lunes, 13 de abril de 2009

El Tradicionalismo de Gambra




1.
Toda la obra de Rafael Gambra participa, en mayor o menor medida, y en conexión ya directa o indirecta, de la comprensión última y el repudio radical de lo que supuso la civilización racionalista y su núcleo teorético. Así una buena parte de sus afanes ha quedado para la descripción de lo que de mortífero tiene el racionalismo y para la recuperación del auténtico aliento humano que se produce cuando logramos desprendernos de la influencia de aquél. Esta es la auténtica constante -en filosofía o en política- de todo su quehacer, vertido, en cuanto a la primera, en los últimos años cuarenta y los cincuenta hacia la depuración de la reacción antirracionalista que fue la filosofía existencial, y de los sesenta en adelante hacia la denuncia de la delincuencia intelectual promovida por el progresismo; al tiempo que desarrollado, en cuanto a la segunda, en la reivindicación del régimen político tradicional y en la denuncia del avance hacia el modelo demoliberal, durante los años cincuenta y sesenta, así como, a partir de los setenta, en la comprobación diaria de su carácter disolvente.


2. La primera idea que, ya en concreto, debe ser subrayada, porque es previa a la trabazón del resto que le sigue, y tiene que ver con el modo singular de combate intelectual del presente que es la guerra psicológica, toca a la manipulación del lenguaje como medio de lavado de cerebro y de revolución. Porque los términos lingüísticos tienen un hálito emocional, y porque mythos y logos se encuentran en el lenguaje humano. Por ello, nuestro autor dedicó algunos trazos de su quehacer a hacer ver cómo el lenguaje -su transmutación semántica y su mitificación- es factor esencial para la gran mutación mental que se opera ante nuestros ojos, con el ánimo de desvelar el sentido de la revolución cultural vivida en nuestros tiempos.


3. A continuación, nos topamos con la comprensión de la vida humana, no como autorrealización o liberación de trabas, sino como entrega (compromiso) e «intercambio» con algo superior que se asimila espiritualmente. Nuestro autor reelabora, así las teorías del engagement -expuestas por Camus y Sartre- y del apprivoisement saint-exupéryano. Son nociones y actitudes, complementarias en su fondo, que le permiten criticar bajo una nueva luz el individualismo -en cuanto antropología encapsuladora-, el esteticismo -y sus múltiples concreciones, entre las que pueden mencionarse el turismo y su visión pintoresca del mundo- y el liberalismo del puro Estado de derecho.


4. Ligada directamente con lo anterior, y también con resonancias de Saint-Exupéry, aparece la concepción del habitáculo humano como mansión en el espacio y rito en el tiempo. Ambos nos otorgan el sentido de las cosas: la primera lleva a la conversión del mundo visual de cosas, que no cambian, y libran al hombre, en su percepción diaria, de la tragedia íntima del envejecimiento y de la anticipación del morir; el segundo alberga al hombre en el tiempo, formando la estructura del tiempo humano, y librándole de perderse en un día sin horas o una semana sin días o un año sin fiestas que «no muestra rostro alguno».


5. Vienen a continuación varias aproximaciones a la radicalidad del hecho social, profundamente entrelazadas. y en primer lugar, la comprensión de la sociedad básica como proyección de las potencialidades humanas, incluida la individualidad. Porque si la sociabilidad humana -explica- es una tendencia íntegramente natural en el hombre, esto es, si el hombre es un animal social, esta tendencia ha de calar los tres estratos ónticos -ser de la naturaleza, animalidad y racionalidad-, así como los tres modos de tendencia- impulso natural, instinto y voluntad racional- serán fuentes, en estrecha colaboración, de la vida social. Una sociedad es, pues, una estructura muy compleja en la que se superponen elementos comunitarios y aglutinantes muy diversos, legales y organizativos unos, consuetudinarios y tradicionales otros. Concebirla y querer estudiarla sólo desde un punto de vista racional, en cambio, es caer voluntariamente en un exclusivismo y cerrar la posibilidad de comprenderla adecuadamente.


6. Toda sociedad humana recibe también una fundamentación religiosa, pues tiene sus orígenes en una creencia y una emoción colectivas, frente a la concepción liberal y tecnocrática que niega pueda constituir un objeto susceptible de religación sobrenatural o sea penetrable por ella. En efecto, si el hombre es -de un lado- un compuesto de cuerpo y alma llamado por la gracia al orden sobrenatural, y -de otro- la sociedad emerge como eclosión de la misma naturaleza humana, no parece que tenga explicación el hecho de que la sociedad, en sí, quiera prescindir del aspecto trascendente de la vida: el hombre está religado con Dios pública y privadamente, individual y socialmente.


