sábado, 20 de junio de 2009

Libertad política y libertad religiosa

Por Alvaro D´Ors

En el pensamiento occidental, la "libertad" se halla oscurecida por la concurrencia de dos significados de ese término: uno negativo y otro positivo, que dan a aquella idea cierta persistente ambigüedad, tanto más por cuanto el significado positivo parece dar el contenido material del negativo, que es puramente formal.

Libertad: esencia y accidente

El significado negativo, que es el propio de la mentalidad romana, de la libertas, consiste simplemente en no estar "dominado", es decir, en no hallarse sometido, como están los esclavos, a un dominus, cuya voluntad inhibe en absoluto la del sometido a ella, esto, sin perjuicio de que pueda darse una potestad similar sobre los liberi, que son, por antonomasia, los hijos y descendientes legítimos de estirpe viril, a favor del jefe de familia, del Pater familias.

Esta libertas se identifica, en la concepción romana, con la ciudadanía, la civitas, pues la posible libertad de los no-romanos es algo muy diferente de la libertas ciudadana, no sólo por las diferencias de orden público, sino también porque la patria potestad a la romana es algo desconocido entre los pueblos extranjeros.

El segundo significado, por su parte, es positiva, y no corresponde al concepto romano de libertas, sino al germánico de "freedom": se cifra en el derecho para una determinada facultad de las personas, de comerciar, viajar, publicar, etc. Esta libertad no debe confundirse con la idea negativa de libertas. La libertas es esencial y carece de contenido -se es libre por no tener dueño y no para hacer tal o cual cosa-, en tanto la "freedom" es accidental y no se concibe sin un contenido concreto. Por ello mismo, la libertas es indivisible, en tanto esas otras libertades o derechos de actuación son siempre limitables; su limitación puede ser por distintas causas, como, por ejemplo, el sexo, la edad, la mala fama personal, la extranjería, etc.

La diferencia entre estos dos significados, negativa y positiva, se exterioriza por la referencia o no de la libertad a una determinada facultad de actuación personal. Cuando se determine el contenido material de una libertad, no puede tratarse ya de la libertas, la genérica y formal de no hallarse sujeto a un dueño, sino de la de un concreto derecho para tal o cual actuación. Así, la libertad política y la religiosa deben entenderse como referidas a un concreto, derecho de actuar, en lo político o en lo religioso sin infringir unos límites de licitud, porque la existencia de unos limites de licitud es indispensable para que se pueda hablar de un derecho, sin caer en una absurda ausencia de concreción, o libertinaje, pues también el libertinaje precede de una confusión entre la libertas indivisible y las libertades concretas, que, por su misma naturaleza, no pueden ser ilimitadas. Esta diferencia es importante para entender lo que se dirá a continuación, ya que las libertades política y religiosa sólo puede concebirse como limitables.

Cuestión aparte es la de en qué medida estas facultades concretas son o no de derecho natural, pues es claro que una supresión del derecho natural, aunque no atente contra la libertas -por ejemplo, la ley del divorcio-, puede considerarse como "injusta", es decir, como contraria al ius, concretamente al ius naturale. Lo paradójico es que, actualmente, los que parecen más celosos defensores de las libertades concretas son precisamente los que no admiten la existencia de un derecho natural. Se les podría preguntar acerca del fundamento que tienen para afirmar la necesidad del reconocimiento de determinados derechos, y su respuesta sería, seguramente, la de que se trata de exigencias de la Democracia, no del derecho natural, que ellos niegan, sin advertir que lo que con ello hacen es erigir un accidental régimen de gobierno en exigencia de una superior justicia, que sólo puede defenderse como "natural".

Hasta qué punto esa substitución de lo natural por la voluntad de la mayoría es un recurso del todo artificial podrá apreciarse por cuanto se dirá a continuación sobre las libertades política y religiosa, que son distintas, pero se hallan íntimamamente relacionadas entre sí. En efecto, la libertad política, en principio, consiste en poder optar por la adhesión al grupo de presión políticaa que la voluntad pueda elegir, y la libertad religiosa, en poder optar por la confesión pública de una determinada manifestación religiosa. Conviene considerar separadamente ambas facultades, para luego ver la relación que existe entre ellas.

Libertad política y derecho natural

Cuando se habla de libertad politica, no nos referimos a las opiniones políticas que pueda uno tener para si, sino a la exteriorización pública de tales opiniones y a la adhesión a grupos políticos -se puede pensar en "partidos"- que entran en lucha por alcanzar el poder sobre una determinada comunidad. Y la cuestión es ésta: ¿en qué medida debe considerarse injusta y no conforme al derecho natural la supresión de tal libertad de adhesión a un partido político, es decir, la supresión de los partidos en la vida política? En realidad, no se trata ya de la contraposición de opiniones frente a una cuestión de la vida comunitaria, sino de la constitución de partidos, no accidentales, sino estables y destinados a conseguir el poder.

Parece evidente que la existencia de partidos políticos estables no es una exigencia del derecho natural sino una exigencia de la Democracia, que, ella misma ya, es una forma accidental y no de derecho natural, a pesar del error hoy muy difundido de que la Democracia, con sus partidos políticos estables, ha sido erigida por el Magisterio de la Iglesia en un régimen esencial del derecho natural, contra lo que fue una tradición extraña a dicho régimen.

Que la Democracia no es una exigencia del derecho natural resulta evidente por el mismo hecho de que, si la voluntad de la mayoría y la igualdad política son admitidas, difícilmente puede luego negarse el valor de las decisiones democráticamente tomadas, aunque atenten contra la libertad de la Iglesia y contra el Derecho natural. Esta teoría democrática moderna no derive de la antigua democracia griega, sino de los errores del Conciliarismo que aparece con el Cisma de Occidente, errores justamente condenados por la Iglesia. No sorprende, pues, que al paso de los aires democráticos se haya resucitado la causa de tales errores. A este respecto, debo observar cómo he encontrado yo resistencia al sostener que el Concilio Ecuménico carece de potestad de gobierno -aunque la misma "lumen gentium" (cap. 23) lo diga- y tiene sólo una autoridad de magisterio sometida siempre a la potestad del Papa. Porque es inevitable que los defensores de la Democracia tiendan a introducirla también en la Iglesia, contra lo que es esencial en ella, que es el haber sido fundada por Jesucristo y no por el acuerdo de los hombres. Otra cosa es que la iglesia para reconocer la legitimidad de la potestad civil, requiera un cierto grado de reconocimiento social de tal poder: se trata de una condición para autorizar tal potestad y no de proclamar el principio democrático; entre otras cosas porque tal reconocimiento social no siempre se manifiesta en forma de sufragio indiscriminado.

Podría pensarse acaso que la formación de partidos políticos es una consecuencia de la libertad natural de asociación. Pero, a este respecto conviene hacer una observación jurídica importante. lo que debe considerarse como natural es que las personas puedan convenir entre ellas una actividad común para un fin lícito, es decir, el contraer un contrato de sociedad, el hacerse "socios" entre si; pero se olvida que el contrato de sociedad, por si mismo, no implica una asociación con personalidad jurídica colectiva, como la de los partidos, distinta de la individual de los socios que contraen la sociedad. En efecto, se olvida muy frecuentemente que la personalidad jurídica sólo se justifica por el servicio que rinde al bien común, y que, por tanto, sólo puede existir por concesión del que tiene encomendada la custodia del orden público; la Iglesia así lo demuestra al no admitir que sus fieles constituyan asociaciones sin la autorización y control por parte de la potestad eclesiástica. Ahora bien, el recurrir al voto para tomar una decisión es lo propio de la personalidad jurídica, que, al no poder hacer declaraciones ella misma por ser un ente puramente jurídico, requiere, no sólo un representante, sino también la constitución de una voluntad declarable e imputable a tal ante, y para ello se vale del procedimiento de la votación de sus miembros.

Así pues, ni la Democracia, ni sus partidos políticos son de derecho natural, pues ese régimen permite decisiones contrarias al derecho natural, y es absurdo que el derecho natural entre en contradicción consigo mismo.

Partido confesional y estado confesional

Pero volvamos a la libertad política. Ante la amenaza de partidos políticos contrarios a la libertad de la Iglesia ¿qué sentido puede tener la libertad de opción de partido político? Porque el que los fieles se repartan, en uso de tal libertad, entre partidos minoritarios no sirve más que para dividir la posible fuerza de los que deben defender a la Iglesia. ¿No será más prudente unirse en un solo frente para impedir el dominio del partido hostil a la iglesia? De hecho, el problema, que se da efectivamente en la vida política de las democracias, suele resolverse con la intervención de la misma Iglesia en peligro, que alerta a los católicos con el fin de que no abusen de su libertad política y procuren, en cambio, aunarse para poder combatir al partido enemigo; es decir: se impone a la Iglesia una discriminación del enemigo, y, en este sentido, no puede abstenerse de la política. De esta suerte, surge espontáneamente la necesidad de un único partido confesional favorecido por la Iglesia; y no baste entonces que este partido se rotule "cristiano" o "católico", sino que es menester que sea realmente y declaradamente confesional y beligerante.

¿Cuándo deja de ser necesario el partido confesional y se puede practicar la libertad política sin mayor escrúpulo? Cuando la Iglesia, defensora del derecho natural, no sufre hostilidad. Pero esta exclusión de la hostilidad contra la Iglesia sólo se puede conseguir en un Estado que sea confesionalmente católico, que no tolere la existencia de una fuerza contraria a la Iglesia y al derecho natural. Nos encontramos así con esta alternativa: o hay un estado católico, y entonces se puede dejar libre la opción política, o no lo hay y existe el riesgo de hostilidad, y entonces hay necesidad de un partido confesional que haga frente a tal hostilidad. En otros términos: hay que elegir entre Estado católico o partido católico. Pero esta alternativa de confesionalidad se enlaza con la cuestión de la libertad religiosa. Son dos cuestiones, como se ha dicho, distintas, pero que no pueden separarse, ya que hemos llegado a ver la necesidad de un Estado católico para que los católicos puedan disfrutar de la libertad política.

