lunes, 25 de mayo de 2009

A proposito del 25 de Mayo.



EL PROBLEMA
DEL 25 DE MAYO


Querido Marcelo:

Me pides que te escriba para El Caballero de Nuestra Señora —publicación que llevo gratamente en el corazón desde los tiempos en que la iniciará, el inolvidable Padre Carlos Lojoya— alguna nota sobre La Revolución de Mayo.

Permitime que te diga porqué me resulta tan difícil hacerlo.

Tradicionalmente prevalecía la visión liberal y masónica de Mayo. Mayo era un dogma indiscutido, en virtud del cual debía repetirse que la patria había nacido en 1810, bajo los sacros auspicios de la democracia, del liberalismo y de la macabra Revoluta de 1789. España era una madrastra malísima —como la de las patochadas infantiles de Walt Disney— y habíamos hecho muy bien en sacárnosla de encima. Los realistas eran tiranos opresores, los revolucionarios eran libertadores, y cada quien ocupaba su bando de malo o de bueno en los libros de texto. ¡Manes de parabienes!

No le faltaba fundamento in re a esta visión. Porque efectivamente, este Mayo liberal, masónico, antiespañol y aún anticatólico había existido. Quien se acerque a las malandanzas de Castelli, Moreno y Monteagudo —entre tantos otros— podrá comprobarlo. Otrosí queda penosamente al descubierto cuando se consideran los escritos o los actos del curerío progresista de entonces, más confundidos que Casaretto después del “Summorum Pontificum” de Benedicto XVI. Por eso desde Roma llegaron voces legítimamente recelosas sino admonitorias respecto del movimiento revolucionario, como lo ha probado Rómulo Carbia en su “La Iglesia y la Revolución de Mayo”.

Nuestro mismo Himno ratifica penosamente la existencia oficial de ese Mayo en todo contrario a nuestras raíces católicas. Hasta Ricardo Rojas —que le ha encontrado un par de plagios a la letra, y que nos exime “de la admiración estética”— se intranquiliza un poquitín ante aquello de “escupió su pestífera hiel”. ¿No será mucho, Vicente? Cristina lo canta a lo yankee, con la mano en su siliconado pecho. Yo, caro amigo, te confieso, como bautizado, no puedo andar gritando por ahí que la libertad es “un grito sagrado”. Y si tengo que ver “en un trono a la noble igualdad”, ya no es igualdad, pues está entronizada y ennoblecida.

Como fuere, el Mayo masonete existió y es aborrecible. Existió y fue el que terminó imponiéndose, salvo durante el interregno glorioso de Don Juan Manuel. Los zurdos —que atacan a Roca por lo que tuvo de bueno— suelen decir que “es preferible un Mayo Francés a un Julio Argentino”. Tengo para mí en ocasiones, ante tanta confusión, que es preferible que no haya mayos.

Los revisionistas —salvo alguno que creyó ver en el 25 de Mayo un 17 de octubre avant garde, y en el gorro frigio al famoso pochito con visera— en principio, pusieron las cosas en su lugar. Al menos los mejores de sus representantes probaron que hubo otro Mayo. Monárquico, hispánico, católico, militar y patricio; enemigo de Napoleón que no de España, fiel a nuestra condición de Reyno de un Imperio Cristiano, en pugna contra britanos y franchutes, filosóficamente escolástico, legítima e ingenuamente leal al Rey cautivo, y germen de una autonomía, que devino forzosamente en independencia, cuando la orfandad española fue total, como total el desquicio de la casa gobernante. Federico Ibarguren y Roberto Marfany, entre otros, se llevan las palmas del esclarecimiento y de la reivindicación de este otro Mayo. Mas nadie ha empardado, en claridad y en rectitud de juicio, al “Mayo Revisado” de Enrique Díaz Araujo. Sólo ha salido un tomo de los tres anunciados que componen la singular obra, pero es para aguardar ansiosos que la tríada se complete.

Tampoco faltan hechos y personajes para probar la existencia de este Mayo genuino. Están las “Memorias” de Saavedra, la “Autobiografía” de Domingo Matheu, la de Manuel Belgrano, las cartas de Chiclana, Viamonte y Tomás Manuel de Anchorena. Está la obrita curiosa de Alberdi, “El Gobierno de Sudamérica”, y el mensaje magnífico de Rosas a la Legislatura, del 25 de mayo de 1836. Y hasta las fábulas humorísticas de Domingo de Azcuénaga están para nuestro entendimiento de la época.