7. Por tanto, la sociedad humana aparece no sólo como una realidad permeable a una inspiración religiosa de fines y de espíritu, sino como algo esencialmente religioso -comunitario, en el sentido que otorga el término, y que referiremos acto seguido-, precisamente por radicar en la naturaleza humana a modo de proyección de sus tendencias y estratos profundos. (La consecuencia práctica de sostener esa esencialidad de las formas de gobierno en sus implicaciones religiosas, frente al indiferentismo de los liberalismos católicos y las democracias cristianas, que no van más allá de la impregnación religiosa de los individuos, es inmensa, y la existencia del orden social cristiano aparece en el corazón de la discrepancia).


8. La naturaleza de esa sociedad inspirada por el sentido de la religación, esa forma especial de vivir los hombres en ciudad humana bajo una inspiración religiosa, puede encerrarse con el término comunidad, por oposición a la mera coexistencia en que se resuelve el contractualismo social y el voluntarismo carismático: reconoce orígenes religiosos y naturales y no simplemente convencionales o pactados; posee, en fin, lazos internos, no sólo voluntario-racionales, sino emocionales y de actitud. La percepción de la sociedad histórica o concreta no es así en su origen el de una convivencia jurídica, ni siquiera se define por el sentimiento de solidaridad o independencia entre sus miembros, sino que se acompaña de la creencia en que el grupo transmite un cierto valor sagrado, y del sentimiento de fe y veneración hacia unos orígenes sagrados más o menos oscuramente vividos. Forma por lo mismo, para terminar, una «sociedad de deberes», con un nexo de naturaleza distinto al de la sociedad de derechos, pues si ésta brota del contrato y de una finalidad consciente, en aquélla la obligación política adquiere un sentido radical, pues incide en ella un orden sobrenatural que posee el primario derecho a ser respetado.


9. Toda sociedad histórica, por tanto , tiene necesidad de una comunidad de fe y de relaciones ónticas, frente a la reclamación de libertad religiosa del progresismo. En dos niveles. Desde un ángulo estrictamente religioso, en primer lugar, el hombre tiene el deber de dar culto a Dios, como prescribe el primer mandamiento, y esto obliga al cristiano tanto en el plano individual como en el social o colectivo. De manera que lo mismo que en aquél tiene obligación el cristiano de preservar su fe, así en éste también asiste al gobierno cristiano la obligación de preservar la fe ambiental, de promover las condiciones idóneas para su mantenimiento y expansión. En segundo término, en una consideración puramente natural o política, no puede subsistir un gobierno estable que no se asiente en una ortodoxia pública, es decir, un punto de referencia que permita apelar a un principio de superior autoridad y obligatoriedad. La pérdida de la unidad católica es, pues, el origen de la actual disolución de las nacionalidades y civilizaciones, ya que ni una religiosidad ambiental o popular puede subsistir sin el apoyo de una sociedad religiosamente constituida, ni el poder político puede ejercerse con autoridad y estabilidad si se prescinde de una instancia superior, religiosa, de común aceptación. Que dentro del catolicismo y aun de la propia Iglesia se haya terminado por acoger el ideal secularizador de la sociedad, propugnándose la teoría de la coexistencia neutra como doctrina no solamente compatible con la fe católica, sino la más acomodada a su verdadero espíritu, constituye un hecho insólito y sin precedentes, cuyas consecuencias disolventes están a la vista.


10. El concepto dinámico de la tradición, relacionado a sus ojos con la intuición -que se debe a la filosofía contemporánea, por obra principalmente de Bergson y los historicistas- radical de la temporalidad creadora, pero con referencia -como vislumbró Vázquez de Mella- no a la vida espiritual de los individuos, sino a la de las colectividades nacionales o históricas, abre otro de los grandes ejes de la obra de Gambra. Es dado distinguir de la sociedad dos aspectos diversos, uno estático, concretado en la articulación orgánica de comunidades autónomas, y otro dinámico, que se percibe en la evolución acumulativa e irreversible: es la tradición, como uno de los principios que rigen la recta formación y el desenvolvimiento de las sociedades históricas. La tradición, por tanto, es el progreso acumulado, y el progreso si no es hereditario, no es progreso social. La autonomía selvática de hacer tabla rasa de todo lo anterior y sujetar las sociedades a una serie de aniquilamientos y creaciones -esto es, la revolución-, es un género de insania que consistiría en afirmar el derecho de la onda sobre el río y el cauce, cuando la tradición es el derecho del río sobre la onda que agita las aguas.