La libertad religiosa

La libertad religiosa ha sido solemnemente proclamada por el Magisterio de la Iglesia, concretamente en la "Dignitatis humanae" de Pablo Vl. Dejando aparte la reserva de que se trata más de "libertad" que de "dignidad" -lo que nos llevaría demasiado lejos en el tema de la dignitas-, este principio debe ser respetado como fundamental de la Moral católica, pero debe ser bien entendido en cuanto a sus limites pues la misma Iglesia lo enuncia como derecho a elegir el camino de la verdad religiosa y no como libertad para el error.

En efecto, este principio debe entenderse en el sentido de que no debe coaccionarse a nadie para que rechace un determinado credo o se adhiera a él, es decir, como una libertad de las conciencias para vivir la verdad religiosa, pero la cuestión está en puntualizar lo que se entiende por coacción, ya que, para la Iglesia, no puede haber duda acerca de la verdad y el error en religión. Porque toda predicación de la verdad podría verse como coacción-y eso ha llevado a algunos a abstenerse de todo apostolado, y de las misiones-, pero es claro que la Iglesia no lo considera así, aunque tampoco puntualiza dónde empieza la coacción, y ahí está nuestro problema para la aplicación político de ese principio.

Es, desde luego, improcedente pensar que la libertad religiosa implica la equiparación de todos los credos, o incluso de los monoteisticos, como si la Iglesia católica no estuviera segura de que sólo su credo es el verdadero. Así, se trata de no castigar el error religioso en la búsqueda, por las conciencias, de la verdad, que no puede imponerse por la fuerza, es decir por la amenaza de un mal intolerable, sin por ello dejar de denunciar el error. Esta denuncia no es una coacción, a efectos de la libertad religiosa.

La cuestión está en cómo una comunidad tradicionalmente católica, en la que se ha vivido la confesionalidad del Estado, puede aplicar ese principio sin deterioro de su propia entidad histórico-politica. Tal es el caso de España, donde el abandono intermitente y accidental de su confesionalidad resulta haber contribuido siempre a la pérdida de su identidad histórica.

Un régimen aconfesional se explica tan sólo en aquellos pueblos que, por haber sufrido la ruptura de la unidad religiosa, como no ocurrió en España, debe aceptar un régimen de neutralidad religiosa, es decir, de agnosticismo, para poder vivir en paz; pero no es neutral cuando ese agnosticismo -o el anticatolicismo sin más- se ha convertido en dogma oficial: también tal Estado es confesional y no pluralista. En ese sentido no puede negarse la dificultad que encuentra un Estado católico para perder sus confesionalidad y crear una ética pública convencional, desarraigada de todo credo, a la que se ajusten sus leyes, como puede haber ocurrido en pueblos que han nacido como pluralistas en lo religioso, sobre todo, pueblos coloniales cuya sociedad se ha formado por la afluencia de emigrantes de distintos credos y razas, en los que, precisamente por faltar la unidad religiosa, se ha impuesto desde su origen la necesidad de una ética legal y convencional. El caso de España es ilustrativo: al eliminarse la tradición católica se ha hecho imposible toda ética pública, con grave repercusión en el deterioro de la moral privada. Negar este hecho es negar la evidencia.

Oficialidad o indiferencia

Entre los liberales del siglo XIX -desde que introdujo esta distinción el Padre Curci, en un articulo de la "Civiltá Cattolica" de 1983-, cundió eI recurso de distinguir entre la "tesis" y la "hipótesis" para tratar esta cuestión de la oficialidad estatal del credo católico. Se partía de la "tesis" de que le religión católica, única verdadera, debía regir oficialmente y de ella dependía la ética pública, para admitir eventual mente la "hipótesis" de Estados pluralistas, en los que debía relativizarse esa verdad, para consentir un pluralismo religioso. Hoy el planteamiento parece haberse invertido: la "tesis" es la del pluralismo y plena indiferencia del Estado en materia religiosa, y la "hipótesis", la de las comunidades que han sido tradicionalmente católicas, en las que debe relativizarse aquel principio de indiferencia propio de los pueblos de tradición pluralista. Esta relativización de la "hipótesis", como en el caso de España, no consiste en negar el principio, de forma que se suprima la libertad de las conciencias y se fuerce a profesar la religión católica bajo amenaza de un mal intolerable, sino en adaptar prudentemente ese principio a la necesidad político de no perder la identidad histórica de un determinado pueblo, pues no habría más grave coacción que la de obligar a perder esa identidad. Esto quiere decir que tal comunidad podría excluir de el la las manifestaciones públicas de las religiones o creencias (también la atea) que aquella tradición excluía como erróneas y nocivas, sin vulnerar con ello la libertad privada de las conciencias. Porque no es lo mismo tener libertad para creer en una religión errónea que propagar públicamente lo que la propia comunidad considera nocivo, en detrimento de la unidad católica nacional. Porque lo que muchos no acaban de entender es que la unidad católica, aparte de ser conforme a la verdad, puede ser un bien público, que el encargado del orden público debe defender como bien político inexcusable.

De la misma manera que una familia católica o una asociación católica pueden excluir de ellas a los que profesan otra religión, y lo mismo hace la Iglesia con los que apostatan de ella, no hay razón para negar que pueda hacerlo igualmente una comunidad política como es el Estado. Quiere esto decir que una reducción de la ciudadanía -como algo más estricto acaso que la nacionalidad actual-, que implica plenos derechos a los católicos no alteraría radicalmente el principio de libertad religiosa proclamado por la Iglesia, sino que simplemente la relativizaria en su adaptación nacional, reduciendo la libertad de las conciencias a la esfera privada donde no afectaría al bien público de la unidad católica. Porque la exclusión de la ciudadanía de los que profesan públicamente ser no-católicos y la prohibición de las manifestaciones públicas de su error no pueden considerarse como coacción injusta de las conciencias, sino como precaución saludable en defensa de la identidad nacional. No hay razón para privar a la comunidad nacional de lo que nos parece justo para cualquier comunidad, que es la libre elección de sus miembros. Análogamente, he defendido en alguna ocasión que los objetores de conciencia, que se niegan a participar en el servicio de las armas, no deben ser castigados por su negativa, sino simplemente excluidos de una comunidad a la que no están dispuestos a defender con las armas como tal comunidad exige. Tampoco tal exclusión afectaría a la libertad esencial de los hombres.

Para ilustrar nuestro punto de vista pensemos en el supuesto de una persona cuya conciencia defiende la licitud de la poligamia. Si se le admite como ciudadano, aparte el escándalo que puede causar con su ejemplo, podría llegar a ser juez, y una de dos: o bien habría que coaccionar su conciencias para que sus sentencias fueran acordes con el orden público de la monogamia, o bien debería abandonarse este principio, con todas sus consecuencias legales, con grave quebranto de la ética nacional.

La conciencia de los no-ciudadanos no queda coaccionada por la negativa de la plena ciudadanía, pues no se cierra la posibilidad de que alcancen aquéllos otra en otra nación. Negar la ciudadanía no es un castigo, sino una cautela defensiva de la comunidad nacional. También la pacifica Suiza restringe muy severamente el acceso a su comunidad nacional. Y, si se trata de uno que ya es ciudadano al que se impone la pérdida de su ciudadanía por profesar públicamente el error religioso, el case no es esencialmente distinto de aquel otro que pierde su ciudadanía (y su nacionalidad) por militar en un ejército extranjero (que no está en guerra contra el propio de su Estado). ¿Acaso es más grave para la identidad nacional de un pueblo católico el militar bajo bandera extranjera contra un tercero que el profesar públicamente un error religioso incompatible con la tradición nacional?

Hay católicos hoy, en España, que piensan de otro modo. Para ellos, la exclusión de los no-católicos de la comunidad nacional sería una coacción contra el principio de la libertad religiosa, sin tener en cuenta que este principio se enuncia como "tesis", pero no debe aplicarse en perjuicio de la identidad político de España. Un católico español tiene el deber moral de defender la identidad tradicional, tanto más por cuanto la tradición nacional se halla identificada con la "tesis" que la Iglesia defendió a lo largo de los siglos.

De hecho, si observamos el efecto que ha tenido la interpretación de la libertad religiosa como principio absoluto, hemos de reconocer que sólo ha servido para debilitar la certeza y seguridad de los mismos católicos que lo defiendan.

martes, 2 de junio de 2009

La negación de la unidad Católica

Por E. M. Palomar Maldonado

Es necesaria una previa aclaración para enfocar correctamente el tema. Nuestro estudio tiene por objeto la "Unidad Católica", en cuanto a su negación. Sin embargo, al presente, es normal referirse a la expresión "confesionalidad de Estado", hasta haber quedado apartada de todo punto de mira el término "Unidad Católica", y por supuesto lo que encierra en si. Esta distinción, que podría reputarse como bizantina, nos parece de enorme trascendencia.

1 Unidad católica y confesionalismo de Estado

Históricamente, se distinguen claramente tres periodos: comienzo y expansión del Evangelio de Cristo Dios hecho hombre, por su Iglesia como inicio del cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento, en el marco de la estructura política y la cultura sincrética del Imperio Romano; la libertad de la Iglesia que dará lugar, por la penetración social del Evangelio a las primeras sociedades cristianas, con avances y retrocesos motivados por circunstancias múltiples, y que un momento de plenitud se afirmarán en su conjunto, político y culturalmente, como organización de pueblos en la unidad de la Iglesia en lo que se conoce como Cristiandad, disolución progresiva de la sociedad universal cristiana que. en un primer acto se conformará como pluralidad de Estados de diferente confesión religiosa hasta alcanzar la situación presente de secularización de la vida social y político, afirmada sobre el principio de la conciencia humana autónoma y absoluta.