Leyendo meditadamente este material, es asombroso cómo se intelige el pasado y cómo se disipan las ficciones ideológicas. Lo que surge de estos valiosos testimonios no es el enjambre de conjeturales paraguas populistas, sino la espada de Saavedra “de dulce y pulido acero toledano, y que en su mano parecía una joya”, al buen decir de Hugo Wast. Espada puesta al servicio de la misma causa por la que en España, hacia la misma época, se desenvainaran otras para enfrentar al invasor Bonaparte. Y si surge también el Cabildo de estas veras semblanzas, es porque entonces, el mismo no era aún una figurita didáctica, sino una hidalga institución de raigambre medieval, custodia de los fueros locales y comarcales.

Pero están los documentos que retratan este Mayo porque estuvieron los acontecimientos y los hombres que los protagonizaron. Y esto sería lo más importante por considerar y celebrar hoy, sino fuera que ese “Mayismo” fue derrotado, y prevaleció el otro. No sólo historiográficamente, que ya es grave, sino política y fácticamente, que es lo peor.

Escuchemos a Rosas, en un fragmento de su valioso mensaje precitado: “No se hizo [la Revolución de Mayo] para rebelarnos contra nuestro soberano, sino para conservarle la posesión de su autoridad. No se hizo para romper los vínculos que nos ligaban a los españoles, sino para fortalecerlos más por el amor y la gratitud. ¡Pero quien lo hubiera creído! Un acto tan heroico de generosidad y patriotismo, no menos que de lealtad y fidelidad a la nación española, fue interpretado en algunos malignamente […] Perseveramos siete años en aquella noble resolución de mantenernos fieles a España, hasta que, cansados de sufrir males sobre males, nos pusimos en manos de la Divina Providencia y confiando en su infinita bondad y justicia tomamos el único partido que nos quedaba para salvarnos: nos declaramos libres e independientes de los Reyes de España y de toda otra dominación extranjera”.

Nuestros amigos carlistas, de un lado y del otro del Atlántico, están enojados con el 25 de Mayo. No les faltan razones, ni son pocas las verdades que al respecto han recordado. Puede aceptarse incluso lo que enseñan: que nuestra guerra independentista tuvo algo o bastante de una dolorosa guerra civil, en tanto americanos hubo que se sentían inaboliblemente insertos a la Corona, con un gesto de lealtad que los honra. Puede y debe aceptarse, además, que la fábula escolar de “los realistas” malvados y los “patriotas” impolutos es un cuento de mal gusto. El realista Liniers fue un arquetipo de nuestra lucha soberana; el patriota Moreno, la contrafigura del cipayo. Y hasta tienen razón los carlistas cuando comentan que, en ciertas zonas hispanoamericanas, los negros defendieron la Corona y se batieron por su causa, sin importarle su condición. Claro que hablamos —como lo hace Luis Corsi Otálora— de los bravos negros que enarbolaban orgullosos los pendones de la Orden de San Luis y no de los morochos mercenarios de D’Elía. Por eso decía Ramón Doll que “hay negros de todos los colores”.

Pero determinadas cosas vinculadas a nuestro 25 de Mayo, los admirados carlistas parecería que no quieren ver, o ven a medias, y entonces precipitan sus juicios. No quieren ver, por ejemplo,la gravísima crisis moral del Imperio Español, sintetizada en aquella sentencia tan dura cuanto cierta de Richard Heer: “España estaba gobernada por un galán frívolo, una reina lasciva y un rey cornudo”. No quieren ver que, a comienzos de 1810, sólo quedaban las apariencias de España, con “los franceses que salen por un lado y los ingleses que entran por el otro”, según afirmación de Benito Pérez Galdós en “El equipaje del Rey José”. No quieren ver que tanto ultraje, tanto vejamen, tanta depredación y anonadamiento de la Madre Patria, eran males causados por sus mismos reyes felones, por su misma borbonidad traicionera, por la vacancia y la acefalía cobarde de una Corona, que ya no era la de los siglos del Descubrimiento y la Evangelización.

