
Publicado ayer por el Blog de Cabildo
"...Un Monarca, un Imperio y una Espada..."
REFLEXIÓN ACERCA DEL PARAÍSO
P. Fr. Alberto E. Justo, O.P.
¿Pensamos en el Paraíso? Tal vez lo hemos dejado de lado... Quiero decir: no lo consideramos más. Ha desaparecido del horizonte y sólo tenemos en cuenta (¡demasiado en cuenta!) esos paraísos de sustitución, esas "migajas" de este mundo, los paraísos en la tierra.
El paraíso es Dios. Dios es nuestro futuro. Dios es nuestro presente. Dios está aquí.
Tal afirmación es necesaria y urgente, sobre todo cuando las distracciones son tan abundantes; cuando los consuelos de esta vida se nos presentan como la única posibilidad de alcanzar la soñada felicidad.
Que todo ello sea efímero no es necesario probarlo... La desilusión y la experiencia están ahí para decirnos lo que, tantas veces, no queremos ver ni oír.
Pero yo me atrevo a afirmar ahora que tampoco son suficientes los "consuelos" espirituales. En efecto, muchos pretenderán el paraíso en honores, en reconocimientos, en "satisfacciones" que coronen una vida de estudio, de consagración, de lucha aún desinteresada...
No confundamos el oro con aquello que parece oro. Nuestro corazón sólo reposará en Dios. Sólo en El hallaremos la paz que tanto ansiamos. También las consolaciones espirituales son migajas...
Pero ¿cómo convencer al hombre contemporáneo de semejante verdad cuando todo, todo le repite lo contrario?
Desde luego, se trata de plantear un auténtico desafío. Quizá el más difícil debido a nuestra educación pragmática...
La vida misma, sin embargo, es una maravillosa maestra, una introducción al Paraíso diseñada por la mano del Señor. La Providencia nunca nos traiciona y nuestra alegría ha de ser muy grande, en todo momento... y en cualquier situación.
Y con mayor razón si la Presencia de Dios nos regala ya, ahora, en este mismo instante, un paraíso verdadero. ¿No lo hemos pensado? Es una pena que "perdamos" tanto tiempo, que dejemos pasar tantas ocasiones, por el ansia o la desesperación de "ganar" partidas sin sentido...
El hombre halla en sí mismo las mayores respuestas, porque su propio corazón es el templo que se ha edificado Dios. Y si este es el anticipo, realidad inefable, ¿cuál será la que nos espera y que supera toda esperanza?
Parece que en los días que corren la Esperanza ha perdido su objeto. A fuerza de esperar cualquier cosa se nos han borrado las mejores...
¿No comprobamos -a cada paso- la búsqueda desordenada de premios de todo género, aún en los consagrados a Dios? ¿No saben, acaso, quienes todo (¿todo?) lo dejaron, que semejante renuncia comporta la total adhesión al Señor?
En no pocas ocasiones las cosas más pequeñas impiden el vuelo y nos dejan arrastrándonos por la tierra. Sí, tantas veces un sólo árbol (y no muy grande) no nos permite ver el bosque por más imponente que sea.
El paraíso comporta la renuncia al antojo menudo, a la ambición del miope, al egoísmo, a cualquier vindicta... No son las "afirmaciones" personales las que nos darán la alegría. Sabor amargo es éste, cuando se da y en él hemos puesto la esperanza..
Por el contrario, esperemos lo que no se mide ni se publicita, ni satisface inmediatamente... Abandonemos, abandonémonos con confianza...
Que el Señor nos otorga la gracia y El mismo nace en nuestro corazón.
DECRETO “QUAM SINGULARI”
El amor de Cristo a los niños
A través de las páginas del Evangelio se ve con toda claridad el amor muy singular que Cristo, durante su vida en la tierra, sentía por los niños. Estar entre ellos era su delicia; acostumbraba a imponer sobre ellos las manos; los abrazaba, los bendecía. Tomó a mal que los discípulos intentaran apartarlos de El, y les reprendió duramente diciéndoles: Dejad que los niños se acerquen a mí, no se lo prohibáis; de ellos es el reino de Dios (1). Hasta qué punto apreciaba su inocencia y el candor de sus almas, quedó bien expresado cuando, llamando a un niño, dijo a los discípulos: En verdad os digo, que si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Quienquiera que se hace pequeño como este niño, ése es mayor en el reino de los cielos. El que recibiera a un niño así en mi nombre, a mí me recibe (2).
Los niños y la Comunión eucarística
Recordando esto, la Iglesia Católica, ya desde sus mismos comienzos, puso buen cuidado en acercar los niños a Cristo en la Comunión eucarística, incluso era costumbre administrar la comunión a los lactantes. Esto se llevaba a cabo, como se manda en casi todos los rituales anteriores al siglo XIII, en el momento del bautismo, y esta costumbre siguió vigente hasta tiempos posteriores en algunos lugares; entre los Griegos y los Orientales todavía subsiste. Para evitar el riesgo de que los lactantes devolviesen el Pan consagrado, se hizo habitual la costumbre de administrarles la Eucaristía sólo bajo la especie de vino.