Los estados confesionales surgen como efecto de la ruptura de la unidad religiosa, configurándose al mismo tiempo como estados nacionales, bajo diversas formas políticas. Es más, la confesión religiosa se plasma como proyección de la fe que afirma el Estado, definida y proclamada por él, constituyéndose en algunos casos, como es el ejemplo del Reino de Inglaterra, la autoridad política o monarca en cabeza de lo que se articula como Iglesia nacional. Entre los Estados o Reinos católicos se padeció una cierta contaminación mayor o menor, en virtud de la cual el gobierno temporal afirmaba su plena capacidad para disponer en cuestiones de doctrina o disciplina eclesiástica en el propio país en virtud de intereses nacionales o de la Corona. Esto explica situaciones concretas como la de la historia francesa, principalmente en los siglos XVI-XVIII, o el caso austríaco, más tardío en su aparición que el anterior, y que dio lugar a lo que en el plano de las doctrinas es conocido como galicanismo o josefismo, y de modo más amplio regalismo. En este sentido, se moverían dichas situaciones, con cierta restricción, dentro del mismo esquema de los Estados confesionales dichos. Pero la terminología se extendió para aplicarla al nuevo status europeo, fruto de la ruptura de la unidad religiosa, que se consagraría en 1648 por el Tratado de Westfalia, bajo el principio "cujos regis, eius religio".

De hecho, esta terminología abarcó situaciones que obedecían a un sentido de fidelidad y permanencia en la anterior unidad religiosa, y por Io tanto de Cristiandad. Este sería el caso hispano (1). El conjunto de pueblos integrados históricamente en la unidad de la Corona española, y que rebasaba ampliamente la presente condición geográfica, no afirmaban lo religioso como dictado del Estado o del Soberano reinante, sino como comunidad humana organizada política y socialmente que aceptaba vivir conforme a la Fe Católica, recibida como Buena Nueva de Cristo y anunciada por su Iglesia, congregada en la roca que es Pedro, tendiendo a penetrar, atendidas las mismas circunstancias humanas e históricas, todo el haz de relaciones propiamente naturales de su vida colectiva como pueblo cristiano. En este sentido, la unidad religiosa se plasmaba como principio y clave fundamental del orden político en la fórmula de Unidad Católica.

2 Equívocos históricos

Cabe distinguir dos planos que, en lo concreto-histórico, aparecen profundamente interrelacionados:

2.1 la tendencia a la secularización del ejercicio del poder político por la autoridad temporal de la sociedad cristiana medieval. Envuelto en una serie de circunstancias de índole variada, ciertos poderes políticos, en concreto las casos de Sajonia y Franconia, reclaman frente al poder espiritual del Pontífice la autonomía de conciencia en los asuntos públicos por encima de una regla de orden moral cristiano. Para ello se buscarán dos apoyos: el primero consiste en reivindicar la tradición imperial precristiana frente a toda consideración de la existencia del Imperio en la Iglesia y del ejercicio de la autoridad político como servicio prestado por un cristiano a la comunidad humana en la unidad de la Iglesia autoridad que se entiende, de manera más patente, como participación de la autoridad divina y confirmada por el que es Vicario de Cristo, al menos implícitamente. Segundo, la necesidad de base doctrinal y argumentación llevó al desarrollo de una teoría política, o más bien teológico-politica, en virtud de la cual se pretendía el poder político, en su titular, como representante directo y no simple participación de la autoridad divina, de modo que el poder temporal se igualaba a si mismo al poder espiritual, no debiéndole quedar subordinado sino completamente liberado en cuestiones públicas, tanto internas como de relación con otros poderes políticos. Esta corriente doctrinal, andando el tiempo, se configurará bajo la fórmula del derecho divino de los reyes (3).

2.2 El desarrollo del conjunto de ideas que dio lugar a la proclamación de la conciencia individual, como fuente constituyente del orden real, moral y social, liberándola de esta forma de toda verdad "dada", tanto natural como sobrenatural. Este proceso, a lo largo de algunas centurias, estalló en la Revolución francesa, pero intelectualmente presenta diversas fases de profundización.

Precisamente, la elaboración doctrinal de las nuevas construcciones políticas y sociales (siglos XVII-XVIII), fruto de una moral con fundamento en el principio de inmanencia metafísica, tomará como blanco la situación de cosas resultante de elevar a principio determinante la voluntad del Soberano como "razón de Estado". Esto es, el segundo plano toma como punto de referencia el primero; desconociendo su soporte teórico, y afirmándose de modo extenso por los nuevos pensadores como realización práctica de la doctrina católica. En este sentido se sigue viviendo de equívocos... Conviene explicarlo algo más.

La plasmación de los nuevos Estados nacionales, en el marco de una Revolución protestante legitimante del derecho divino de los reyes, se tradujo en la entronización del principio de la "razón de Estado" como "voluntad del Soberano": Absolutismo de Estado. Este absolutismo, aparte de manifestaciones correspondientes a limitaciones de libertades políticas y civiles de orden natural, se expresó en su acción política como queriendo obligar por "razón de Estado" la conciencia religiosa interna de la persona, imponiendo una determinada confesión. La doctrina de la Iglesia Católica había afirmado desde el Evangelio y el desenvolvimiento especulativo cristiano, aceptando y desarrollando lo que de verdadero tenía la filosofía y cultura paganas en el orden natural, la profunda y auténtica relación entre la verdad del ser y la verdad de la conciencia, distinguiendo con fundamento real la verdad del error y la conciencia cierta de la conciencia errónea. Junto a ello se establecía como un principio básico la conciencia recta, esto es la licitud de la conducta que se apoyaba objetivamente sobre un dato que sin embargo y considerado en si era falso. La conclusión era un repudio del error y una apertura sin limites a la persona. La Fe se proclamaba como entrega del entendimiento y de la voluntad desde el corazón de la persona, esto es desde lo más profundo e intimo, exigiendo también las obras, que se resumían en el amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. Pero esta entrega del corazón, para serlo, había de ser libre aceptación de la enseñanza apostólica, con capacidad para juzgar y sancionar la doctrina y las obras, tanto de un creyente como de una comunidad de creyentes, y en todas sus manifestaciones.

Los intentos de "imposición", que los hubo, fueron siempre rechazados y condenados por la autoridad apostólica y sus sucesores. Pero también la misma autoridad apostólica bendijo y exigió en el marco de una sociedad cristianizada al poder temporal cristiano la defensa de la Fe, principalmente de los sencillos y más humildes frente a quienes valiéndose de todo tipo de medios y artimañas trataban de arruinarla. La quiebra de la Escolástica hará derivar el mundo del pensamiento hacia la búsqueda de nuevos planteamientos en los que justamente se ha olvidado la relación real entre ser y conciencia moral. La nueva conciencia humana, ya racionalista, reflexionará sobre la nueva situación de cosas, absolutista, como necesidad de desligar toda existencia colectiva de los hombres de todo fundamento que no sea la misma conciencia humana como conciencia individual autonormativa; eso es, como rechazo de la verdad de Dios en la creación (orden natural), y rechazo de la verdad de Dios en la revelación (orden sobrenatural).

Esa tarea será asumida en la corriente política del liberalismo y tendrá como mira central cerrar la ordenación práctica de la convivencia humana a toda trascendencia. lo cual implicaba ya en si una declaración de lucha contra quien sostuviera una trascendencia con carácter objetivo y universal, esto es contra la Iglesia Católica. Aunque también dependía en algunas situaciones de circunstancias sociales concretes, precisamente de aquellas que pervivían bajo la afirmación del principio de Unidad Católica (4)

3 Desarrollo ideológico de la negación

La negación de la Unidad Católica tomará cuerpo en el desarrollo de ideas al que hacíamos referencia en el plano segundo antes destacado. Sólo que con una observación a la que elude Valjavec cuando escribe: "las consecuencias del Humanismo y de la Reforma, con ser tan importantes, lograron debilitar, pero no destruir, el valor normativo de la Tradición. En general, los pueblos de la vieja Europa siguieron rigiéndose por los ideales cristianos y antiguos y por Ias formas sociales heredadas. Tan sólo la irrupción de aquella poderosa corriente espiritual llamada lustración cambió esto radicalmente" (5).

Las palabras, muy acertadas de Valjavec llevan a distinguir dos periodos, y tratar de explicar sus relaciones desde el curso de las ideas. La fecha de 1789 no indica el comienzo de una etapa nueva, sino la maduración final de una corriente que se abre a modo de gran avenida fluvial para inundar el mar. ¿Qué es lo que distingue de modo preciso dos formas de pensar y discurrir que se afirman desde la voluntad?

Conviene releer las palabras transcritas de Valjavec. La corriente humanista y protestante de fundamento naturalista y nominalista no consigue borrar el entorno cultural e incluso social de vivencia cristiana, aunque apoyara o diera lugar a los absolutismos políticos. Los años finales del siglo XVIII, como apogeo de esta situación, asistirán a un desarrollo práctico que reclamando libertad de pensamiento y expresión, y por extensión libertad religiosa, hundirá todo sentido cristiano de existencia social o colectiva, arruinando progresivamente la Fe y sus manifestaciones a la vez que desarbolaba desde un pretendido principio de tolerancia la misma posibilidad de resistencia. Pensamos que es de primera importancia en orden a un planteamiento verdadero y correcto de la cuestión afirmar como fundamento y quicio de todo ello el principio de inmanencia. Ockham no es Descartes. Aunque Descartes deba mucho a Ockham. Y Marsilio de Padua no es Spinoza. Aunque Spinoza lleva a plenitud la corriente naturalista de Marsilio.