Y no quieren ver —como lo ha sintetizado certeramente Luis Alfredo Andregnette Capurro, replicando a Federico Suárez Verdeguer— que “las Cortes de 1810 y 1812, pletóricas de iluminismo jacobino, y Fernando VII con su avaricia absolutista, precursora del liberalismo, sellaron la destrucción del Imperio Católico. Crimen incalificable, porque la Revolución (en el sentido del verbo latino volver hacia atrás), aspiró a una unión más perfecta con la Metrópoli”. Crimen que se ejecutó con varias puñaladas traperas, como cuando el 24 de septiembre de 1810, las Cortes de Cádiz aprobaron la ley por la cual se dispuso la extinción de Provincias y Reynos diferenciados de España e Indias, en clara señal de abolición de los honrosos Pactos sellados por Carlos V en Barcelona el 14 de septiembre de 1519.

¿De qué lado estaba entonces la traición? ¿De los americanos que se levantaban jurando fidelidad al Rey cautivo, deseando conservar sus tierras, aunque reclamando la necesaria autonomía para no ser arrastrados por la crisis peninsular, o de la casa gobernante española que pactó la rendición ante Napoleón Bonaparte? ¿Quiénes eran los leales, los que se rebelaban aquí, a imitación de los combatientes hispánicos, para comportarse como súbditos corajudos y lúcidos, o aquellos funcionarios, cortesanos y monarcas que se desentendieron vilmente de la suerte de estos Reynos, como lo gritaba Fray Pantaleón García en el Buenos Aires de 1810? ¿Adónde la fidelidad? ¿En las intrigas borbónicas para convertirnos en pato de la boda, como decía Saavedra; o en este surero Buenos Aires levantado en hazañas, primero contra el hereje britano, y contra los alcahuetes de Pepe Botella después, y en ambos casos, levantado siempre con la bandera de España entre los mástiles?

A ver si nos vamos entendiendo. La historia es historia de lo que fue, no de lo que pudo haber sido, o de lo que nos hubiese gustado que fuera. Nos hubiese gustado que el Imperio Hispano Católico no se extinguiera; y que nosotros nos constituyéramos en “la última avanzada de ese Imperio”, como cantaba Anzoátegui. Nos hubiese gustado que Mayo no hubiese sido necesario; y seguiremos repitiendo con José Antonio: “si volvieran Isabel y Fernando, ya mismo me declaraba monárquico”; esto es, vasallo de aquella Corona por la cual la monarquía se reencontró a sí misma como forma pura y paradigmática de gobierno. Nos hubieran gustado tantas cosas.

Pero los hechos se dieron de otro modo, seguramente por permisión de la Divina Providencia. Y no renegamos de nuestro Mayo Católico e Hispánico, ni de una autonomía que no era desarraigo, ni separación espiritual, ni ingratitud moral. No renegamos de aquellos patriotas que, portadores de sangre y de estirpe hispanocriolla, tuvieron que batirse al fin, heroicamente, para que esa autonomía fuese respetada.

¿Ves, querido Marcelo, por qué es tan difícil hablar o escribir sobre el 25 de Mayo?

¿Qué festejamos ese día? El Mayo masón desde ya que no. Ese será el del Bicentenario Oficial. Un festejo tan desnaturalizado y horrible como lo fue el de la gloriosa Reconquista y Defensa de 1806-1807. Será el Mayo falsificado y ruin, liberal y marxista, agravado por el magisterio soez de Felipe Pigna —nuevo Taita Magno de la Historia, como lo ridiculizaría Castellani— según el cual, Moreno fue el primer desaparecido y Saavedra el primer represor. Y lo peor es que a esta obscenidad llaman algunos ahora revisionismo histórico.

El Mayo de algunos de nuestros entrañables amigos españoles, tampoco podríamos festejar. Para ellos lo de aquí fue una simple traición a España; y aunque traidores hubo, sin duda, tuvo aquel acontecimiento protagonistas centrales transidos de lealtad y de fidelidad, de arraigo espiritual y encepamiento religioso, de recto y fecundo amor al solar natal, de prudente, gradual y legítimo sentido de emancipación americana.

El Mayo de los revisionistas heterodoxos, que vieron en aquellas jornadas de 1810 un alzamiento de orilleros resentidos y desarrapados rencorosos, tampoco es celebrable. Entre otras cosas, porque no existió. El piqueterismo es cosa de este siglo. Tampoco el Mayo de los católicos liberales, que creyeron calmar sus conciencias encontrando alguna tonsura entre los revolucionarios, aunque enseñaran las peores macanas modernistas.

