pornografía estaba completamente prohibida. ¿Cómo una sociedad puede ser corrompida de manera tan profunda, y en tan poco tiempo, sin que una guerra, una invasión o algún otro cataclismo haya intervenido? La explicación es bien fácil y simple: es la Iglesia, la Iglesia del Vaticano II, la que ha producido la descristianización de España. No hay que buscar otra causa más directa. Este curioso fenómeno, tan particular, casi único en el mundo y en la historia, es de lo que entiendo que debo hablar aquí pues seguramente esta es la razón por la cual los organizadores de este congreso han querido que se hable de España.

Hay que hacer un poco de historia para comprender la posición de España antes del Concilio. España ha sido seguramente uno de los países más católicos de Europa en los tiempos llamados modernos. Ha sido, al mismo tiempo, freno del protestantismo y del imperio turco; ha evangelizado América y otros lejanos países. Y, aunque las guerras que ha hecho en defensa de la cristiandad han acabado mal, aunque, a partir de la paz de Westfalia, ha tenido que encerrarse progresivamente dentro de ella misma, de manera que su presencia en Europa se fue contrayendo, hasta su casi completa desaparición del concierto de naciones durante el siglo XIX; a pesar de todo ello, ha mantenido su fe católica, como elemento sustancial de su alma comunitaria y como fundamento de su unidad. Verdad es, con todo, que las capas sociales más distinguidas han soportado mal el peso de este confinamiento y han intentado, durante el siglo XVIII, introducir las ideas de la Ilustración e, inficionadas de ideas revolucionarias, han controlado la política durante todo el siglo XIX. Pero todo este fenómeno ha sido, si puede decirse, epidérmico en el cuerpo social de España. Las guerras más importantes que España ha sufrido en estos dos últimos siglos son buena prueba de ello, pues no cabe comprenderlas más que como sublevaciones populares contra las ideas revolucionarias. En cierta medida, la guerra contra la Convención podía inscribirse ya en el rosario de esas guerras religiosas. También la guerra de 1821, la primera guerra civil de España, tenía un origen popular contra la instauración de la constitución liberal hecha nacida del levantamiento de Riego. Pero son sobre todo las guerras carlistas son testimonio de la separación entre la oligarquía cortesana y el catolicismo popular. Estas guerras tenían una vertiente dinástica, pero ésta no era más que una anécdota por relación a sus motivaciones ideológicas profundas: la lucha contra el liberalismo y las llamadas libertades modernas. Para convencerse de ello, he elegido dos textos, lejanos en el tiempo, de los miembros de la dinastía carlista; uno de ellos es de la Princesa de Beira3, que decía:

    Ténganse allá otras naciones con sus constituciones sus leyes y sus costumbres, y no pretendan neciamente plantar y hacer fructificar igualmente la misma planta en diferentes climas, pues en éste morirá lo que en otro prospere; la planta de nuestra nacionalidad tiene aquellas tres profundas raíces: religión, patria y rey; y si a estas queremos sustituir con las contenidas en la fementida fórmula francmasónica: libertad, igualdad, fraternidad, entonces no mejoramos la planta, sino que la destruimos.

El otro pertenece al rey Alfonso Carlos, con ocasión de la constitución republicana de 1931:

    Católico sin distingos, como lo fueron siempre todos los de mi familia, yo proclamo (… ) todos los derechos de la Iglesia Católica, tales como corresponden a su soberanía espiritual perfectamente indiscutible en el seno de un pueblo como el nuestro, el más católico de todos los pueblos de la tierra, y, por lo mismo, rechazo con todas las fuerzas de mi alma el principio de la libertad de cultos consignada en la Constitución4.