3.1 Laicización de la práctica política y fundamentación del individualismo: naturalismo y nominalismo.

La recepción de Aristóteles en el medievo no fue pacífica. El hecho de que se presentara de manos musulmanas, cuanto menos, no era la mejor carta de presentación Menos aún lo era en el sentido y desarrollo con que fue expuesto por Averroes: un sistema de pensamiento sobre el cosmos cerrado y totalizante en si mismo con divinización de la naturaleza. Panteísmo naturalista de ascenso racional. Por de pronto hubo rechazo, pero también aceptación que fue extendiéndose. Su admisión dentro de una cultura y pensamiento cristianos fue la gran obra histórica de dos figuras señeras, San Alberto Magno y principalmente Santo Tomás de Aquino. Para ello hubo que hacer que Aristóteles hablara por Aristóteles. De este modo se proyectaron tres corrientes: rechazo de Aristóteles en nombre de la Fe, agustinismo con tendencia a posiciones fideistas, aceptación de Aristóteles, con merma de la Fe: averroismo latino con tendencias hacia el naturalismo racionalista, integración de Aristóteles en el cuerpo del pensamiento aristotélico, y en lo que presentaba como expresión de verdad de orden racional-natural, al lado de la Fe sobrenatural de la Iglesia y subordinado a ella.

Marsilio de Padua, con su Defensor Pacis, realizó la primera aplicación del averroismo al campo político. La ley divina quedaba reducida a lo revelado con vocación ultraterrena, y el fin de la comunidad política se expresa con la tranquilidad del puro "bienestar temporal" bajo el gobierno de la ley humana. Se consagra como principio el laicismo de Estado.

Ockham, con preocupación más teológica en sentido fideista, adentrándose en la cuestión de los universales, llega a primar la voluntad de tal forma que negará las esencias con fundamento real. Sólo existe lo individual. Sólo se conoce por intuición-percepción lo individual. No hay limite a la voluntad divina. La conclusión brota por si sola: no existe relación entre la revelación y lo racional. Porque lo mismo racional no es captación de la verdad del ser sino mera proposición lógica del sujeto individual que la expresa. No hay orden moral, sino voluntad individual que se proyecta como verdad del individuo.

De esta forma, Ockham, por vía diferente, venía a coincidir con Marsilio de Padua. Escisión y ruptura del orden de la Fe con el orden racional, que se traducía en separación absoluta de lo sagrado y lo natural, la Iglesia y la ciudad. Maquiavelo profundizará la moral política como interés del individuo o del poder del Estado, pero sin principio moral objetivo y trascendente. Con Bodino la nueva práctica política se revestirá del antiguo concepto pagano de la soberanía: principio del poder absoluta de la autoridad político, que hará desaparecer la auctoritas cristiana. El protestantismo hallaría en esas corrientes su caldo de cultivo y plasmación, reclamando para el individuo de conciencia cristiana dos puntos: la no necesidad de mediación y la libre interpretación de la Escritura, frente a Roma y la Tradición apostólica. La ordenación del Estado quedaba relegada al poder político: Estado laico con súbditos de conciencia religiosa. En última instancia la voluntad individual del gobernante con caracteres absolutos orientaría el proyecto político; también la conciencia de los súbditos.

3.2 la formulación del principio de inmanencia: cogito ergo sum

La voluntad humana fue expresada en un determinado momento, como ha explicado Fabro (6), como voluntad de pensar. El conocimiento no sería ya interacción con la existencia: la verdad que brota del ser y es captada y expresada por el ser del conocer, desaparece. Del conocer como acto de pensar surgirá el ser: cogito ergo sum.

El intento de ciencia universal de Descartes, sobre el modelo matemático, eleva a principio metodológico de toda ciencia la razón como desarrollo lógico formal de la intuición iluminadora e indubitable. La escisión de lo real en dos mundos separados, el mundo del espíritu o pensamiento y el mundo de los cuerpos o extensión escinde la construcción teórica de la edificación práctica: la ciudad se concebirá como proyecto de la voluntad del pensamiento activo y libre de todo limite. Voluntad de una razón que sin posibilidad de acceso a la realidad del ser se despliega autocreándose y por ello autonormándose. Pero este desarrollo moral es obra de Descartes desarrollando a Descartes, esto es, de los que hicieron que el principio de inmanencia siguiera su lógica interna

3.3 El desarrollo del principio de inmanencia: la liberación del individuo como tarea política

Principalmente nos interesan Spinoza y Locke. Rousseau no añade nada a Spinoza, aparte de introducir en la vía del pensamiento el sentimiento como máxima expresión de la voluntad humana. Pero la construcción de los dos primeros depende en grado máximo de la elaboración teórica de Hobbes, por lo que aludiremos a éste en primer lugar. Al final tendremos los principios de libertad de pensamiento y tolerancia, revestidos del incipiente sentimentalismo romántico. La práctica política desde estos principios, en el movimiento constitucional moderno, significará la ruina de la Unidad Católica. Vayamos por partes. En Hobbes confluyen el naturalismo y el nominalismo dando lugar a un craso empirismo: el método analítico de experimentación aplicado al hombre exigía desligar a la persona humana de todo lo que no fuera su existencia individual. la indagación de su naturaleza, en la vía nominalista, trajo consigo el dogma clave de la ciencia política contemporánea: la distinción entre estado de naturaleza y sociedad civil. Y desde estos presupuestos, la libertad del individuo y la lucha como exigencia del principio de conservación. la solución se orientó hacia una "paz" civil con sacralización del poder absoluto de la voluntad soberana (independientemente de que fuera un monarca o una asamblea). La religión podía ayudar a esta sacralización, siempre que se afirmara esencialmente como asunto de Estado. Este absolutismo, así declarado, podía levantar suspicacias... Aunque era en extremo lógico. Hobbes llegaba a admitir una cierta interioridad, pero sin posibilidad de manifestación social. De otro modo el Estado supuesta la libertad subjetiva individual se hacia ingobernable.

Spinoza va a fundamentar a Hobbes desde el principio de inmanencia. Su teoría política es el desarrollo moral de la metafísica de Descartes. La única substancia que existe es Ia Naturaleza que es Dios. La razón y los cuerpos son puras manifestaciones que no tienen existencia en si. De modo que todos los individuos se reconducen a la Substancia divina. O dicho de otro modo, Dios se manifiesta a través de todos los individuos de la Naturaleza. Todo pensamiento es pensamiento divino. Todo movimiento de los cuerpos es despliegue de la única Naturaleza autorrealizándose. El problema se presenta cuando pretende vivirse de prejuicios. Prejuicio no es simplemente afirmar una revelación de Fe, sino sostener la existencia de una realidad extramental fuente de verdad objetiva. Esto supondría limitar la manifestación divina de la razón humana significaría declararla pasiva y no activa. Esta declaración de realidades "dadas" impide el ascenso racional de autocomprensión en Dios y la liberación de la conciencia. Ello implica una tarea moral: la liberación del pensamiento de todo prejuicio.

Aquí entronca Spinoza con Hobbes; la cuestión es hacer que el derecho natural del hombre a expresarse con todo su poder físico y con su voluntad racional de ser se mantenga en la sociedad civil. Esto requiere dos notas: la concentración del poder de actuar en el poder político mediante la cesión integra del derecho natural y que para ello el poder político permita y desarrolle la libertad de pensamiento que posibilite el ascenso racional a la Substancia divina. Por ello el individuo humano halla garantizados sus derechos naturales en el poder totalitario de la República Democrática, que requiere precisamente como conditio sino qua non la libertad de pensar lo que se quiera. la religión pasa a ser definida por el Estado democrático; y la educación se convierte, superando a Hobbes, en el instrumento idóneo para liberar a los individuos con prejuicios. No cabe por lo más remoto resquicio alguno de interioridad, pues el corazón del hombre es la mira a la que es precisa apuntar.

La libertad, en Spinoza, es absoluta porque es despliegue divino. Sin limites. Lo mismo que Dios-Naturaleza no los conoce. No hay bien ni mal verdad ni error. Sino Naturaleza en eterna autocreación. El principal enemigo, como enemigo del pueblo y de la libertad de los individuos, es justamente aquel que afirma la existencia verdadera de lo real.

Locke es más complicado, por su engañosa simplicidad. En su desarrollo teórico político une a la distinción hobbesiana de estado de naturaleza y sociedad civil una serie de principios de la doctrina político nada menos que de Santo Tomás, recibidos a través de Hooker. Este empirismo al que agrega principios políticos de sabor regalista, lo fundamenta en una teoría psicológica de inmanencia, claramente spinoziana. Tuvo la virtualidad de formular la libertad de pensamiento y expresión bajo la fórmula de la tolerancia, virtud de herencia cristiana... La recepción de la obra de Locke fue diferente, por circunstancias históricas, en Inglaterra, Norteamérica y el continente europeo a través de la vía francesa. El escándalo intelectual ante la conclusión absolutista de Hobbes y el carácter panteísta de Spinoza hizo que se acogiera sin reservas la doctrina de la "tolerancia" que arrancaba de los mismos presupuestos intelectuales.

Locke se mueve con soltura dentro del nominalismo, por ello toda afirmación como juicio se hace desde las categorías del sujeto individual. El juicio es relativo al pensamiento del individuo. Y toda expresión de conciencia pasa necesariamente por el tamiz del juicio de la razón. Toda afirmación de fe, por serlo de un individuo humano, ha de ser racional. Hay derechos naturales que la sociedad civil no puede desconocer y uno de ellos es la libertad de pensamiento y expresión, puesto que no cabe afirmar la expresión de una verdad objetiva y universal. A no ser que se la considere como suma de verdades relativas. En este sentido la ordenación de la sociedad, salvaguardados derechos naturales irrenunciables, es la participación pública de los individuos en el gobierno de la sociedad civil. La tolerancia se articula como principio político de la convivencia civil, quedando relegada la religión al mundo de la conciencia. Aunque cabe la asociación "espiritual" sin trascendencia social o política. Todo lo que rebase esta formulación atenta a la libertad del hombre.