Pero no sólo en el bautismo se alimentaba a los niños con el alimento divino, sino también después y con frecuencia. En algunas Iglesias hubo la costumbre de dar la Eucaristía a los niños inmediatamente después de comulgar el clero; y en otros lugares, después de la Comunión de los adultos, se daba a los niños los fragmentos sobrantes.
El uso de razón y la Comunión
Más tarde, esta costumbre desapareció en la Iglesia latina y los niños no eran admitidos a la Sagrada Mesa, si no poseían un comienzo de uso de razón y podían tener un cierto conocimiento del Santísimo Sacramento. Esta nueva disciplina, ya admitida por algunos Sínodos particulares, fue solemnemente confirmada por el Concilio IV de Letrán, del año 1215, en el célebre canon 21, que prescribe la Confesión y la Sagrada Comunión a los fieles que hayan llegado al uso de la razón: “Todos los fieles de uno y otro sexo, una vez llegados a la edad de la razón, deben por sí mismos confesar fielmente sus pecados al sacerdote, al menos una vez al año, y deben hacer todo lo posible por cumplir la penitencia que se les imponga y recibir con reverencia el Sacramento de la Eucaristía, al menos por Pascua, a no ser que el sacerdote, por alguna causa razonable, crea conveniente aplazar por algún tiempo la recepción del Sacramento.”
El Concilio de Trento (3), sin reprobar la antigua costumbre de administrar la Eucaristía a los niños antes del uso de razón, confirmó el Decreto del Concilio de Letrán y condenó a quienes opinasen en contra: “Si alguien negase que todos y cada uno de los fieles, al llegar a la edad de la razón, están obligados a comulgar cada año, al menos por Pascua, según mandato de la Madre Iglesia, sea anatema” (4).
Por consiguiente, en virtud del citado y todavía vigente decreto del Laterano, los cristianos, en cuanto llegan a la edad de la discreción, están obligados a acercarse, al menos una vez al año, a los Sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía.
Errores y abusos
Pero, con el transcurso del tiempo, se han introducido no pocos errores y abusos deplorables al determinar cuál es la edad de la razón o de la discreción. Ha habido quienes han señalado una edad de la discreción para recibir el Sacramento de la Penitencia y otra diferente para el de la Eucaristía. Para la Penitencia creían que la edad de la discreción es aquella en la que puede distinguirse el bien del mal, y por tanto, en la que se puede pecar; para la Eucaristía, sin embargo, exigían una edad mas avanzada, en la que se puede tener un más pleno conocimiento de la fe y una preparación espiritual más madura. Así, según las diversas costumbres y las distintas opiniones, para recibir la Primera Comunión, en unos lugares se establece la edad de diez o de doce años, en otras la de catorce años o más, excluyendo de la Comunión Eucarística a los niños o los adolescentes menores de esa edad.
Esta costumbre, con la que se pretende velar por el respeto del Santísimo Sacramento, apartando de él a los fieles, es origen de muchos males. Así, ha sucedido que la inocencia de los años infantiles, privada de poder abrazarse a Cristo, se ha visto ayuna de toda sustancia de vida interior; como consecuencia de ello, se ha dado lugar a que la juventud, sin esta ayuda eficaz y rodeada de tantas cosas malas, con el candor ya perdido, se encuentre de frente con los vicios antes de haber podido saborear los sagrados misterios. Y aunque de esta manera la Primera Comunión vaya precedida de una preparación atenta y de una cuidadosa Confesión -cosa que, de todos modos, no en todas partes se hace-, siempre es lamentable la pérdida de la primera inocencia que, con la recepción más temprana de la Eucaristía, quizá se hubiera podido evitar.
Pero no es menos reprobable la costumbre que hay en algunos sitios, de impedir la Confesión sacramental, o negar la absolución, a los niños que todavía no están admitidos a la mesa eucarística. Esto conduce a que permanezcan entre los lazos del pecado, quizá grave, por largo tiempo y con gran peligro.
Y lo que es el colmo: en determinados lugares, a los niños a quienes no se ha permitido hacer la Primera Comunión, ni siquiera en el momento de la muerte se les administra el Santo Viático; así, enterrados como párvulos, no se les ayuda con los sufragios de la Iglesia.
Son restos de jansenismo
Estos son los daños que ocasionan quienes se empeñan en que la Primera Comunión vaya precedida de una preparación fuera de lo ordinario, quizá sin darse cuenta de que precauciones tan exageradas están cerca de los errores jansenistas, los cuales afirman que la Sagrada Eucaristía es un premio y no una ayuda para la fragilidad humana. La opinión del Concilio de Trento es totalmente opuesta, cuando enseña que la Eucaristía es “un antídoto por el que nos vemos libres de nuestras culpas diarias y que nos preserva de los pecados mortales” (5); la Sagrada Congregación del Concilio ha insistido recientemente en esta doctrina, con un Decreto del 26 de diciembre de 1905, por el cual se estimula a la Comunión diaria a todos, mayores y pequeños, con sólo dos condiciones: el estado de gracia y la rectitud de intención.
No se ve justificación alguna para que, si antiguamente se daba a los niños, incluso a los niños de pecho, los fragmentos que sobraban de las sagradas especies, hoy se deba exigir una preparación extraordinaria a los niños que todavía están en el primer candor y en el felicísimo estado de inocencia, y que, por causa de tantos peligros como hay en esta vida, necesitan mucho de ese místico alimento.