Si algún Mayo recuerdo con gratitud,emoción y decoro; con absoluta austeridad de manifestaciones festivas, es el que encarna aquel Comandante de Patricios, que afirmando con meridiana claridad que se alzaba contra franceses e ingleses —y contra todos aquellos que aquí o acullá quisieran comprometer el destino de estas tierras franqueándoles las invasiones— puso su condición militar al servicio de Dios y de entrambas Españas.

De él dijo Braulio Anzoátegui: “Saavedra era un militar que jamás andaba sin uniforme, porque comprendía que un militar sin uniforme es una persona peligrosa que de pronto le da por pensar como un político cualquiera, y piensa y es capaz de olvidarlo todo; es como una dueña de casa que olvida lo que vale la docena de huevos. En esto se parecen las malas dueñas de casa a los malos militares: en que no saben cuánto valen los huevos”.

Saavedra lo sabía. Y tenía fama de saber estas cosas fundamentales. Por eso, el Capitán Duarte lo quiso proclamar Rey de América. Pero Moreno lo acusó de borracho y lo desterró de la ciudad. También desterrado acabaría Saavedra.

Curioso destino el de nuestros hombres de armas. Si no saben cuánto valen los huevos los nombran Generales. Si proclaman nuestra soberanía pasan a la historia por borrachos. Te mando un abrazo fuerte.

En Cristo y en la Patria


Antonio Caponnetto






Esta Carta fue tomada del El Blog de la Revista CABILDO

domingo, 10 de mayo de 2009

La Fe Católica de los Pueblos de España

Instrucción de la Comisión Permanente del Episcopado con motivo de la conmemoración del XIV Centenario del III Concilio de Toledo.

El próximo año de 1989 se cumplirá el XIV Centenario de la celebración del III Concilio de Toledo, acontecimiento de gran trascendencia en la historia civil y religiosa de nuestra Patria que juzgamos debe ser conmemorado por las consecuencias que tuvo para la fe católica de la Península Ibérica y aún en otras regiones de Europa

El cristianismo había sido predicado en España desde los tiempos apostólicos y lentamente, mediante el esfuerzo admirable de sus pastores y el testimonio de los mártires en la época de las persecuciones, los pobladores de la mayor parte de la Península los hispano-romanos, habían ido asimilando y propagando un concepto católico de la vida como correspondía a la fe que profesaban.

La Conversión de los Visigodos

La invasión de los visigodos en los primeros años del siglo V alteró esta situación. Con ellos entró el arrianismo que dio lugar a la aparición de una nueva Iglesia con las funestas consecuencias de toda índole que traía la división y el enfrentamiento. Hasta que la conversión de Recaredo en 587 y sus actuaciones posteriores hicieron posible en 589 la celebración del III Concilio de Toledo, la célebre asamblea en que se hizo solemnemente la abjuración del arrianismo y comenzó la unidad religiosa de España en la fe católica.

En aquella ocasión San Leandro de Sevilla pronunció una bella homilía que es un canto de alegría y de acción de gracias a Dios por la incorporación de los visigodos arrianos a la unidad de la Iglesia Católica: "porque así como es cosa nueva la conversión de tantos pueblos, del mismo modo hay el gozo de la Iglesia es más elevado que de ordinario. Prorrumpamos, pues, todos: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad, porque no hay ningún don que pueda parangonarse a la caridad, y por eso está por encima de todo otro gozo, porque se ha hecho la paz y la caridad, la cual tiene la primacía entre las virtudes" (1).

Los historiadores reconocen de buen grado que después de la conversión se produjo un largo siglo de esplendor cultural, igual y, en ciertos aspectos, superior al de los otros reinos bárbaros de su tiempo que fue obra fundamentalmente de la Iglesia. Los nombres de Leandro e Isidoro de Sevilla, Braulio y Tajón de Zaragoza, Idelfonso y Eugenio de Toledo, Quirico de Barcelona, Martín Dumiense de Braga, Masona de Mérida... Ias escuelas abaciales y catedralicias... Ia liturgia hispana tan rica y floreciente... y en el ámbito civil las disposiciones que fueron surgiendo contra la opresión de los oficiales de justicia y del fisco y oponiéndose a veces al despotismo del príncipe, hablan con elocuencia de los logros que se iban consiguiendo.