El liberalismo fundamentado en Hobbes y Spinoza encontraba de esta manera un cauce de hacerse llevadero. Locke, por su moderantismo, se hizo más destructor de la conciencia católica y de la sociedad cristiana. Las formulaciones posteriores desarrollarán de modo más claro estas premisas que permanecen inalterables. La constitucionalización de los principios liberales, en su plasmación moderna, irán ampliando las posibilidades de la libertad del hombre hacia su voluntad de ser, como voluntad política de liberación. Kant sellará definitivamente la autonomía humana. Hegel aplicará el movimiento dialéctico a la realización de la Idea que debe concluir en el absoluto del Estado, como objetivación de la razón. Marx asumirá su desarrollo práctico, desde el materialismo socialista. Este proceso de liberación no podía dejar de ser liberación de la verdad de Dios en la realidad creada (orden natural) y de la verdad de Dios en la revelación (orden sobrenatural). La libertad de pensamiento inmanente, a través de la tolerancia como virtud ciudadana, se ha proyectado como materialismo antiteistico radicalmente antitolerante con la persona humana, reflejo e imagen de Dios, y con toda la realidad natural.

Pero es preciso hacer referencia a dos puntos: la actitud hacia la Iglesia Católica, y la relación de ciertos católicos con respecto a la doctrina liberal.

La negación de la Unidad Católica en el plano de las ideas incluía una norma directiva de actuación práctica. Me limitaré a citar textualmente a Locke, representante del liberalismo moderado, y a Rousseau, máximo difusor de la voluntad general spinoziana.

"Lo que es legal en el Estado no puede ser prohibido por el magistrado en la Iglesia. (...). Quienes, con el pretexto de la religión, exigen toda forma de autoridad sobre aquellos que no están asociados con ellos en su comunión eclesiástica, en mi opinión no tienen ningún derecho a ser tolerados... " (Locke) (6).

"...Se deben tolerar todas aquellas que toleran a las otras, mientras sus dogmas no tengan nada contrario a los deberes del ciudadano. Pero cualquiera que se atreva a decir fuera de la Iglesia no hay salvación, debe ser echado del Estado... ". (Rousseau) (7)

La alusión que hacíamos al final de la segunda parte queda transcrita en estas líneas, a través de errores de comprensión de la doctrina católica claramente reflejados en las palabras de Locke y de Rousseau. Pero también es preciso tener en cuenta que toda la teoría y la puesta en práctica arranca de la voluntad de autoafirmación. La lucha contra la Iglesia Católica, con conciencia de su verdad como verdad de Dios, y conociendo la salvación como acción eficaz de la gracia en el Cuerpo Místico que es la Ciudad de Dios, dicha lucha, decimos, era una exigencia en la liberación del hombre de toda verdad, también de la realidad humana.

3.4 El catolicismo liberal: negación radical de la Unidad Católica

La última fase de este desarrollo ideológico consistió en la aceptación por parte de corrientes católicas del marco político liberal. Esta fase presenta a su vez, dos momentos y razones diferentes que, sin embargo, coinciden en la pérdida de la tesis de Unidad Católica.

Las corrientes de inmanencia de la lustración afectarán a personas singulares que tratarán de reflexionar sobre la sociedad política sin tener en cuenta fundamentos realistas en la teoría del conocimiento. Es el caso de De Bonald, para el que actúa como principio determinante la tradición verbal recibida directamente de Dios. Se perdía la distinción esencial entre lo natural o sobrenatural, con relación de analogía, bebiendo en la corriente de Descartes y Malebranche. El romanticismo en el cambio del XVIII al XIX, dejando puertas abiertas a la vía del sentimiento, y dentro de la situación política de la Restauración francesa de 1814, que ligaba el principio monárquico con la práctica galicana manteniéndose la estructura organizativa napoleónica dicho romanticismo, sirvió de marco a la reflexión teológico-politica de lammenais, que concluyó en la conocida fórmula de "Dios y libertad".

En realidad, la libertad que se pedía para la Iglesia era la misma que se pedía para toda conciencia humana como expresión de su voluntad autónoma. El Dios de Lammenais no era el Dios creador y redentor, sino la expresión subjetiva de la "conciencia católica". Por ello, la corriente católica debía ordenarse como movimiento social y político de cara al logro de una sociedad plenamente civil, reclamando para ello libertad religiosa y escolar para todos. la pérdida de una metafísica del sentido común según la filosofía perenne, motivó la generalización práctica de los movimientos y partidos "confesionales". Es preciso decir que a nivel popular, el cristiano sencillo de a pie, se movio en un sentido de afirmación de la Fe en Cristo y sus consecuencias sociales y políticas plenamente tradicional. A finales de siglo el movimiento católicoliberal se vincularía a una nueva fórmula: "la Iglesia libre en el Estado libre" (8).

Desde presupuestos diferentes, la fundamentación última de negación de la Unidad Católica es debida a la labor de Jacques Maritain. Influyó en él la corriente existencialista de saber subjetivo: el personalismo. Metafísicamente, Maritain se mueve erróneamente en la interpretación de la realidad de la persona y del individuo en relación al bien común social y al bien común último, que es Dios. lo político -la ciudad-, y lo sagrado-Cristo y la Iglesia-quedan escindidos (9).

La generalización por diversas causas de los movimientos católicos se orientó hacia lo social, con abandono de la debida reflexión sobre el principio originante de los desajustes contemporáneos: el liberalismo, práctica política y social de la inmanencia. Desde la práctica social "apolítica" -la Iglesia se afirma como absolutamente trascendente a todo sistema político- la situación de hipótesis quedó elevada a situación de tesis. No se trata de "ordenar realmente todo el mundo hacia Cristo", sino de tomar como punto de partida y punto de llegada la edificación de la sociedad, en su ordenación general, desde la secularización de la conciencia pública a través de la libertad de los ciudadanos.

El abandono de la reflexión dicha llevó al abandono de la tarea política según el Evangelio y la Iglesia. Lo que no podía pretenderse era arreglar lo social, abandonando precisamente la tarea de rectificar la estructura general que sustenta y profundizaba, entonces y ahora, una explotación del hombre por el hombre. Dios quedaba desterrado de la nueva sociedad, con el apoyo de los "nuevos católicos". Por supuesto, estos nuevos católicos afirmaban y afirman su autonomía de norma moral en los asuntos públicos o políticos. En este sentido, no cabe hablar de Magisterio de la Iglesia con vinculación moral.

El modernismo está presente en toda esta orientación, pretendiendo apoyarse nada más y nada menos que en el Concilio Vaticano II con ruptura de la unidad secular de todo el Magisterio y la Tradición. Cabe recordar que hay un mandato de Cristo en la Escritura por el que no debe tomarse el nombre de Dios en vano, y menos con objeto de "sacralizar" la puesta en práctica del principio de inmanencia.

NOTAS

(1) A lo cual no obsta en su vigencia y vivencia social la extensión de prácticas regalistas a lo largo del siglo XVIII por una política de despotismo ilustrado.

(2) Hemos usado expresiones diferentes, según puede observarse. "Confesionalidad del Estado" tiene un sentido más bien objetivo tanto hacia la verdad natural como hacia la revelada, en lo relativo hacia su estricta misión política. El Estado no cristiano conserva obligaciones de orden natural hacia Dios creador. "Confesionalidad de Estado" expresa mas lo subjetivo de la ordenación religiosa, como confesión que dicta el Estado y la impone.

(3) El inicio de esta corriente está en relación directa con la recepción del Derecho Romano en los siglos Xl y Xll, y la elaboración de los legistas al servicio de los intereses cortesanos,

(4) En el caso español, su historia es profundamente ilustrativa. El modelo absolutista introducido por la dinastía borbónica, junta a las cuñas jansenistas y un desarrollo del regalismo -carlotercerismo-, no podrá variar la vivencia social de la unidad religiosa. Por ello se explica que la resistencia frente a la revolución liberal, fortísima e incluso en repetidas ocasiones armada, es social y popular, que los mismos liberales deben acomodarse "verbalmente" en los textos constitucionales, mientras en la práctica política tienden a negarlo, en la medida que podían hacerlo y por lo tanto con avances y retrocesos. Cf. en este mismo número, María Isabel Alvarez Velez, "la unidad católica en la historia constitucional contemporánea española".

(5) Historia de la lustración en Occidente, Madrid, 1964, p. 17.

(6) "El valor permanente de la moral", en la aventura de la teología progresista, Pamplona 1976, p. 186.

(7) Charla sobre la Tolerancia, Madrid, 1985, pág.41 y 56.

(8) Contrato Social, l. IV, c. 8, in fine

(9) Cf. Francisco Canals Vidal, Cristianismo y Revolución, los orígenes románticos del cristianismo de izquierdas, Madrid, 1986. Para el caso español, cf. José Mª Alsina Rota, El tradicionalismo filosófico en España. Su génesis en la generación romántica española, Barcelona, 1985.

(10) Cf. para una critica al planteamiento de Maritain, Leopoldo Eulogio Palacios. El mito de la nueva Cristiandad, Madrid, 1957
La negación de la unidad Católica

Por E. M. Palomar Maldonado

Es necesaria una previa aclaración para enfocar correctamente el tema. Nuestro estudio tiene por objeto la "Unidad Católica", en cuanto a su negación. Sin embargo, al presente, es normal referirse a la expresión "confesionalidad de Estado", hasta haber quedado apartada de todo punto de mira el término "Unidad Católica", y por supuesto lo que encierra en si. Esta distinción, que podría reputarse como bizantina, nos parece de enorme trascendencia.