Las armas no fueron favorables a este movimiento popular durante todo el siglo XIX; mas no por ello desapareció. El carlismo sobrevivió a la última de las guerras carlistas con una vitalidad muy grande, a veces como partido parlamentario, a veces sólo como organización más o menos tolerada por los gobiernos liberales, progresistas o moderados. Su constancia se vio recompensada en la guerra de 1936, en la cual los carlistas tuvieron una participación decisiva con sus 100.000 voluntarios. Esta participación le permitió, ya durante la preparación de la sublevación con otras fuerzas políticas y militares, poner las condiciones que dieron un tono fundamentalmente religioso a esta conflagración. Ya durante la guerra, el gobierno de Franco recibió la influencia de diferentes fuerzas políticas constitutivas del frente nacional y de las tendencias políticas de moda en toda Europa. En el terreno de la política, el caudillo se inclinó decididamente a favor de los falangistas, del fascismo italiano y del nacional-socialismo germánico, lo cual tuvo por consecuencia la ilegalización de los tradicionalistas durante todo el régimen. Sin embargo, éstos mantuvieron su existencia como Comunión Tradicionalista, y ejercieron una influencia oficiosa en el gobierno que nombraba ministros tradicionalistas como, por ejemplo, el conde de Rodezno. Gracias a esa influencia se produjo la inclusión de la confesionalidad del Estado entre los Principios del Movimiento. En efecto, el segundo de estos principios establece la sumisión del Estado a la Iglesia y la verdad de la religión católica. Y lo establece no como un hecho sociológico, ni como un acuerdo nacido de un pacto constitucional, sino como una verdad sin más:

    La nación española considera que es un título de gloria su sumisión a la ley de Dios, conforme a la doctrina de la Iglesia Católica y Romana, que es la única verdadera y que es la sede inseparable de la conciencia nacional que inspirará su legislación

De igual manera es evidente la inspiración tradicionalista sobre el artículo 6 del Fuero de los Españoles, que dice lo siguiente:

    La profesión y la práctica de la religión católica, que es la del Estado Español, gozará de la protección oficial. Nadie podrá ser molestado por sus creencias religiosas ni en el ejercicio privado del culto. No se permitirán ninguna ceremonia pública más que las que la religión católica.

Y es evidente esa influencia porque ninguna de las otras fuerzas que se integraron en el Levantamiento del 36 había nunca defendido, con esa nitidez, la unidad católica y la confesionalidad del Estado. Estas leyes, así como el Concordato firmado con la Santa Sede en 1953, manifiestan una relación con la Iglesia "que no es meramente contractual, del do ut des, puesto que las concesiones expresaban la confesionalidad interna de un Estado que consideraba un deber hacer más fáciles la vida y la formación religiosa de los ciudadanos"5.

No se puede pedir más en el terreno de los principios, y también en su aplicación al comienzo del Estado franquista, pues sólo cabe decir que fue extremadamente favorable a las tesis católicas: volvieron los jesuitas expulsados durante la República, se restituyeron los bienes de la Iglesia, se abrogó la ley del divorcio y se estableció la enseñanza religiosa oficial. Cabe, pues, decir que la unidad religiosa de España fue completamente reconstruida. Los ideales de la doctrina social de la Iglesia, que se identifican a los ideales del tradicionalismo o del carlismo, tras tantas guerras y sacrificios, tuvieron finalmente una realización en España casi única durante el siglo XX, por lo menos en lo que se refiere a las relaciones entre la Iglesia y el Estado.

Sin embargo, esta realización no duró en su apogeo más que 20 años, o menos, pues la decadencia empezó muy pronto por la presión que ejercieron los adversarios interiores y exteriores. En el interior, las fuerzas que intervinieron en la sublevación no comulgaban todas con la visión religiosa de la política característica de los tradicionalistas. Por ejemplo, la inclinación fascista del régimen produjo una importante orientación de las fuerzas de la juventud hacia la exaltación del Imperio y del Caudillo. Por otro lado, la penetración del liberalismo católico de Maritain en la democracia cristiana procedente de la CEDA, y de organizaciones similares, preparaba ya el camino que debía recorrer más tarde la democracia aconfesional en España6.

Pero la presión exterior era mucho más fuerte. El régimen español, tras la Segunda Guerra Mundial, se halló de nuevo contra corriente, pues fueron sus aliados del 36 los vencidos en el 45. Tras la época del bloqueo, las dos grandes potencias iniciaron la guerra fría y cada una intentó, por procedimientos diversos, controlar el régimen de Franco. Los Estados Unidos, por medio de la alianza y de la ayuda económica, introdujeron de nuevo las ideas democráticas en las más altas capas de la sociedad y entre algunos políticos. Al mismo tiempo hicieron una fuerte presión en el gobierno para dulcificar la prohibición del culto externo no católico7. Por su parte la URSS y las tendencias izquierdistas de la política europea revitalizaron, en la ilegalidad, los partidos de izquierda, similares a los de antes de la guerra.