Edad adecuada para la Comunión
Estos abusos que reprendemos traen su origen en que no determinaron razonablemente y con acierto la edad de la discreción quienes señalaron una para la Penitencia y otra para la Eucaristía. El Concilio de Letrán exigió una misma edad para ambos Sacramentos, ya que impone la obligación conjunta de Confesar y Comulgar. Por lo tanto, puesto que para la Confesión se estima que la edad de la discreción es aquella en la que ya se distingue el bien del mal, es decir, la edad en la que ya se ha llegado a un cierto uso de la razón, también para la Comunión se ha de decir que la edad apropiada es aquella en la que se puede distinguir el Pan Eucarístico del pan ordinario, y que es la misma edad en la que el niño ya tiene uso de razón.
Y no de otro modo lo entendieron los principales Concilios, interpretando al de Letrán. Consta por la historia de la Iglesia que, ya desde el siglo XII, poco después del Concilio de Letrán, muchos concilios y decretos episcopales permitían la Primera Comunión a los niños de siete años. Tenemos además como testimonio de suma autoridad a Santo Tomás de Aquino, que dice: “Cuando los niños empiezan a tener un cierto uso de razón, de manera que pueden sentir devoción hacia este Sacramento (de la Eucaristía), ya se les puede dar” (6). Ledesma desarrolla esto así: “Digo, fundándome en un consenso unánime, que la Eucaristía se ha de dar a todos los que tienen uso de razón, aunque lleguen a ese uso de la razón precozmente; incluso en el caso de que un niño se dé cuenta de lo que hace sólo de modo confuso” (7). Esto mismo explica Vázquez con estas palabras: “Una vez que el niño ha llegado al uso de razón, queda ya obligado por derecho divino, y la Iglesia no puede en absoluto dispensarlo (8).
Lo mismo enseña San Antonino: “Cuando (el niño) es capaz de malicia, es decir, cuando puede pecar mortalmente, entonces le obliga el precepto de Confesión y, por consiguiente, de la Comunión” (9). El Concilio de Trento nos hace llegar a esta conclusión, cuando en la sesión XXI, cap. 4, recuerda: “los pequeños que no tienen uso de razón no están obligados a la Comunión Sacramental”, y señala como único motivo que no pueden pecar: “pues a esa edad no pueden perder la gracia de hijos de Dios que han recibido”. De ello, se deduce que la mente del Concilio es que los niños tienen necesidad y obligación de Comulgar cuando pueden perder la gracia por el pecado. Concuerdan con esto las palabras del Concilio Romano, celebrado bajo Benedicto XIII, indicando que la obligación de recibir la Eucaristía comienza “después que los niños y niñas llegan a la edad de la discreción, a la edad en que ya están en condiciones de distinguir este alimento sacramental, que no es otro que el cuerpo verdadero de Jesucristo, del pan común y profano, y saber acercarse a recibirlo con la debida piedad y devoción” (10). Y el Catecismo Romano dice: “nadie puede determinar mejor la edad en la que se puede dar a los niños los sagrados misterios, que sus padres y el sacerdote con quien confiesan sus pecados. A ellos, pues, corresponde examinar y averiguar por los mismos niños, si han alcanzado ya un cierto conocimiento de este admirable Sacramento y si saben ya gustarlo” (11).
De todo lo expuesto, se deduce que la edad de la discreción, para recibir la comunión, es aquella en la que el niño sabe distinguir el pan eucarístico del pan común y material, de manera que pueda acercarse al altar con devoción. Por consiguiente, no se requiere un perfecto conocimiento de las cosas de la Fe, pues bastan unos ciertos rudimentos, o sea, un cierto conocimiento; y tampoco se necesita un pleno uso de razón, pues es suficiente que ese uso esté en sus comienzos, es decir, un cierto uso de razón. Por todo ello, aplazar la Comunión y establecer una edad más madura para recibirla es absolutamente reprobable, y la Sede Apostólica lo ha condenado repetidas veces. Así el Papa Pío IX, de feliz memoria, en la carta del Cardenal Antonelli a los Obispos de Francia, de fecha 12 de marzo de 1866, reprobó duramente la costumbre incipiente en algunas diócesis de retrasar la Primera Comunión hasta una edad más madura y fija. Y la Sagrada Congregación del Concilio, con fecha 15 de marzo de 1851, rectificó un capítulo del Concilio de Ruán, por el que se prohibía la Comunión a los niños menores de doce años. El mismo criterio siguió la Sagrada Congregación para la disciplina de los Sacramentos, el 25 de marzo de 1910, en la causa de Estrasburgo, en la que se trataba de si se podía dar la Sagrada Comunión a los niños de doce o a los de catorce años: “los niños y las niñas, una vez que han llegado a la edad de la discreción o del uso de razón, pueden acercarse a la sagrada mesa.”
Normas que se han de aplicar
Ponderado serenamente todo lo expuesto, esta Sagrada Congregación para la disciplina de los Sacramentos, en la Congregación General habida el día 15 de julio de 1910, ha considerado oportuno determinar, para que se observen en todas partes, las siguientes normas acerca de la Primera Comunión de los niños, con el fin de evitar los mencionados abusos, y para que los niños se acerquen a Jesucristo, vivan de Su vida y tengan defensa contra los peligros de la corrupción.