1 Unidad católica y confesionalismo de Estado

Históricamente, se distinguen claramente tres periodos: comienzo y expansión del Evangelio de Cristo Dios hecho hombre, por su Iglesia como inicio del cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento, en el marco de la estructura política y la cultura sincrética del Imperio Romano; la libertad de la Iglesia que dará lugar, por la penetración social del Evangelio a las primeras sociedades cristianas, con avances y retrocesos motivados por circunstancias múltiples, y que un momento de plenitud se afirmarán en su conjunto, político y culturalmente, como organización de pueblos en la unidad de la Iglesia en lo que se conoce como Cristiandad, disolución progresiva de la sociedad universal cristiana que. en un primer acto se conformará como pluralidad de Estados de diferente confesión religiosa hasta alcanzar la situación presente de secularización de la vida social y político, afirmada sobre el principio de la conciencia humana autónoma y absoluta.

Los estados confesionales surgen como efecto de la ruptura de la unidad religiosa, configurándose al mismo tiempo como estados nacionales, bajo diversas formas políticas. Es más, la confesión religiosa se plasma como proyección de la fe que afirma el Estado, definida y proclamada por él, constituyéndose en algunos casos, como es el ejemplo del Reino de Inglaterra, la autoridad política o monarca en cabeza de lo que se articula como Iglesia nacional. Entre los Estados o Reinos católicos se padeció una cierta contaminación mayor o menor, en virtud de la cual el gobierno temporal afirmaba su plena capacidad para disponer en cuestiones de doctrina o disciplina eclesiástica en el propio país en virtud de intereses nacionales o de la Corona. Esto explica situaciones concretas como la de la historia francesa, principalmente en los siglos XVI-XVIII, o el caso austríaco, más tardío en su aparición que el anterior, y que dio lugar a lo que en el plano de las doctrinas es conocido como galicanismo o josefismo, y de modo más amplio regalismo. En este sentido, se moverían dichas situaciones, con cierta restricción, dentro del mismo esquema de los Estados confesionales dichos. Pero la terminología se extendió para aplicarla al nuevo status europeo, fruto de la ruptura de la unidad religiosa, que se consagraría en 1648 por el Tratado de Westfalia, bajo el principio "cujos regis, eius religio".

De hecho, esta terminología abarcó situaciones que obedecían a un sentido de fidelidad y permanencia en la anterior unidad religiosa, y por Io tanto de Cristiandad. Este sería el caso hispano (1). El conjunto de pueblos integrados históricamente en la unidad de la Corona española, y que rebasaba ampliamente la presente condición geográfica, no afirmaban lo religioso como dictado del Estado o del Soberano reinante, sino como comunidad humana organizada política y socialmente que aceptaba vivir conforme a la Fe Católica, recibida como Buena Nueva de Cristo y anunciada por su Iglesia, congregada en la roca que es Pedro, tendiendo a penetrar, atendidas las mismas circunstancias humanas e históricas, todo el haz de relaciones propiamente naturales de su vida colectiva como pueblo cristiano. En este sentido, la unidad religiosa se plasmaba como principio y clave fundamental del orden político en la fórmula de Unidad Católica.

2 Equívocos históricos

Cabe distinguir dos planos que, en lo concreto-histórico, aparecen profundamente interrelacionados:

2.1 la tendencia a la secularización del ejercicio del poder político por la autoridad temporal de la sociedad cristiana medieval. Envuelto en una serie de circunstancias de índole variada, ciertos poderes políticos, en concreto las casos de Sajonia y Franconia, reclaman frente al poder espiritual del Pontífice la autonomía de conciencia en los asuntos públicos por encima de una regla de orden moral cristiano. Para ello se buscarán dos apoyos: el primero consiste en reivindicar la tradición imperial precristiana frente a toda consideración de la existencia del Imperio en la Iglesia y del ejercicio de la autoridad político como servicio prestado por un cristiano a la comunidad humana en la unidad de la Iglesia autoridad que se entiende, de manera más patente, como participación de la autoridad divina y confirmada por el que es Vicario de Cristo, al menos implícitamente. Segundo, la necesidad de base doctrinal y argumentación llevó al desarrollo de una teoría política, o más bien teológico-politica, en virtud de la cual se pretendía el poder político, en su titular, como representante directo y no simple participación de la autoridad divina, de modo que el poder temporal se igualaba a si mismo al poder espiritual, no debiéndole quedar subordinado sino completamente liberado en cuestiones públicas, tanto internas como de relación con otros poderes políticos. Esta corriente doctrinal, andando el tiempo, se configurará bajo la fórmula del derecho divino de los reyes (3).

2.2 El desarrollo del conjunto de ideas que dio lugar a la proclamación de la conciencia individual, como fuente constituyente del orden real, moral y social, liberándola de esta forma de toda verdad "dada", tanto natural como sobrenatural. Este proceso, a lo largo de algunas centurias, estalló en la Revolución francesa, pero intelectualmente presenta diversas fases de profundización.

Precisamente, la elaboración doctrinal de las nuevas construcciones políticas y sociales (siglos XVII-XVIII), fruto de una moral con fundamento en el principio de inmanencia metafísica, tomará como blanco la situación de cosas resultante de elevar a principio determinante la voluntad del Soberano como "razón de Estado". Esto es, el segundo plano toma como punto de referencia el primero; desconociendo su soporte teórico, y afirmándose de modo extenso por los nuevos pensadores como realización práctica de la doctrina católica. En este sentido se sigue viviendo de equívocos... Conviene explicarlo algo más.

La plasmación de los nuevos Estados nacionales, en el marco de una Revolución protestante legitimante del derecho divino de los reyes, se tradujo en la entronización del principio de la "razón de Estado" como "voluntad del Soberano": Absolutismo de Estado. Este absolutismo, aparte de manifestaciones correspondientes a limitaciones de libertades políticas y civiles de orden natural, se expresó en su acción política como queriendo obligar por "razón de Estado" la conciencia religiosa interna de la persona, imponiendo una determinada confesión. La doctrina de la Iglesia Católica había afirmado desde el Evangelio y el desenvolvimiento especulativo cristiano, aceptando y desarrollando lo que de verdadero tenía la filosofía y cultura paganas en el orden natural, la profunda y auténtica relación entre la verdad del ser y la verdad de la conciencia, distinguiendo con fundamento real la verdad del error y la conciencia cierta de la conciencia errónea. Junto a ello se establecía como un principio básico la conciencia recta, esto es la licitud de la conducta que se apoyaba objetivamente sobre un dato que sin embargo y considerado en si era falso. La conclusión era un repudio del error y una apertura sin limites a la persona. La Fe se proclamaba como entrega del entendimiento y de la voluntad desde el corazón de la persona, esto es desde lo más profundo e intimo, exigiendo también las obras, que se resumían en el amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. Pero esta entrega del corazón, para serlo, había de ser libre aceptación de la enseñanza apostólica, con capacidad para juzgar y sancionar la doctrina y las obras, tanto de un creyente como de una comunidad de creyentes, y en todas sus manifestaciones.

Los intentos de "imposición", que los hubo, fueron siempre rechazados y condenados por la autoridad apostólica y sus sucesores. Pero también la misma autoridad apostólica bendijo y exigió en el marco de una sociedad cristianizada al poder temporal cristiano la defensa de la Fe, principalmente de los sencillos y más humildes frente a quienes valiéndose de todo tipo de medios y artimañas trataban de arruinarla. La quiebra de la Escolástica hará derivar el mundo del pensamiento hacia la búsqueda de nuevos planteamientos en los que justamente se ha olvidado la relación real entre ser y conciencia moral. La nueva conciencia humana, ya racionalista, reflexionará sobre la nueva situación de cosas, absolutista, como necesidad de desligar toda existencia colectiva de los hombres de todo fundamento que no sea la misma conciencia humana como conciencia individual autonormativa; eso es, como rechazo de la verdad de Dios en la creación (orden natural), y rechazo de la verdad de Dios en la revelación (orden sobrenatural).

Esa tarea será asumida en la corriente política del liberalismo y tendrá como mira central cerrar la ordenación práctica de la convivencia humana a toda trascendencia. lo cual implicaba ya en si una declaración de lucha contra quien sostuviera una trascendencia con carácter objetivo y universal, esto es contra la Iglesia Católica. Aunque también dependía en algunas situaciones de circunstancias sociales concretes, precisamente de aquellas que pervivían bajo la afirmación del principio de Unidad Católica (4)

3 Desarrollo ideológico de la negación

La negación de la Unidad Católica tomará cuerpo en el desarrollo de ideas al que hacíamos referencia en el plano segundo antes destacado. Sólo que con una observación a la que elude Valjavec cuando escribe: "las consecuencias del Humanismo y de la Reforma, con ser tan importantes, lograron debilitar, pero no destruir, el valor normativo de la Tradición. En general, los pueblos de la vieja Europa siguieron rigiéndose por los ideales cristianos y antiguos y por Ias formas sociales heredadas. Tan sólo la irrupción de aquella poderosa corriente espiritual llamada lustración cambió esto radicalmente" (5).

Las palabras, muy acertadas de Valjavec llevan a distinguir dos periodos, y tratar de explicar sus relaciones desde el curso de las ideas. La fecha de 1789 no indica el comienzo de una etapa nueva, sino la maduración final de una corriente que se abre a modo de gran avenida fluvial para inundar el mar. ¿Qué es lo que distingue de modo preciso dos formas de pensar y discurrir que se afirman desde la voluntad?