11. Del acervo del pensamiento político tradicionalista extrae nuestro autor una serie de desarrollos notables que, una vez más, no se presentan aislados, sino profundamente ligados entre sí. En primer lugar, hallamos el valor y sentido de la monarquía hereditaria (aristocrática), de la representación corporativa (popular) y del proceso de integración histórica (federativo o foral) en la formación de la nacionalidad española. La imagen conductora de la monarquía española, caracterizada como social, tradicional y representativa, encaja pues en la gran tradición del régimen mixto y del gobierno templado. La monarquía entraña, en primer lugar, y como punto de partida, la idea de un gobierno personal -aunque cohonestado en ciertos sectores con los principios aristocrático y democrático, y también la de un poder en alguna manera santo o sagrado, es decir, elevado sobre el orden puramente natural de las convenciones o de la técnica de los hombres, ideas que la hacen incompatible en el fondo con el régimen parlamentario liberal nacido de la teoría de la soberanía popular. Finalmente, la monarquía, para cualquier pensador político español, representa el papel de término obligado en sus meditaciones, sean éstas teóricas, históricas o prácticas.


12. Siguiendo por el elemento representativo, le debemos haber apurado las consecuencias de la crítica de Mella a la voluntad general o representación individualista, en razón del carácter inefable e irrepresentable del individuo. Frente a ella, levanta la tesis de representación corporativa, repasando la contraposición ente ambas en la historia: primeramente, si las Cortes tradicionales constituían un elemento de contención del poder no lo era tanto por las propias funciones limitativas como por los contrapoderes que incorporaban, con el corolario de que la decadencia del sistema representativo en el siglo XVIII no significó por lo mismo y sin más la implantación del absolutismo; en segundo término, la diferencia esencial entre el antiguo régimen de representación y el moderno parlamentarismo democrático radica en que en aquél el poder era limitado, pero no delegado compartido, esto es, era una monarquía pura, con autoridad íntegra y responsable, finalista en su cometido, asentada en el orden natural y en el poder de Dios a través del proceso misterioso y providencial de la historia; en tercer lugar, la moderna teorización no sólo admite crítica desde el ángulo del representado, sino también por el contenido de la operación, que concluye en un juego fantasmal arbitrario, ajeno a los intereses de los ciudadanos; finalmente, al destacar que para la existencia de una representación concreta u orgánica auténtica es necesario que exista antes aquello que debe ser representado, devuelve el protagonismo al proceso de institucionalización social.


13. Llegamos así al proceso federativo como progresiva superposición y espiritualización de los vínculos unitivos, contrapunto también del Estado absoluto liberal, de la nación sacralizada de los fascismos y de los separatismos nacionalistas de hoy. Su comprensión cabal, que Gambra ve también implícita en la obra de Mella, lleva a divisar que en una gran nacionalidad actual, como la española, pervivan y coexistan en superposición y mutua compenetración, regionalidades de carácter étnico, como la éuskara; geográfica, como la riojana; de antigua nacionalidad política, como la aragonesa, la navarra. Y de ahí que en nuestra patria -que es un conjunto de pueblos que han confundido parte de su vida en una unidad superior (más espiritual) que se llama España- no esté constituido el vínculo nacional por la geografía, la raza o la lengua, sino por una causa espiritual, superior y directiva, de carácter predominantemente religioso. De ahí también que el vínculo superior que hoy nos une no deba proyectarse hacia el futuro como algo sustantivo e inalterable, sino que tal proceso de integración ha de permanecer abierto.


14. Todo el acervo anterior adquiere encaje en la historia, y Gambra encuentra así que la continuidad de la defensa del régimen histórico español y de la religión como fundamento de la comunidad política signa los dos últimos siglos, desde la guerra contra la Convención hasta la de 1936, apareciendo su esencia político-religiosa en estado puro en la lucha realista de 1821-1823 contra la Constitución de Cádiz. El carlismo tradicionalista, a la luz de esta comprensión, excede de la coyuntura histórica de un simple pleito dinástico, que operaría de simple banderín de enganche de motivaciones más hondas, para venir a encarnar a la vieja España. Por eso, merece la pena proseguir su surco y no dar por cancelada una tradición que no es otra que la tradición católica de las Españas.


Miguel Ayuso





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