I. La edad de la discreción, tanto para la Confesión como para la Sagrada Comunión, es aquella en la que el niño empieza a razonar, o sea, hacia los siete años más o menos. En esa edad comienza la obligación de cumplir con los preceptos de la Confesión y de la Comunión.
II. No se necesita un pleno y perfecto conocimiento de la doctrina cristiana para la Primera Confesión y para la Primera Comunión. Más adelante el niño deberá ir aprendiendo gradualmente el Catecismo, en la medida de su inteligencia.
III. El conocimiento de la religión que se requiere, en el niño, para que se prepare adecuadamente a la Primera Comunión, es el que le permita, según su capacidad, percibir los misterios de la fe necesarios con necesidad de medio, y que pueda distinguir entre el pan eucarístico y el pan común y corporal, de manera que se acerque a la Sagrada Eucaristía con la devoción que su edad le permita.
IV. La obligación del precepto de Confesar y Comulgar que grava a los niños, pesa de modo principal sobre quienes los tienen a su cuidado, es decir, los padres, el confesor, los maestros y el párroco. Corresponde al padre -o a quienes hacen sus veces- y al confesor según indica el Catecismo Romano, determinar cuándo el niño puede hacer la Primera Comunión.
V. Una o más veces al año, deben procurar los Párrocos que se celebre una Comunión general para los niños; se han de reunir para ella, no sólo a los que comulgan por primera vez, sino también a otros que a juicio de sus padres o del confesor, como se ha dicho, ya hicieron la Primera Comunión. Para unos y otros conviene que haya previamente algunos días de instrucción y preparación.
VI. Quienes tienen a su cargo a los niños deben procurar con todo empeño, que, después de la Primera Comunión, se acerquen con frecuencia a la Sagrada mesa y, si fuera posible, incluso, diariamente, como es el deseo de Jesucristo y de la Santa Madre Iglesia, y que lo hagan con la devoción que a esa edad se tiene. Recuerden también quienes tienen esa responsabilidad el gravísimo deber que pesa sobre ellos de procurar que los niños asistan a la catequesis, o por lo menos de proporcionarles de otro modo la instrucción religiosa.
VII. Es absolutamente reprobable la costumbre de no recibir en confesión a los niños, o de no darles la absolución, cuando ya han llegado al uso de razón. Por consiguiente, los Ordinarios, además de los medios que el derecho les confiere, deben procurar que esa costumbre desaparezca totalmente.
VIII. Es absolutamente detestable el abuso de no administrar el Viático y la Extremaunción a los niños que tienen uso de razón, y de enterrarlos con el rito de los párvulos. Los Ordinarios deberán amonestar severamente a quienes no abandonen esa costumbre.
Nuestro Santísimo Padre, el Papa Pío X, aprobó, en la audiencia concedida el día 7 del mes corriente, estas propuestas de los Cardenales de esta Congregación, y ordenó que se promulgara y publicara este Decreto. Mandó a todos los Ordinarios que lo diesen a conocer no sólo a los párrocos y al clero, sino también a todo el pueblo, a quien le será leído en lengua vernácula cada año, durante el tiempo del precepto pascual. Y también deberán los Ordinarios, puntualmente cada cinco años, entre los demás asuntos de la diócesis, dar cuenta a la Santa Sede del cumplimiento de este Decreto.
Queda derogada cualquier disposición contraria.
Dado en Roma, en el Palacio de la misma Sagrada Congregación, el 8 de agosto de 1910.
D. CARD FERRATA, Praefectus
Ph. Giustini, a secretis
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NOTAS
(1) Mc 10, 13.14.16.
(2) Mt 18, 3.4.5.
(3) Sesión XXI, de Communione, c. 4.
(4) Sesión XIII, de Eucharistia, c. 8, can. 9.
(5) Sesión XIII, de Eucharistia, c. 2
.(6) Summa Theologiae, III, q. 80, a. 9, ad. 3.
(7) In S. Thoma, III, q. 80, a. 9, dub. 6.
(8) In S. Thoma, III, disp. 214, c. 4, n. 43.
(9) P. III, tit. 14, c. 2, 5.
(10) Istruzione per quei che debbono la prima volta ammettersi alla S. Comunione. Append. XXX, p. 11.
(11) P., II, De Sacr. Euchar., n. 63.
El Papa, sobre la importancia del Santo Rosario en la vida cristiana
Reflexión del Papa durante el rezo del Santo Rosario en el Santuario de Pompeya, en la tarde del pasado domingo, como conclusión de su visita a este santuario italiano.