Conviene releer las palabras transcritas de Valjavec. La corriente humanista y protestante de fundamento naturalista y nominalista no consigue borrar el entorno cultural e incluso social de vivencia cristiana, aunque apoyara o diera lugar a los absolutismos políticos. Los años finales del siglo XVIII, como apogeo de esta situación, asistirán a un desarrollo práctico que reclamando libertad de pensamiento y expresión, y por extensión libertad religiosa, hundirá todo sentido cristiano de existencia social o colectiva, arruinando progresivamente la Fe y sus manifestaciones a la vez que desarbolaba desde un pretendido principio de tolerancia la misma posibilidad de resistencia. Pensamos que es de primera importancia en orden a un planteamiento verdadero y correcto de la cuestión afirmar como fundamento y quicio de todo ello el principio de inmanencia. Ockham no es Descartes. Aunque Descartes deba mucho a Ockham. Y Marsilio de Padua no es Spinoza. Aunque Spinoza lleva a plenitud la corriente naturalista de Marsilio.

3.1 Laicización de la práctica política y fundamentación del individualismo: naturalismo y nominalismo.

La recepción de Aristóteles en el medievo no fue pacífica. El hecho de que se presentara de manos musulmanas, cuanto menos, no era la mejor carta de presentación Menos aún lo era en el sentido y desarrollo con que fue expuesto por Averroes: un sistema de pensamiento sobre el cosmos cerrado y totalizante en si mismo con divinización de la naturaleza. Panteísmo naturalista de ascenso racional. Por de pronto hubo rechazo, pero también aceptación que fue extendiéndose. Su admisión dentro de una cultura y pensamiento cristianos fue la gran obra histórica de dos figuras señeras, San Alberto Magno y principalmente Santo Tomás de Aquino. Para ello hubo que hacer que Aristóteles hablara por Aristóteles. De este modo se proyectaron tres corrientes: rechazo de Aristóteles en nombre de la Fe, agustinismo con tendencia a posiciones fideistas, aceptación de Aristóteles, con merma de la Fe: averroismo latino con tendencias hacia el naturalismo racionalista, integración de Aristóteles en el cuerpo del pensamiento aristotélico, y en lo que presentaba como expresión de verdad de orden racional-natural, al lado de la Fe sobrenatural de la Iglesia y subordinado a ella.

Marsilio de Padua, con su Defensor Pacis, realizó la primera aplicación del averroismo al campo político. La ley divina quedaba reducida a lo revelado con vocación ultraterrena, y el fin de la comunidad política se expresa con la tranquilidad del puro "bienestar temporal" bajo el gobierno de la ley humana. Se consagra como principio el laicismo de Estado.

Ockham, con preocupación más teológica en sentido fideista, adentrándose en la cuestión de los universales, llega a primar la voluntad de tal forma que negará las esencias con fundamento real. Sólo existe lo individual. Sólo se conoce por intuición-percepción lo individual. No hay limite a la voluntad divina. La conclusión brota por si sola: no existe relación entre la revelación y lo racional. Porque lo mismo racional no es captación de la verdad del ser sino mera proposición lógica del sujeto individual que la expresa. No hay orden moral, sino voluntad individual que se proyecta como verdad del individuo.

De esta forma, Ockham, por vía diferente, venía a coincidir con Marsilio de Padua. Escisión y ruptura del orden de la Fe con el orden racional, que se traducía en separación absoluta de lo sagrado y lo natural, la Iglesia y la ciudad. Maquiavelo profundizará la moral política como interés del individuo o del poder del Estado, pero sin principio moral objetivo y trascendente. Con Bodino la nueva práctica política se revestirá del antiguo concepto pagano de la soberanía: principio del poder absoluta de la autoridad político, que hará desaparecer la auctoritas cristiana. El protestantismo hallaría en esas corrientes su caldo de cultivo y plasmación, reclamando para el individuo de conciencia cristiana dos puntos: la no necesidad de mediación y la libre interpretación de la Escritura, frente a Roma y la Tradición apostólica. La ordenación del Estado quedaba relegada al poder político: Estado laico con súbditos de conciencia religiosa. En última instancia la voluntad individual del gobernante con caracteres absolutos orientaría el proyecto político; también la conciencia de los súbditos.

3.2 la formulación del principio de inmanencia: cogito ergo sum

La voluntad humana fue expresada en un determinado momento, como ha explicado Fabro (6), como voluntad de pensar. El conocimiento no sería ya interacción con la existencia: la verdad que brota del ser y es captada y expresada por el ser del conocer, desaparece. Del conocer como acto de pensar surgirá el ser: cogito ergo sum.

El intento de ciencia universal de Descartes, sobre el modelo matemático, eleva a principio metodológico de toda ciencia la razón como desarrollo lógico formal de la intuición iluminadora e indubitable. La escisión de lo real en dos mundos separados, el mundo del espíritu o pensamiento y el mundo de los cuerpos o extensión escinde la construcción teórica de la edificación práctica: la ciudad se concebirá como proyecto de la voluntad del pensamiento activo y libre de todo limite. Voluntad de una razón que sin posibilidad de acceso a la realidad del ser se despliega autocreándose y por ello autonormándose. Pero este desarrollo moral es obra de Descartes desarrollando a Descartes, esto es, de los que hicieron que el principio de inmanencia siguiera su lógica interna

3.3 El desarrollo del principio de inmanencia: la liberación del individuo como tarea política

Principalmente nos interesan Spinoza y Locke. Rousseau no añade nada a Spinoza, aparte de introducir en la vía del pensamiento el sentimiento como máxima expresión de la voluntad humana. Pero la construcción de los dos primeros depende en grado máximo de la elaboración teórica de Hobbes, por lo que aludiremos a éste en primer lugar. Al final tendremos los principios de libertad de pensamiento y tolerancia, revestidos del incipiente sentimentalismo romántico. La práctica política desde estos principios, en el movimiento constitucional moderno, significará la ruina de la Unidad Católica. Vayamos por partes. En Hobbes confluyen el naturalismo y el nominalismo dando lugar a un craso empirismo: el método analítico de experimentación aplicado al hombre exigía desligar a la persona humana de todo lo que no fuera su existencia individual. la indagación de su naturaleza, en la vía nominalista, trajo consigo el dogma clave de la ciencia política contemporánea: la distinción entre estado de naturaleza y sociedad civil. Y desde estos presupuestos, la libertad del individuo y la lucha como exigencia del principio de conservación. la solución se orientó hacia una "paz" civil con sacralización del poder absoluto de la voluntad soberana (independientemente de que fuera un monarca o una asamblea). La religión podía ayudar a esta sacralización, siempre que se afirmara esencialmente como asunto de Estado. Este absolutismo, así declarado, podía levantar suspicacias... Aunque era en extremo lógico. Hobbes llegaba a admitir una cierta interioridad, pero sin posibilidad de manifestación social. De otro modo el Estado supuesta la libertad subjetiva individual se hacia ingobernable.

Spinoza va a fundamentar a Hobbes desde el principio de inmanencia. Su teoría política es el desarrollo moral de la metafísica de Descartes. La única substancia que existe es Ia Naturaleza que es Dios. La razón y los cuerpos son puras manifestaciones que no tienen existencia en si. De modo que todos los individuos se reconducen a la Substancia divina. O dicho de otro modo, Dios se manifiesta a través de todos los individuos de la Naturaleza. Todo pensamiento es pensamiento divino. Todo movimiento de los cuerpos es despliegue de la única Naturaleza autorrealizándose. El problema se presenta cuando pretende vivirse de prejuicios. Prejuicio no es simplemente afirmar una revelación de Fe, sino sostener la existencia de una realidad extramental fuente de verdad objetiva. Esto supondría limitar la manifestación divina de la razón humana significaría declararla pasiva y no activa. Esta declaración de realidades "dadas" impide el ascenso racional de autocomprensión en Dios y la liberación de la conciencia. Ello implica una tarea moral: la liberación del pensamiento de todo prejuicio.

Aquí entronca Spinoza con Hobbes; la cuestión es hacer que el derecho natural del hombre a expresarse con todo su poder físico y con su voluntad racional de ser se mantenga en la sociedad civil. Esto requiere dos notas: la concentración del poder de actuar en el poder político mediante la cesión integra del derecho natural y que para ello el poder político permita y desarrolle la libertad de pensamiento que posibilite el ascenso racional a la Substancia divina. Por ello el individuo humano halla garantizados sus derechos naturales en el poder totalitario de la República Democrática, que requiere precisamente como conditio sino qua non la libertad de pensar lo que se quiera. la religión pasa a ser definida por el Estado democrático; y la educación se convierte, superando a Hobbes, en el instrumento idóneo para liberar a los individuos con prejuicios. No cabe por lo más remoto resquicio alguno de interioridad, pues el corazón del hombre es la mira a la que es precisa apuntar.

La libertad, en Spinoza, es absoluta porque es despliegue divino. Sin limites. Lo mismo que Dios-Naturaleza no los conoce. No hay bien ni mal verdad ni error. Sino Naturaleza en eterna autocreación. El principal enemigo, como enemigo del pueblo y de la libertad de los individuos, es justamente aquel que afirma la existencia verdadera de lo real.

Locke es más complicado, por su engañosa simplicidad. En su desarrollo teórico político une a la distinción hobbesiana de estado de naturaleza y sociedad civil una serie de principios de la doctrina político nada menos que de Santo Tomás, recibidos a través de Hooker. Este empirismo al que agrega principios políticos de sabor regalista, lo fundamenta en una teoría psicológica de inmanencia, claramente spinoziana. Tuvo la virtualidad de formular la libertad de pensamiento y expresión bajo la fórmula de la tolerancia, virtud de herencia cristiana... La recepción de la obra de Locke fue diferente, por circunstancias históricas, en Inglaterra, Norteamérica y el continente europeo a través de la vía francesa. El escándalo intelectual ante la conclusión absolutista de Hobbes y el carácter panteísta de Spinoza hizo que se acogiera sin reservas la doctrina de la "tolerancia" que arrancaba de los mismos presupuestos intelectuales.