Como respuesta a todas estas presiones, el gobierno se inclinó, en 1957, a seguir la vía tecnocrática que quería esconder, bajo vestiduras de eficacia sin ideología, el designio de minimizar las diferencias que el régimen de Franco tenía con otros países europeos. Esto constituyó una evidente decadencia en los principios que habían inspirado la sublevación. A pesar de ella, y de las imperfecciones crecientes del gobierno y de la sociedad española, el régimen nacido de la guerra del 36 hubiera podido enderezarse, si no se hubiera producido un acontecimiento inconcebible, ante el cual los españoles se hallaban completamente inermes. Me refiero al Concilio Vaticano II. Como señala el segundo principio del movimiento, mencionado antes, las leyes españolas se inspiraban en la fe católica, a favor de lo cual lucharon los tradicionalistas, guerra tras guerra, hasta su realización. Lo que no resultaba concebible era que la Iglesia se desinflara hasta el punto de mantener las doctrinas contra las cuales habían luchado los carlistas, inspiradores del régimen en la cuestión religiosa.

A decir verdad, los tradicionalistas tenían buenas razones para desconfiar de la política del Vaticano, al cual sabían que, en ocasiones, era necesario oponerse8. Pero a lo que los españoles no estaban en absoluto preparados para enfrentarse era a documentos doctrinales.

Tras todas estas observaciones sobre los precedentes del Concilio, necesarias para entender la repercusión muy especial que tuvo en España, debemos ahora considerar en que consistió esa repercusión y por qué caminos llegó a producirse.

Cuando el Concilio fue anunciado, numerosos católicos esperaron una renovación de la Iglesia, cuya atonía era una de las causas de la decadencia en España. Por su parte los obispos españoles, como señala Mons. Iniesta, fueron al Concilio con el convencimiento de que se trataba simplemente de firmar y de volver a casa. Esta confianza ciega, tan característica de los católicos españoles, sufrió una rápida decepción cuando, desde las primeras sesiones, los obispos de la Europa central dominaron, con su maravillosa organización, el desarrollo del Concilio. Lo que la prensa hizo conocer sobre el futuro documento de la libertad religiosa, cuya importancia era inmensa para el régimen español, desencadenó un buen número de acciones contra esa futura declaración. Algunos obispos, como los de Bilbao, Granada, Tenerife, Las Palmas y Barbastro, publicaron cartas pastorales contra la libertad religiosa, antes incluso de que el Concilio hubiera votado la declaración Dignitatis humanae. Por otra parte, algunos representantes de la Comunión Tradicionalista publicaron un documento titulado El Carlismo y la Unidad Católica, donde defendían la unidad religiosa, la confesionalidad del Estado y en el cual se decía "que no era conveniente modificar la situación de las confesiones no católicas en España"9. En respuesta a ciertas maniobras para introducir una ley en libertad religiosa en ese mismo momento, el Ministro de la Presidencia, Carrero Blanco, señaló, ante el Consejo de Ministros, que "nuestra unidad política está fundada sobre todo sobre nuestra unidad religiosa" y, con palabras que parecen hoy proféticas, añadió: "lo que interesa (a los enemigos de España) es abrir una brecha en nuestra unidad religiosa, pues esto sería lo mismo que abrir una brecha en nuestra unidad política".

Estas defensas de la unidad católica no ejercieron influencia alguna sobre el Concilio, que aprobó la declaración de libertad religiosa el 8 de diciembre de 1965, como todo el mundo sabe. Lo que no es tan conocido es el documento aprobado ese mismo día, por los obispos españoles todavía reunidos en Roma10. En ese texto, los prelados de España presentan la vertiente más moderada de la Declaración, con el fin de apaciguar el descontento del catolicismo español. Cito algunas frases, porque ilustran muy bien el giro copernicano que implica esta declaración:

    "el derecho a la libertad religiosa, según el Vaticano II, está fundado en la dignidad de la persona humana. Su reconocimiento es parte del bien común de toda sociedad civil (n. 37). La libertad no se opone ni a la confesionalidad del Estado, ni a la unidad religiosa de una nación (…). Y la misma declaración, al referirse al caso concreto en que, "consideradas las circunstancias peculiares de los pueblos, se conceda a una comunidad religiosa un especial reconocimiento civil en la ordenación jurídica", admite de hecho la confesionalidad, a condición de que, "al mismo tiempo se reconozca y respete a todos los ciudadanos y comunidades religiosas el derecho a la libertad en lo religioso" (n. 39).