Venerados hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio queridos religiosos y religiosas, queridos hermanos y hermanas:
Antes de entrar en el Santuario para recitar junto con vosotros el santo Rosario, me he detenido brevemente ante la urna del beato Bartolo Longo, y rezando me he preguntado: “Este gran apóstol de María, ¿de dónde ha sacado la energía y la constancia necesarias para llevar a cumplimiento una obra tan imponente, conocida ya en todo el mundo? ¿No es precisamente del Rosario, acogido por él como un verdadero don del corazón de la Virgen?”, Sí, ¡ha sido precisamente así! Lo atestigua la experiencia de los santos: esta popular oración mariana es un medio espiritual precioso para crecer en la intimidad con Jesús, y para aprender, en la escuela de la Virgen Santa, a cumplir siempre su divina voluntad. Es contemplación de los misterios de Cristo en unión espiritual con María, como subrayaba el siervo de Dios Pablo VI en la exhortación apostólica Marialis cultus (n. 46), y como después mi venerado predecesor Juan Pablo II ilustró ampliamente en la Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, que hoy vuelvo a entregar a la Comunidad pompeyana y a cada uno de vosotros. Vosotros que vivís y trabajáis aquí en Pompeya, especialmente vosotros, queridos sacerdotes, religiosas, religiosos y laicos comprometidos en esta singular porción de la Iglesia, estáis llamados a hacer vuestro el carisma del beato Bartolo Longo y a llegar a ser, en la medida y en los modos que Dios concede a cada uno, auténticos apóstoles del Rosario.
Pero para ser apóstoles del Rosario, es necesario tener experiencia en primera persona de la belleza y profundidad de esta oración, sencilla y accesible a todos. Es necesario ante todo dejarse conducir de la mano de la Virgen María a contemplar el rostro de Cristo: rostro alegre, luminoso, doloroso y glorioso. Quien, como María y junto a Ella, custodia y medita asiduamente los misterios de Jesús, asimila cada vez más sus sentimientos, se conforma a Él. Me gusta, al respecto, citar una hermosa consideración del beato Bartolo Longo: “Como dos amigos -escribe-, que se tratan a menudo, suelen conformarse también en las costumbres, así nosotros, conversando familiarmente con Jesús y la Virgen, al meditar los Misterios del Rosario, y formando juntos una misma vida con la Comunión, podemos llegar a ser, en cuanto sea capaz nuestra bajeza, parecidos a ellos, y aprender de estos grandes ejemplos a viir humilde, pobre, paciente y perfecto” (I Quindici Sabati del Santissimo Rosario, 27 ed., Pompei, 1916, p. 27: cit. en Rosarium Virginis Mariae, 15).
El Rosario es escuela de contemplación y de silencio. A primera vista, podría parecer una oración que acumula palabras, y por tanto difícilmente conciliable con el silencio que se recomienda justamente para la meditación y la contemplación. En realidad, esta cadenciosa repetición del 'Ave Maria no turba el silencio interior, sino que lo busca y alimenta. De la misma forma que sucede con los Salmos cuando se reza la Liturgia de las Horas, el silencio aflora a través de las palabras y las frases, no como un vacío, sino como una presencia de sentido último que trasciende las mismas palabras y junto a a ellas habla al corazón. Así, recitando las Ave Maria es necesario poner atención para que nuestras voces no “cubran” la de Dios, que siempre habla a través del silencio, como “el susurro de una brisa ligera” (1 Re 19, 12). ¡Qué importante es entonces cuidar este silencio lleno de Dios, tanto en la recitación personal como en la comunitaria! También cuando es rezado, como hoy, por grandes asambleas y como hacéias cada día en este Santuario, es necesario que se percoba el Rosario como oración contemplativa, y esto no puede suceder si falta un clima de silencio interior.
Quisiera añadir otra reflexión, relativa a la Palabra de Dios en el Rosario, particularmente oportuna en este periodo en que se está llevando a cabo en el Vaticano el Sínodo de los Obispos sobre el tema: “La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia”. Si la contemplación cristiana no puede prescindir de la Palabra de Dios, también el Rosario, para ser oración contemplativa, debe siempre emerger del silencio del corazón como respuesta a la Palabra, sobre el modelo de la oración de María. Bien mirado, el Rosario está todo entretejido de elementos sacados de la Sagrada Escritura. Hay ante todo la enunciación del misterio, hecha preferiblemente, como hoy, con palabras tomadas de la Biblia. Sigue el Padrenuestro: al imprimir a la oración un movimiento “vertical”, abre el alma de quien recita el Rosario en una justa actitud filial, según la invitación del Señor: “Cuando rezáis decid: “Padre...” (Lc 11, 2). La primera parte del Avemaría, tomada también del Evangelio, nos hace cada vez volver a escuchar las palabras con que Dios se ha dirigido a la Virgen a través del Ángel, y las bendiciones de la prima Isabel. La segunda parte del Avemaría resuena como la respuesta de los hijos que, dirigiéndose suplicantes a la Madre, no hacen otra cosa que expresar su propia adhesión al diseño salvífico revelado por Dios. Así el pensamiento de quien reza está siempre anclado en la Escritura y en los misterios que en ella se presentan.
Recordando, finalmente, que hoyo celebramos la Jornada Misionera Mundial, quiero recordar la dimensión apostólica del Rosario, una dimensión que el beato Bartolo Longo vivió intensamente tomando de él inspiración para realizar en esta tierra tantas obras de caridad y de promoción humana y social. Además, él quiso que este Santuario se abriera al mundo entero, como centro de irradiación de la oración del Rosario y lugar de intercesión para la paz entre los pueblos. Queridos amigos, ambas finalidades, el apostolado de la caridad y la oración por la paz, deseo confirmar y confiar nuevamente a vuestro compromiso espiritual y pastoral. A ejemplo y con el apoyo de vuestro venerado Fundador, no os canséis de trabajar con pasión en esta parte de la viña del Señor por el que la Virgen ha mostrado predilección.