Locke se mueve con soltura dentro del nominalismo, por ello toda afirmación como juicio se hace desde las categorías del sujeto individual. El juicio es relativo al pensamiento del individuo. Y toda expresión de conciencia pasa necesariamente por el tamiz del juicio de la razón. Toda afirmación de fe, por serlo de un individuo humano, ha de ser racional. Hay derechos naturales que la sociedad civil no puede desconocer y uno de ellos es la libertad de pensamiento y expresión, puesto que no cabe afirmar la expresión de una verdad objetiva y universal. A no ser que se la considere como suma de verdades relativas. En este sentido la ordenación de la sociedad, salvaguardados derechos naturales irrenunciables, es la participación pública de los individuos en el gobierno de la sociedad civil. La tolerancia se articula como principio político de la convivencia civil, quedando relegada la religión al mundo de la conciencia. Aunque cabe la asociación "espiritual" sin trascendencia social o política. Todo lo que rebase esta formulación atenta a la libertad del hombre.

El liberalismo fundamentado en Hobbes y Spinoza encontraba de esta manera un cauce de hacerse llevadero. Locke, por su moderantismo, se hizo más destructor de la conciencia católica y de la sociedad cristiana. Las formulaciones posteriores desarrollarán de modo más claro estas premisas que permanecen inalterables. La constitucionalización de los principios liberales, en su plasmación moderna, irán ampliando las posibilidades de la libertad del hombre hacia su voluntad de ser, como voluntad política de liberación. Kant sellará definitivamente la autonomía humana. Hegel aplicará el movimiento dialéctico a la realización de la Idea que debe concluir en el absoluto del Estado, como objetivación de la razón. Marx asumirá su desarrollo práctico, desde el materialismo socialista. Este proceso de liberación no podía dejar de ser liberación de la verdad de Dios en la realidad creada (orden natural) y de la verdad de Dios en la revelación (orden sobrenatural). La libertad de pensamiento inmanente, a través de la tolerancia como virtud ciudadana, se ha proyectado como materialismo antiteistico radicalmente antitolerante con la persona humana, reflejo e imagen de Dios, y con toda la realidad natural.

Pero es preciso hacer referencia a dos puntos: la actitud hacia la Iglesia Católica, y la relación de ciertos católicos con respecto a la doctrina liberal.

La negación de la Unidad Católica en el plano de las ideas incluía una norma directiva de actuación práctica. Me limitaré a citar textualmente a Locke, representante del liberalismo moderado, y a Rousseau, máximo difusor de la voluntad general spinoziana.

"Lo que es legal en el Estado no puede ser prohibido por el magistrado en la Iglesia. (...). Quienes, con el pretexto de la religión, exigen toda forma de autoridad sobre aquellos que no están asociados con ellos en su comunión eclesiástica, en mi opinión no tienen ningún derecho a ser tolerados... " (Locke) (6).

"...Se deben tolerar todas aquellas que toleran a las otras, mientras sus dogmas no tengan nada contrario a los deberes del ciudadano. Pero cualquiera que se atreva a decir fuera de la Iglesia no hay salvación, debe ser echado del Estado... ". (Rousseau) (7)

La alusión que hacíamos al final de la segunda parte queda transcrita en estas líneas, a través de errores de comprensión de la doctrina católica claramente reflejados en las palabras de Locke y de Rousseau. Pero también es preciso tener en cuenta que toda la teoría y la puesta en práctica arranca de la voluntad de autoafirmación. La lucha contra la Iglesia Católica, con conciencia de su verdad como verdad de Dios, y conociendo la salvación como acción eficaz de la gracia en el Cuerpo Místico que es la Ciudad de Dios, dicha lucha, decimos, era una exigencia en la liberación del hombre de toda verdad, también de la realidad humana.

3.4 El catolicismo liberal: negación radical de la Unidad Católica

La última fase de este desarrollo ideológico consistió en la aceptación por parte de corrientes católicas del marco político liberal. Esta fase presenta a su vez, dos momentos y razones diferentes que, sin embargo, coinciden en la pérdida de la tesis de Unidad Católica.

Las corrientes de inmanencia de la lustración afectarán a personas singulares que tratarán de reflexionar sobre la sociedad política sin tener en cuenta fundamentos realistas en la teoría del conocimiento. Es el caso de De Bonald, para el que actúa como principio determinante la tradición verbal recibida directamente de Dios. Se perdía la distinción esencial entre lo natural o sobrenatural, con relación de analogía, bebiendo en la corriente de Descartes y Malebranche. El romanticismo en el cambio del XVIII al XIX, dejando puertas abiertas a la vía del sentimiento, y dentro de la situación política de la Restauración francesa de 1814, que ligaba el principio monárquico con la práctica galicana manteniéndose la estructura organizativa napoleónica dicho romanticismo, sirvió de marco a la reflexión teológico-politica de lammenais, que concluyó en la conocida fórmula de "Dios y libertad".

En realidad, la libertad que se pedía para la Iglesia era la misma que se pedía para toda conciencia humana como expresión de su voluntad autónoma. El Dios de Lammenais no era el Dios creador y redentor, sino la expresión subjetiva de la "conciencia católica". Por ello, la corriente católica debía ordenarse como movimiento social y político de cara al logro de una sociedad plenamente civil, reclamando para ello libertad religiosa y escolar para todos. la pérdida de una metafísica del sentido común según la filosofía perenne, motivó la generalización práctica de los movimientos y partidos "confesionales". Es preciso decir que a nivel popular, el cristiano sencillo de a pie, se movio en un sentido de afirmación de la Fe en Cristo y sus consecuencias sociales y políticas plenamente tradicional. A finales de siglo el movimiento católicoliberal se vincularía a una nueva fórmula: "la Iglesia libre en el Estado libre" (8).

Desde presupuestos diferentes, la fundamentación última de negación de la Unidad Católica es debida a la labor de Jacques Maritain. Influyó en él la corriente existencialista de saber subjetivo: el personalismo. Metafísicamente, Maritain se mueve erróneamente en la interpretación de la realidad de la persona y del individuo en relación al bien común social y al bien común último, que es Dios. lo político -la ciudad-, y lo sagrado-Cristo y la Iglesia-quedan escindidos (9).

La generalización por diversas causas de los movimientos católicos se orientó hacia lo social, con abandono de la debida reflexión sobre el principio originante de los desajustes contemporáneos: el liberalismo, práctica política y social de la inmanencia. Desde la práctica social "apolítica" -la Iglesia se afirma como absolutamente trascendente a todo sistema político- la situación de hipótesis quedó elevada a situación de tesis. No se trata de "ordenar realmente todo el mundo hacia Cristo", sino de tomar como punto de partida y punto de llegada la edificación de la sociedad, en su ordenación general, desde la secularización de la conciencia pública a través de la libertad de los ciudadanos.

El abandono de la reflexión dicha llevó al abandono de la tarea política según el Evangelio y la Iglesia. Lo que no podía pretenderse era arreglar lo social, abandonando precisamente la tarea de rectificar la estructura general que sustenta y profundizaba, entonces y ahora, una explotación del hombre por el hombre. Dios quedaba desterrado de la nueva sociedad, con el apoyo de los "nuevos católicos". Por supuesto, estos nuevos católicos afirmaban y afirman su autonomía de norma moral en los asuntos públicos o políticos. En este sentido, no cabe hablar de Magisterio de la Iglesia con vinculación moral.

El modernismo está presente en toda esta orientación, pretendiendo apoyarse nada más y nada menos que en el Concilio Vaticano II con ruptura de la unidad secular de todo el Magisterio y la Tradición. Cabe recordar que hay un mandato de Cristo en la Escritura por el que no debe tomarse el nombre de Dios en vano, y menos con objeto de "sacralizar" la puesta en práctica del principio de inmanencia.

NOTAS

(1) A lo cual no obsta en su vigencia y vivencia social la extensión de prácticas regalistas a lo largo del siglo XVIII por una política de despotismo ilustrado.

(2) Hemos usado expresiones diferentes, según puede observarse. "Confesionalidad del Estado" tiene un sentido más bien objetivo tanto hacia la verdad natural como hacia la revelada, en lo relativo hacia su estricta misión política. El Estado no cristiano conserva obligaciones de orden natural hacia Dios creador. "Confesionalidad de Estado" expresa mas lo subjetivo de la ordenación religiosa, como confesión que dicta el Estado y la impone.

(3) El inicio de esta corriente está en relación directa con la recepción del Derecho Romano en los siglos Xl y Xll, y la elaboración de los legistas al servicio de los intereses cortesanos,

(4) En el caso español, su historia es profundamente ilustrativa. El modelo absolutista introducido por la dinastía borbónica, junta a las cuñas jansenistas y un desarrollo del regalismo -carlotercerismo-, no podrá variar la vivencia social de la unidad religiosa. Por ello se explica que la resistencia frente a la revolución liberal, fortísima e incluso en repetidas ocasiones armada, es social y popular, que los mismos liberales deben acomodarse "verbalmente" en los textos constitucionales, mientras en la práctica política tienden a negarlo, en la medida que podían hacerlo y por lo tanto con avances y retrocesos. Cf. en este mismo número, María Isabel Alvarez Velez, "la unidad católica en la historia constitucional contemporánea española".

(5) Historia de la lustración en Occidente, Madrid, 1964, p. 17.

(6) "El valor permanente de la moral", en la aventura de la teología progresista, Pamplona 1976, p. 186.

(7) Charla sobre la Tolerancia, Madrid, 1985, pág.41 y 56.

(8) Contrato Social, l. IV, c. 8, in fine

(9) Cf. Francisco Canals Vidal, Cristianismo y Revolución, los orígenes románticos del cristianismo de izquierdas, Madrid, 1986. Para el caso español, cf. José Mª Alsina Rota, El tradicionalismo filosófico en España. Su génesis en la generación romántica española, Barcelona, 1985.

(10) Cf. para una critica al planteamiento de Maritain, Leopoldo Eulogio Palacios. El mito de la nueva Cristiandad, Madrid, 1957