Estas frases son muy instructivas, pues manifiestan con toda claridad como la declaración transforma en tesis lo que antes del Concilio era hipótesis y a la inversa. En la enseñanza tradicional, la confesionalidad y la prohibición de libertad de cultos era un deber del Estado; y la libertad religiosa era algo permitido en circunstancias especiales. Ahora, al contrario, la libertad religiosa es un deber; y la confesionalidad, lo que se tolera en algunos casos. La situación en España cambia, pues, de valoración, de manera que si antes era un modelo de realización de la enseñanza de la Iglesia, el Concilio la convierte, a lo sumo, en objeto de una tolerancia circunstancial, incluso en el caso de conceder la libertad de cultos.

Como he dicho antes, la declaración de libertad religiosa conlleva un peligro común a todos, puesto que roe en el interior de la conciencia la firmeza de la fe. Pero en el dominio de su influencia social y política su efecto no es el mismo para todos, pues, como lo han señalado algunos tradicionalistas, su efecto es muy diferente: 1) en países como los de Europa, donde la libertad religiosa ya se daba por la fuerza de las circunstancias; 2) en países como los Estados Unidos, donde la expresión "libertad religiosa" significa la libertad para los católicos en relación a la persecución de las sectas protestantes y 3) países como España, donde esta libertad significa la libertad de difusión de las religiones falsas. En los países de este último tipo, la libertad implica no solamente la proliferación de sectas de todo tipo y la consecuente apostasía de muchos creyentes, sino que también tiene el efecto de desacreditar un poder político que ha mantenido, para seguir a Roma, las leyes que Roma desautoriza ahora.

En España, se ha llamado "transición" a la transformación del régimen político surgido de la guerra, uno de los más perfectamente católicos del siglo XX, en un régimen fundado sobre la Constitución de 1978, que es un sistema de los más laicos existentes en la actualidad. Entre los historiadores de este período algunos se preguntan cuándo empezó la transición: si fue a la muerte de Franco o en el momento del asesinato de Carrero Blanco. Yo creo que lo más justo es decir que la transición empezó, no en España, sino en Roma, y precisamente el día en que se aprobó la Declaración de Libertad Religiosa. Y el motor de esta transición no ha sido el rey Juan Carlos, como suele afirmarse, sino la Iglesia Romana, cosa que los prelados españoles señalan hoy en muchas ocasiones, con la pretensión de atenuar la violencia laicista del gobierno de Zapatero. Pues, en España, sólo la Iglesia tenía un poder moral e incluso político, conferido por el Estado mismo, para producir semejante transformación de la sociedad y de la política. Los eclesiásticos españoles, en efecto, no se limitaron a forzar al gobierno para introducir la ley de libertad religiosa, cosa que obtuvieron en 1967, sino que yendo mucho más allá de la letra del Concilio, dirigieron todo el movimiento que acabó con la aprobación de la Constitución. La situación es, sin duda, un tanto paradójica, pues los eclesiásticos utilizarán todos los resortes de propaganda y de enseñanza que una sociedad católica tradicional da a la Iglesia, para dirigir esa sociedad hacia un régimen constitucional neutro.

Los mecanismos por medio de los cuales se produjo esta intervención decisiva en la Iglesia han sido, a mi juicio, los siguientes:

1) El estupor paralizante que afectó al clero español después del Concilio, unido a la colegialidad introducida por éste, produjo una especie de unificación y de disciplina común en la actividad pública de la Iglesia, de la cual solamente algunos obispos escaparon11. Esta unificación, que logró muy pronto acallar a los disidentes, se produjo gracias a la formación de la Conferencia Episcopal Española. Esta entidad será dominada por los obispos más audaces con el apoyo de Roma, que tendrá la obsesión de sustituir a los obispos tradicionales por obispos más "abiertos". Utilizará los medios de comunicación de una manera que corresponde más a un partido político que a una institución eclesiástica: harán constantes declaraciones a la prensa, sobre todos los aspectos de la vida política y social, adoptando posiciones dudosamente en consonancia con el Concilio, pero utilizando sistemáticamente su autoridad. De esta manera la Conferencia Episcopal llegó a acaparar toda la autoridad de la Iglesia, relegando la verdadera autoridad de los obispos en sus diócesis respectivas.