Queridos hermanos y hermanas, ha llegado el momento de despedirme de vosotros y de este santuario. Os agradezco la calurosa acogida y sobre todo vuestras oraciones. Agradezco al arzobispo Prelado y Delegado Pontificio, a sus colaboradores y a todos los que han trabajado para preparar de la mejor manera mi visita. Debo dejaros, pero mi corazón queda cercano a esta tierra y a esta comunidad. Os confío a todos a la Beata Virgen del Santo Rosario, y os imparto de corazón a cada uno de vosotros la Bendición Apostólica.
MORTIFICACIÓN Y FELICIDAD
P. Fr. Mario José Petit de Murat O.P.
Aquél que remonte las sendas oscuras de los problemas humanos hasta la zona de la paradoja, donde ellos encuentran su verdadera solución, no se asombrará del título ni de la conclusión de este artículo.
Sabemos que todo hombre anda en caza ansiosa de su felicidad; mas, el que contempla desde la Sabiduría sus afanes, también entiende que el hombre actual está imposibilitado de alcanzarla.
Se necesita mucha valentía para reconocer que un crimen nos oprime; la Humanidad se edifica, en nuestros días, sobre la negación del Hombre y el Hijo de Dios. Esta vez ha sido una Humanidad bautizada la que se propuso una aventura en las afueras de la Casa del Padre.
Muchos prevaricaron abiertamente. La mayoría no supo distinguir hasta qué punto las nuevas teorías podían minar su fe. Pocas almas no han manchado sus vestiduras en Sardis. Perdido el celo; abiertas las puertas al enemigo, nada mejor pudo hacer el demonio en favor de sus intereses que adulterar los Dogmas en las mentalidades individuales.
El vulgo -incluyendo a los "intelectuales del siglo"- conoce una parodia de la Revelación. Aquella inteligencia sutil y tenebrosa juega como quiere con el hombre cuando éste rompe con Cristo. Sus obras maestras para alejarle de la dignidad y la gloria, de la felicidad, son los conceptos de dignidad y gloria, de felicidad que le ha inspirado e informan toda la vida moderna.
El hombre actual podrá conocer el placer de tal o cual sentido; de tal o cual glándula; cuanto más, el de la imaginación.
Mas no conoce el gozo del hombre.
Excita sus sentidos y glándulas, abusa de ellos hasta convertirlos en llagas. De esta manera, no sólo nunca alcanza el noble y altísimo gozo que le corresponde como criatura racional -como persona- sino que aún convierte en sucios dolores aquellos por los cuales perdió su verdadera aventura.
¿Quién nos librará de esta muerte vivida de este ahogarnos en ese mar de glándulas venidas a más; entronizadas en el lugar de la Filosofía y de las Artes de toda actividad moderna?
Unicamente la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, la cual fructifica en Penitencia, y, ésta, en Mortificación.
La Mortificación está de acuerdo a toda verdad y razón, mientras que el huir de ella es la actitud del enfermo cobarde, el cual, no queriendo mirar cara a cara su enfermedad, la oculta. Con esto permite que crezca y lo devore.
La mortificación es exigida por la razón natural: es, ante todo, curativa. Nada mejor que ella para destruir la floración de vicios que deforma nuestra naturaleza.
Dos grandes obstáculos se oponen a la clara inteligencia de esta doctrina: el primero es la creencia de que el estado de la mayoría de los hombres, es el normal.
El segundo, llamar vicios tan sólo a las manifestaciones más groseras de los mismos.
Nada de esto es verdad. Nacemos degenerados y, además, la desviación viciosa de nuestras facultades es, en tal punto profunda, que hasta aquél día que tomemos la actitud deliberada de adquirir las virtudes opuestas, los vicios malearán nuestras acciones. El hombre no se libra del modo sensual de pensar y amar más que en los altos peldaños de la Redención. Nos hemos hundido en la parte inferior de nuestra naturaleza y el salvataje -es decir, que nuestra cabeza y la parte espiritual llegue a asomar por encima de esa carne fuera de cauce- exige las fuerzas de un Dios.
La idea de que nuestro estado es normal porque se parece al común de las gentes, es igual a la de un leproso que tuviera su lepra por buena porque el suyo no difiera del que predomina en la leprosería.
Gran favor nos hizo el hijo del demonio que se llamó J. J. Rousseau cuando inauguró el siglo inmediato a nosotros con esta falsedad: la de la inocencia de nuestro estado original. Con dicha convicción hemos quedado a merced de nuestra corrupción nativa. Y ella ha prosperado y crecido quince codos por encima de las inteligencias más altas de esta Edad.
Dada la verdad de nuestra corrupción colectiva e individual, la mortificación es cosa tan sensata como las medidas terapéuticas que se toman contra las enfermedades corporales. "Que se abstenga de carne, pastas y huevos"; "su reposo debe ser absoluto", etc. La misma razón conviene con respecto de tal o cual uso, tal o cual pensar, mirar o hablar que alimente los malos hábitos, con los cuales hemos malvertido nuestras energías. Y estos hábitos malos no existen únicamente en el último de los borrachos, avaros, lujuriosos o ambiciosos. El orgullo, la lujuria, la gula, la avaricia existen y se infiltran de las maneras más insospechadas en las acciones de todos los que no hayan entrado en las más altas etapas de la Redención (la cual también es Regeneración).