La unidad en la Fe a lo largo de los siglos

Esta unidad de fe se mantuvo durante los siglos de la invasión musulmana y fue factor decisivo de la opción de los pueblos de España, por la que salieron fortalecidos en sus convicciones religiosas. Así se desarrolló, especialmente a partir de 1492, una larga etapa que ha llegado hasta nuestros días, durante la cual tanto en el interior de la Península como en el continente americano que entonces se descubría, se creó y propagó una cultura católica de extraordinaria significación y relevancia (2).

La obra realizada en España a lo largo de estas centurias nos permite recoger enseñanzas del pasado que nos ayudan a reflexionar sobre el futuro ya que nada sólido puede proyectarse en la vida de los individuos y los pueblos, si no es a partir de la propia tradición e identidad.

Durante este largo periodo la Iglesia ha prestado insignes servicios a la sociedad española, tanto de índole espiritual como material y humano, simplemente por el hecho de cumplir con su misión en los variados campos a que ésta se ha extendido. La fe hondamente sentida, dio lugar a una realidad social de signo católico con características propias junta a otros pueblos y naciones de Europa, y en una relación particularmente estrecha con los de América.

No se puede entender la historia de España sin tener presente la fe católica con toda su enorme influencia en la vida y cultura del pueblo español. lo manifestamos sin arrogancia, pero con profunda y firme convicción.

Por lo mismo consideramos que es un burdo error y una actitud antihistórica querer educar a las nuevas generaciones procurando deliberadamente el olvido o la tergiversación de aquellos hechos que, sin la fe religiosa, no tendrán nunca explicación suficiente.

Fue la Iglesia la que salvó de la desaparición el patrimonio de la cultura grecolatina, matriz donde se gestó la nuestra occidental copiando los libros clásicos junta con los de su propia tradición bíblica y patristica. La fe católica movió voluntades y sentimientos para crear espléndidos monumentos artísticos de que está sembrada la geografía peninsular: monasterios, iglesias, catedrales, en todos los estilos, que no pueden contemplarse sin admiración. La pintura, la escultura, la orfebrería, la música y todas las artes han alcanzado cimas inigualables en su expresión religiosa y encontraron sus mejores mecenas en hombres de la Iglesia. Como son también obra suya la mayor parte de las Universidades antiguas y una vasta red de escuelas de todo tipo, mucho antes de que el Estado tuviera una política escolar definida, por medio de las cuales ha sacado de la barbarie o de la mediocridad a millones de españoles. En el campo de las literaturas hispánicas es incalculable la labor de clérigos y laicos cristianos, como es notorio a toda persona cultivada.

La aportación en recursos y en hombres de las grandes tareas nacionales o consideradas como tales a lo largo de los siglos es amplisima. En obras asistenciales o caritativas ninguna otra institución puede exhibir un conjunto de realizaciones tan extenso, ni un número tan elevado de sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, con frecuencia anónimos, que han consumido sus vidas, sin ninguna contraprestación ni relevancia, al servicio del pueblo y de la fe.

De manera particular se pone esto de manifiesto en la admirable empresa de la evangelización de América y de otros países de Africa y de Asia llevada a cabo por la Iglesia española. Los propios naturales de esos pueblos encontraron en la Iglesia la mejor defensa de sus derechos y de su consideración como seres humanos.

El balance de estos catorce siglos de unidad en la fe católica -pese a las inevitables deficiencias inherentes a toda obra humana- es evidentemente positivo. Los católicos españoles asumimos nuestra historia en su integridad, incluso los errores y los excesos. Estimamos que en ella son muchas más las luces que las sombras.

Una Cultura Católica

Esa cultura católica a la que estamos refiriéndonos fue a la vez causa y efecto de la incorporación de todo un pueblo a la vida de la fe sentida en lo más íntimo de la conciencia y profesada abierta y públicamente en todo momento. Las vocaciones sacerdotales y religiosas en tan gran número, los misioneros que salían de España a todas las regiones del mundo, los grandes fundadores o reformadores de Ordenes religiosas como Santo Domingo de Guzmán, San Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, San José de Calasanz y los que han seguido después hasta los siglos XIX y XX; los teólogos y juristas cuyos libros eran estudiados y comentados en las Universidades de Europa en muchas de las cuales sentaron cátedra eminentes profesores españoles fueron posibles gracias a que había detrás una Jerarquía y un pueblo en cuyo seno recibían vigoroso impulso sus grandes ideales cristianos. La familia española, durante todos estos siglos en unidad católica, mantuvo encendida la llama de la fe y de la piedad con su profunda devoción a Cristo, a la Sagrada Eucaristía y a la Virgen María, y su amor a la Iglesia.