2) Las líneas de acción de la Conferencia Episcopal o de los obispos que la dirigían han sido las siguientes:

A) Han utilizado las prerrogativas y la autoridad, que la Iglesia tiene en un país confesionalmente católico, para influir sobre las autoridades civiles con el fin de introducir el régimen democrático y obtener una completa separación entre Iglesia y Estado. Uno de los casos más flagrantes fue el de Mons. Tarancón que utilizó la homilía de entronización de Juan Carlos para pedir "que las estructuras políticas ofrezcan a todos los ciudadanos la posibilidad de participar libre y activamente en la vida del país y en las decisiones concretas de gobierno". Es decir, empleó su situación privilegiada en un régimen católico para presentar como deseo de la Iglesia la evolución hacia una democracia de partidos políticos12.

Hay un texto de Mons. Iniesta sobre los procedimientos de la Iglesia durante este tiempo, que merece ser citado:

    Yo creo que en eso (el referéndum de la Constitución) y en otras muchas cosas, los políticos tuvieron momentos de duda, de vacilación, y sin embargo tanto la política de Tarancón como la del episcopado, la de la Conferencia Episcopal Española fue la de apoyar y estimular que se continuara con el cambio, y concretamente al Rey se le apoyó muchísimo, de manera delicada y privada13.

Es decir que, como ellos mismos declaran, los obispos sostuvieron moralmente a esos políticos y a ese rey, que habían jurado los Principios del Movimiento, para atenuar los justificados remordimientos que sentían al jurar los principios contrarios, contenidos en la Constitución de 1978.

B) Utilizaron su autoridad, sobre un pueblo mayoritariamente católico, para prefigurar los partidos que iban a consolidarse como partidos con representación parlamentaria. Como Mons. Guerra Campos ha señalado14, la Conferencia Episcopal decidió contribuir a la coexistencia pacífica de los españoles impidiendo que los católicos, es decir la mayoría del pueblo, pudieran agruparse como católicos en una formación política, y prefirieron que se insertarán en otras organizaciones cualesquiera. Es decir, que los católicos tenían que ejercer su influencia solamente desde el interior de partidos no católicos. Esto fue llevado a la práctica por un doble juego que consistía, de una parte, en defender la libertad de los católicos que trabajaban en partidos no católicos y, de otra, en desaprobar los partidos católicos. Es necesario observar que hay una disparidad entre los partidos laicos, que no necesitan del apoyo eclesiástico, y los partidos católicos que defienden un programa acorde con la doctrina social de la Iglesia y tienen, por tanto, necesidad de su apoyo o, al menos, de su silencio.

El método sistemáticamente seguido por la Conferencia Episcopal consistirá, de un lado, en defender la libertad de los políticos de ideología laica es decir de los marxistas, socialistas, liberales y separatistas, y defender su derecho de presentarse libremente a las elecciones15. Quizá el caso más sangrante fue el del obispo de Bilbao, Mons. Añoveros, que publicó una carta pastoral donde defendía el derecho de libertad de los vascos "en el conjunto de los pueblos que constituyen el Estado español" lo cual equivalía, en su contexto, a una manifiesta defensa del separatismo vasco. Cuando el gobierno de Arias Navarro decidió expulsar a este obispo por su ataque a la unidad de España, la Conferencia Episcopal escribió un documento amenazando de excomunión a las autoridades políticas. También debe señalarse que, a la par, numerosos católicos y sacerdotes se inscribieron en partidos de izquierdas, sin que la Conferencia Episcopal les molestará en lo más mínimo.

Por otro lado, para acallar y someter a los partidos y grupos de católicos que defendían las doctrinas tradicionales de la Iglesia, la Conferencia, o su presidente Tarancón, no economizaron las descalificaciones y pusieron todos los obstáculos que tuvieron a su alcance para evitar la formación de tales grupos, o para frenar su influjo sobre los católicos. Las expresiones despectivas de Tarancón contra, por ejemplo, Fuerza Nueva, y las dificultades que la Conferencia presentó para la legalización de la Hermandad Sacerdotal16, son algunos de los ejemplos más llamativos.