Estamos muy lejos de la verdad del ser humano. Es altísima la inteligencia, belleza y bondad que corresponde a esta cabeza del mundo sensible. El petit-maitre que se crea inteligente porque es un poco más ingenioso que el almacenero de la esquina en expresar la misma idea; la doncella que se considere bella o bonita porque sus ojos o su nariz son más agradables que los de sus vecinas, o parecidos a los de tal o cual artista, lo único que manifiestan es que, siendo bajo el ejemplar elegido, han perdido de vista la dignidad que como seres humanos les corresponde.
Mas cuando descubrimos la excelencia de donde estamos cayendo por nuestras torpezas, con gemidos y llantos acudimos a la mortificación como el enfermo se prende a los remedios cuando el médico lo entera de la gravedad de sus dolencias.
Son múltiples los frutos de orden natural que se cosechan en un alma y un cuerpo labrados por la mortificación. Así lo entendieron esclarecidos paganos y gracias a ella alcanzaron encomiable decoro humano. La prueba está en que la palabra ascesis proviene del griego y significa fino mejoramiento.
La destrucción del vicio, en el mismo grado que la llevamos a cabo, nos dispone para una posesión verdadera, profunda y perdurable de todos los valores que componen la vida del hombre. No nos priva de nada, exento el derramamiento de nuestras potencias y la posesión sensual de las cosas, (a la cual hablando con propiedad la debamos llamar profanación de las mismas).
Sólo con ese instrumento se alcanza la recta administración de los caudales de nuestro temperamento y se labran los grandes caracteres.
Con respecto de la voluntad debemos decir que la mortificación la libra -lo mismo que a la razón- de su servidumbre; le devuelve sus fueros y soberanía permitiéndole que se despliegue, por encima de la turbamulta caprichosa y disolvente de los apetitos, en obras dignas de la naturaleza humana y en el esplendor de las acciones heroicas.
En el orden sobrenatural
I. La mortificación es el lenguaje de la verdadera conversión.
No hay otro síntoma para saber si nuestro arrepentimiento ha sido sincero o simple veleidad.
Quien continúe en blanduras con su carne, no dude que no ha entendido hasta dónde llega la voluntad Redentora de Cristo.
Quiere nuestra renovación total. "En odres viejos no se echa vino nuevo".
El que haya comprendido la gravedad del desorden de que estamos hablando, se vuelve indignado contra sus propios domésticos y rompe con ellos. Estos son sus apetitos.
La luz de la gracia nos descubre la trágica división que, por el pecado, padece nuestra naturaleza. Por ella se conoce la verdadera faz de la parte inferior que se ha declarado enemiga de lo superior y se la tratará, sin concesiones, con mano dura. Se la verá cual otra turba de judíos, la cual pide, con las tentaciones, que crucifiquemos a Jesús en nuestras almas.
Nuestras facultades altas -las específicamente nuestras- si no caen en las claudicaciones de Pilato, se levantarán, al fin, como una torre fortísima en medio de plebe baja y alborotada por un tiempo: la muchedumbre de los apetitos.
Abraham, en una visión inmensa y caliginosa, vio la Redención del hombre. La Cruz, figurada por una lámpara encendida y un horno humeante, pasaba por entre medio de animales alineados y divididos; la parte derecha de cada uno de ellos a un lado y la izquierda, colocada en la otra vera, sin ninguna comunicación con la anterior.
Este es el primer oficio de Jesús: calmar la confusión que reina en nuestro interior y deslindar las dos partes en que nuestra naturaleza está dividida: la valiosa, la cual, rescatada de inmediato, será sede de su gracia. Esta es la espiritual, significada siempre en las Escrituras por el lado diestro; y aquélla otra inferior -figurada por la siniestra- en cuyas concupiscencias desmandadas el pecado toma sus fuerzas.
La acción de la gracia sobre esta última, no es de asunción inmediata, sino de purificación, la cual concretamente se cristaliza bajo la forma de la mortificación. Los apetitos, de otra manera, no pueden ser vueltos a su medida, y a la participación de la divinidad racional que nos pacifica por la recta ordenación de los mismos a sus respectivos fines.
II - La mortificación, asumida por Cristo, tiene valor expiatorio. La única desgracia que pesa sobre la humanidad moderna es ignorar:
Primero, la relación del hombre con su dolor;
Segundo, el valor que Cristo ha comunicado al mismo.
Su más zafia ilusión es pensar que puede tomar o dejar, libremente, sus sufrimientos. Todos sus esfuerzos por evitarlos no sólo son estériles, sino nocivos porque agregan con ellos llaga a su llaga, extenuación a su debilitamiento.
Cuanto más groseramente animal es un hombre, más cae en el error de que el dolor es accesorio o, más bien, producido por circunstancias y agentes exteriores, los cuales con los recursos de la comodidad, podrá evitar.