Por muchos fallos que existieran, predominó en todas las clases sociales un hondo respeto a las exigencias del sacramento del matrimonio y una clara y arraigada conciencia que hacia asumir a todos su responsabilidad en la educación de los hijos. De estas familias y de esa Iglesia han surgido en todo tiempo innumerables y auténticos "testigos del Dios vivo", es decir, santos y santas, mártires, evangelizadores y confesores de la fe que son motivo de admiración y gratitud a Dios por parte de todos los que saben apreciar el valor de una orientación cristiana de la vida. Esos santos no sólo han dado gloria a Dios; también han prestado espléndidos servicios a los hombres y a la sociedad civil.

Reconocemos, no obstante, que en esa sociedad católica de la que hablamos no se prestó atención con la intensidad y coherencia que eran exigibles, a las obligaciones de índole económicosocial especialmente en el ámbito de las estructuras sociales que, de haber sido cumplidas, quizás se habría podido evitar en gran parte la descristianización de grandes sectores del pueblo en los siglos XIX y XX. Por esto, naturalmente, no es atribuible la unidad católica existente, sino que se produjo a pesar de que existiese.

Nuestra Fe Católica en los nuevos tiempos

La situación en que vivimos es muy distinta. Tras muchas vicisitudes de nuestra historia de los siglos XIX y XX, podemos decir que la época de la unidad católica y de Estado confesional, en la forma en que se vivió en España, ha pasado ya. Los cambios culturales y políticos que venían produciéndose en nuestra sociedad desde hace tiempo dieron paso a formas de vida social ajenas a la fe católica. Ante esta nueva situación la Iglesia en España ha asumido sin reticencias las enseñanzas del Concilio Vaticano II, especialmente la doctrina de la Declaración sobre la libertad religiosa, la Constitución Pastoral Gaudium et Spes y documentos sobre el ecumenismo y sobre el diálogo con otras religiones. Por otra parte la Constitución de 1978 y los Acuerdos entre la Santa Sede y el Estado Español de 1976 y 1979, sitúan a la Iglesia en un sistema de relaciones con el Estado y en una perspectiva distintas de la que secularmente hemos vivido.

Esto no obsta para que los católicos vivamos nuestra fe con gozo, con renovado vigor, en la unidad de la Iglesia, con talante evangelizador. En el contexto de la presente realidad social, en la que existen amplios sectores influidos por una concepción materialista y agnóstica de la vida, hemos de procurar que se mantenga la comunión de fe de los católicos españoles al servicio del Evangelio, privada y públicamente. Esta unidad eclesial en la fe es compatible con la legítima pluriformidad de opciones en todo aquello que no afecta directamente a la integridad de la fe católica, dentro del diálogo constructivo y de la caridad fraterna.

A pesar de los cambios mencionados, no se ha extinguido ni se extinguirá nunca el honor de haber contribuido a crear una cultura católica como la nuestra y la obligación de realizar la síntesis entre la fe y cultura, fe y vida, en el presente y en el futuro, en respetuosa convivencia con grupos o sectores sociales que no tienen una visión cristiana de la vida. Esto exige una actitud de discernimiento creativo ante los nuevos valores culturales, en plena comunión de fe con toda la Iglesia: "la síntesis entre cultura y fe no es sólo una exigencia de la cultura, sino también de la fe... Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida" (Juan Pablo II, 3 de noviembre de 1982, en la Universidad Complutense de Madrid).

Al evocar lo que ha sido la unidad católica de España lo hacemos persuadidos de que fue un gran bien que merece ser conocido y valorado positivamente. Pero no tratamos de detenernos en el recuerdo del pasado. Miramos hacia el futuro y exhortamos a todos los que comparten nuestra fe a vivirla con ejemplaridad, a defenderla, a propagarla, a hacerla fecunda también hay en obras y empresas al servicio de Dios y de los hombres.