Por su parte el Vaticano no hacía nada para limitar la interpretación extrema del Concilio hecha por los obispos españoles. Al contrario, manifestó repetidamente una animadversión profunda contra la España tradicional. Por ejemplo, en 1965 Pablo VI regaló a Turquía las banderas de Lepanto, condenando, al mismo tiempo, las guerras de religión17; en 1974 atacó, una y otra vez, en sus discursos al régimen de Franco, al paso que sistemáticamente arrinconaba a todos los obispos que no se plegaban a las directrices, que provenían de él mismo y eran ejecutadas por el nuncio, Mons. Dadaglio, para implantar en España una democracia18. En fin, justo antes de la aprobación de la constitución atea de 1978, una delegación del gobierno, con el presidente Suárez a la cabeza, fue recibida en Roma, donde el cardenal Cassaroli le hizo saber que el Vaticano era favorable a una constitución aconfesional. Da, pues, la impresión de que, como un autor tradicionalista preveía ya en 1965, el abandono de la unidad religiosa de España ha sido, para la Roma progresista, el chivo expiatorio que había de entregarse al mundo moderno para que éste le perdonara su constantinismo de tiempos pasados19.

Por su parte los grupos de católicos tradicionales, poco poderosos por cierto, ya que, en cierta medida, se habían quedado adormecidos tras la victoria del 36 y no habían sido favorecidos por la estructura vertical del poder en tiempos de Franco, se vieron en la perplejidad al tener que elegir entre la adhesión incondicional a Roma y la adhesión a la tradición. Esa perplejidad se solventó, en la mayoría de los casos, a favor de la obediencia ciega, pues con ella se cree transferir la responsabilidad propia al superior, y la conciencia espera quedarse tranquila. De ello se encuentra un buen ejemplo entre la actitud de los españoles con ocasión de los viajes de Mons. Lefebvre a España: antes de la suspensión de este obispo en 1978, su presencia convocaban multitudes se llegaban a impedir la circulación en el centro de Madrid; algunos meses más tarde, tras la condenación, se presentó un libro sobre Mons. Lefebvre20 en un cine con una asistencia más bien pobre.

Este mismo espíritu de obediencia ciega es el que, sin duda, está a la base del fracaso de los partidos tradicionales y del éxito completo de la estrategia de Tarancón en la Conferencia Episcopal, de

Dadaglio en la Nunciatura e incluso del Papa en Roma. En el referéndum para aprobar la Constitución, los votos fueron favorables en un noventa y tantos por ciento y, en las primeras elecciones, ningún partido próximo al franquismo, sea tradicionalista o no, obtuvo representación parlamentaria. Ni siquiera la democracia cristiana.

Para terminar con esta triste historia cabe preguntar cuál ha sido la situación de la Iglesia oficial en España en estos últimos años. Su oposición a la existencia de la confesionalidad, incluso en el seno de los partidos políticos21, tuvo como resultado que la Iglesia careciera en absoluto de poder legal para influir sobre el gobierno. ¿Cuál ha sido, pues, su actitud entre las materias comunes al Estado y a la Iglesia? La respuesta es que esa actitud ha sido tortuosa en la práctica y oscura en la doctrina. Pues la Iglesia había defendido su separación del Estado, bajo pretexto de obtener su propia libertad. Pero en la práctica ha tratado de mantener ciertos privilegios22, cosa que, por cierto, los gobiernos laicos anteriores a Zapatero se apresuraron a conceder. Quizá esta condescendencia se produjo a cambio de una beligerancia moderada y de una dosis de ambigüedad doctrinal suficiente como para desalentar cualquier empresa política seria procedente de la gran masa católica que todavía existe en España.

Hoy, ante el desastre de este gobierno socialista, a los prelados españoles les ha bastado con mover un vergonzante dedo a través de entidades interpuestas, para verse apoyados por masas de católicos, en manifestaciones multitudinarias. Pero son incapaces de explotar esa ventaja, por culpa de los principios de aconfesionalidad del Estado y de libertad religiosa, por su aceptación de las doctrinas de la dignidad de la persona y de los derechos humanos, todo lo cual no es más que un racimo de quistes paralizantes, sin cuya ablación no cabe esperar que dirijan, o favorezcan, la recta acción política de los católicos.

Por eso termino recordando que, como en otro tiempo hicieron los carlistas y los cristeros, tenemos la obligación de luchar por los derechos de Dios y de la Iglesia, aunque la mayoría de los curas y de los obispos nos niegue su bendición.


NOTAS:

[1] Agradezco la inapreciable ayuda que me han prestado Manuel de Santa Cruz y Santiago Barco en la redacción de este artículo.

[2] Como solía decir Mons. Lefebvre.

[3] "Mi carta a los Españoles, 25 de septiembre de 1864", en Antología de los documentos reales de la Dinastía Carlista. M. Ferrer ed., Editorial Tradicionalista, Madrid 1951, p. 161.

[4] "Manifiesto a los Españoles, 6 de enero de 1932", ibid. P.40

[5] GUERRA CAMPOS, J., "Franco y la Iglesia Católica. Inspiración cristiana del Estado", en El legado de Franco, Fundación Nacional Francisco Franco, Madrid 1977, p. 125

[6] Esta influencia del liberalismo católico afectó también a otras formaciones políticas. El caso más notable y doloroso para la Comunión Tradicionalista fue el de D. Carlos Hugo que, reconocido como príncipe heredero por amplios sectores del carlismo, trató de importar las ideas progresistas y tuvo serios enfrentamientos con los dirigentes de la Comunión (SANTA CRUZ, M. de, Apuntes y documentos para la Historia del Tradicionalismo Español. 1936-1966, t. 24, p.46 ss. y 152).

[7] Lo cual dio lugar a una serie de roces muy significativos en el seno del gobierno y entre éste y la Comunión Tradicionalista (GAMBRA, Rafael, Tradición o Mimetismo, Instituto de estudios Políticos, Madrid 1973, p. 273 ss.).

[8] Los tradicionalistas ya tenían buenas razones para desconfiar de la política vaticana. Porque, en muy importantes y repetidas ocasiones, el Vaticano dejó al carlismo en situación muy desairada. Así ocurrió en 1884, unos pocos años después de la segunda guerra carlista, cuando una peregrinación española a Roma, constituida, sobre todo, por carlistas que se habían sacrificado enormemente durante la guerra, tuvo la desagradable sorpresa de que León XIII les recomendara a que se pusieran a las órdenes de la muy católica reina regente, María Cristina. De vuelta a España esos carlistas contestaron a León XIII que se someterían a María Cristina en cuando él reconociera la casa de Saboya. Durante esa época, los curas vascos y navarros rezaban, al final del rosario, una oración "para la conversión del Papa León XIII". Es de notar que, entre las jerarquías eclesiásticas, viene a ser bastante frecuente, bendecir a los ejércitos cuando salen en su defensa y pactar, por detrás, con el poder constituido, en cuanto se sienten a salvo. Así ocurrió, en 1929, con los cristeros mejicanos.

[9] SANTA CRUZ, M. de, op. cit., t. 25 (I). p 190 ss.

[10] Declaración colectiva del Episcopado español para la etapa postconciliar, en Concilio Vaticano II, Biblioteca de autores Cristianos, Madrid 1976, p. 863 ss.

[11] Y también una buena parte del clero que se unió en la Hermandad Sacerdotal.

[12] Debe señalarse que esta homilía, pronunciada en la iglesia de los Jerónimos algunos días después de la muerte de Franco no fue un acto personal, pues fue escrita por un grupo de religiosos entre los cuales estaba Fernando Sebastián, J.L. Martín Descalzo y J.M.Martín Patino. Tarancón se limitó, al parecer a leerla (La Vanguardia Digital. "La agonía del Franquismo". Entrevista a Martín Patino).

[13] Entrevista de J. Fariñas a Mons. Iniesta el 29-9-05, www.jccm.es, p.4

[14] GUERRA CAMPOS, J., "Franco y la Iglesia Católica. Inspiración cristiana de Franco", en El Legado de Franco, Fundación Nacional Francisco Franco, Madrid 1997, p. 157

[15] GUERRA CAMPOS, J., La Iglesia en España (1936-1975) Boletin oficial del obispado de Cuenca 5, Mayo 1986, p. 75.

[16] Historia de un gran amor a la Iglesia no correspondido, Hermandad Sacerdotal Española, 1990, passim.

[17] ULIBARRI, J., Los fideicomisos de Lepanto, Siempre p'alante, 527, 1 octubre 2005, p. 3

[18] PIÑAR, B., Mi réplica al Cardenal Tarancón, FN editorial, Madrid 1998, p. 132.

[19] GAMBRA, Rafael, La unidad religiosa y el derrotismo católico, Editorial católica española, Madrid. 1965, p. 139

[20] Mons. Lefebvre. Vida y pensamiento de un obispo católico, J. M. Gambra (ed.), Editorial Vassallo de Mumbert, Madrid 1980

[21] Esto lo mantiene todavía hoy el actual Presidente de la Conferencia Episcopal.

[22] CASTILLO J.M., La Iglesia en España en los últimos 25 años, www.fundacionsantamaria. org/Castillo.htm, p. 4ss.



Tomado de : Carlismo.es