Es natural que la "obediencia de la fe" (Rom 1,5) haya tenido condicionamientos históricos, geográficos, humanos. "Es tarea de los estudiosos examinar y profundizar todos los aspectos políticos, sociales culturales y económicos que comportó la fe cristiana". Pero al mismo tiempo "sabemos y subrayamos que, cuando se recibe a Cristo mediante la fe y se experimenta su presencia en la comunidad y en la vida individual, se producen frutos en todos los campos de la existencia humana. Pues el vinculo vivificador con Cristo no es un apéndice en la vida, ni un adorno superfluo, sino su verdad definitiva" (Juan Pablo II, Euntes in mundum, con ocasión del milenio del Bautismo de la Rus de Kiev n. 2).

UNA MIRADA HACIA El FUTURO

Nuestro propósito, pues, al recordar, con mirada de fe, el hecho histórico de la unidad católica fraguada en el III Concilio de Toledo, no es suscitar un sentimiento de nostalgia, sino dar gracias a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo por el don de la unidad en la fe e invitar a las comunidades católicas de los diversos pueblos de España a reflexionar sobre lo que esta fe ha representado en nuestra vida y en nuestra cultura, como elementos de nuestra propia identidad histórica a lo largo de mil cuatrocientos años. Esta herencia de fe, renovada a la luz de las enseñanzas del Concilio Vaticano II, constituye una llamada a la responsabilidad cristiana ante el presente y el futuro de nuestra sociedad.

Celebraremos diversos actos culturales y religiosos de ámbito diocesano o supradiocesano que nos ayuden a conocer mejor nuestro pasado con la mirada puesta en las grandes tareas evangelizadoras que la Iglesia debe llevar a cabo en nuestro tiempo. La nueva evangelización a la que el Papa nos invita requiere una renovación espiritual profunda, en la que podemos aprender mucho de los grandes santos, de los misioneros, de los teólogos y juristas que supieron ser fieles al Evangelio en su tiempo.

En nuestros documentos "Testigos del Dios vivo", "Cristianos en la vida pública" y "Constructores de la paz" así como en el plan de acción de la Conferencia Episcopal "Anunciar a Jesucristo en nuestro mundo con obras y palabras", hemos expuesto cuáles son las tareas más urgentes y cuál debe ser la presencia pública de la Iglesia en nuestra sociedad.

Nuestra Iglesia, en esta hora de España, al recordar personas y acontecimientos importantes de la historia de nuestra fe, se siente llamada a vivir y promover para nuestra época una cultura de la fraternidad, de la solidaridad, de la justicia y de la paz, del diálogo, del desarrollo integral de la persona humana, según las enseñanzas del Concilio Vaticano II.

Agradecemos a Su Santidad Juan Pablo II el explícito y reiterado reconocimiento público que en tantas ocasiones ha hecho de la historia de la Iglesia en España y su proyección misionera no sólo cuando ha visitado nuestro país sino también en tantos lugares de América y aún de Asia y de Africa a donde le ha llevado su afán apostólico: "Esa historia, a pesar de las lagunas y errores humanos, es digna de toda admiración y aprecio. Ella debe servir de inspiración y estimulo para hallar en el momento presente las raíces profundas del ser de un pueblo. No para hacerle vivir en el pasado, sino para ofrecerle el ejemplo a proseguir y mejorar en el futuro.

No ignore, por otra parte, las conocidas tensiones, a veces desembocadas en choques abiertos que se han producido en el seno de vuestra sociedad y que han estudiado tantos escritores vuestros.

En ese contexto histórico-social, es necesario que los católicos españoles sepáis recobrar el vigor pleno del espíritu, la valentía de una fe vivida, la lucidez evangélica iluminada por el amor profundo al hombre hermano. Para sacar de ahí fuerza renovada que os haga siempre infatigables creadores de diálogo y promotores de justicia, alentadores de cultura y elevación humana y moral del pueblo. En un clima de respetuosa convivencia con las otras legitimas opciones, mientras exigís el justo respeto de las vuestras". (Juan Pablo II, 31 de octubre de 1982, en el aeropuerto de Barajas, Madrid).

(23-lX-1988)


(1) J. VIVES, Concilios visigóticos e hispano-romanos, Barcelona-Madrid 1963, Concilio III de Toledo, p. 107108, MANSI 9,1005 en Historia de la Iglesia en España, dirigida por RICARDO GARCIA Villoslada, t. I, p. 413, ed. BAC, Madrid 1979).


(2) C'r. Historia de la Iglesia en España dirigida por RICARDO GARCIA Villoslada, introducción general p. XlII-XlIX.