En cambio el padecer fluye del hombre como de su fuente. El pecado lo deforma, lo priva de perfecciones reales que son otras tantas aptitudes para con las exigencias en nuestras propias tendencias y de los objetos que las sacian. Así, debilitado con respecto de su propio destino, disminuido en relación a su propia vida, ésta lo aplasta de mil maneras.
Cristo no vino a introducir el dolor en nuestra vida; ni siquiera a sumar otros a los que nos son propios, sino todo lo contrario. Los asumió para transfigurarlos. Hizo nuestro yugo suave y nuestra carga leve. Los dolores de Cristo no son los dolores de un hombre, al cual tengamos que imitar para salvarnos. Son los dolores de toda la Humanidad padecidos por el Hombre que también es Dios. Lo hizo para comunicar valor expiatorio a los sufrimientos de todos los hombres.
Tanto nos amó que nos visitó en lo más nuestro. Pues todos los dones son prestados, más el padecer procede de nuestra naturaleza degenerada por el pecado como de su primer principio.
Todo lo que Cristo toca se transfigura con belleza indecible.
Pero como ninguna cosa el sufrir.
En Él se convierte en arma de conquista. Le comunica un movimiento ascendente, una fecundidad infinita gestadora de regeneración y transfiguración: de felicidad eminente. "El vino postrero será mejor que el primero".
Quien troque su espíritu de culpa por espíritu de penitencia se gozará en sus padecimientos como el forjador de un gran reino en su obra. Porque estará forjando con Cristo un Reino que deslumbrará a los Ángeles.
Por otra parte, este Reino no se posterga. Se comunica secretamente al corazón y al alma del que lo ama, asentando un gozo nuevo, un júbilo antiguo y eminente en la base del cráneo nuestro y en el seno más escondido de nuestras fibras. "Y exultarás los huesos humillados"
Sobre los grados de la contemplación.
Vigilemos en pie, apoyándonos con todas nuestras fuerzas en la roca firmísima que es Cristo, como está escrito: Afianzó mis pies sobre roca, y aseguró mis pasos. Apoyados y afianzados en esta forma, veamos qué nos dice y qué decimos a quien nos pone objeciones.
Amadísimos hermanos, éste es el primer grado de la contemplación: pensar constantemente qué es lo que quiere el Señor, qué es lo que le agrada, qué es lo que resulta aceptable en su presencia. Y, pues todos faltamos a menudo, y nuestro orgullo choca contra la rectitud de la voluntad del Señor, y no puede aceptarla ni ponerse de acuerdo con ella, humillémonos bajo la poderosa mano del Dios altísimo y esforcémonos en poner nuestra miseria a la vista de su misericordia, con estas palabras: Sáname ,Señor , y quedaré sano; sálvame y quedaré a salvo. Y también aquellas otras: Señor, ten misericordia, sáname, porque he pecado contra ti.
Una vez que se ha purificado la mirada de nuestra alma con esas consideraciones, ya no nos ocupamos con amargura en nuestro propio espíritu, sino en el espíritu divino, y ello con gran deleite. Y ya no andamos pensando cuál sea la voluntad de Dios respecto a nosotros, sino cuál sea en sí misma.
Y, ya que la vida está en la voluntad del Señor, indudablemente lo más provechoso y útil para nosotros será lo que está en conformidad con la voluntad del Señor. Por eso, si nos proponemos de verdad conservar la vida de nuestra alma, hemos de poner también verdadero empeño en no apartarnos lo más mínimo de la voluntad divina.
Conforme vayamos avanzando en la vida espiritual, siguiendo los impulsos del Espíritu, que ahonda en lo más íntimo de Dios, pensemos en la dulzura del Señor, qué bueno es en sí mismo. Pidamos también, con el salmista, gozar de la dulzura del Señor, contemplando, no nuestro propio corazón, sino su templo, diciendo con el mismo salmista: Cuando mi alma se acongoja, te recuerdo.
En estos dos grados está todo el resumen de nuestra vida espiritual: Que la propia consideración ponga inquietud y tristeza en nuestra alma, para conducirnos a la salvación, y que nos hallemos como en nuestro elemento en la consideración divina, para lograr el verdadero consuelo en el gozo del Espíritu Santo. Por el primero, nos fundaremos en el santo temor y en la verdadera humildad; por el segundo, nos abriremos a la esperanza y al amor.
(Sermón 5 sobre diversas materias, 4-5: San Bernardo,Opera omnia, edición cisterciense, 6, 1 (1970), 103-1041)Arcángeles: La Milicia de Dios
El mundo de los ángeles, en el que tan poco pensamos por el solo hecho de ser inuisible.
Es sin embargo un mundo donde las perfecciones diuinas brillan mucho más que en la creación corporal. Dios es espíritu, y por eso todo lo que sea espiritual, y cuanto más lo sea, refleja al Creador de modo más eminente que todo el mundo corporal, por muy lleno de encantos y maravillas que esté.
Detengámonos, pues, algunos instantes, para recordar las principales verdades que la doctrina católica nos enseña sobre los ángeles. Hagámoslo con el propósito de tener mayor familiaridad, ya desde esta vida, con aquellos que han de ser nuestros compañeros de gloria.
Lo primero que nos enseña la Iglesia es que Dios, al crear, quiso producir una triple categoría de seres: la primera de naturaleza puramente espiritual, y esos son los ángeles; la segunda de naturaleza puramente material, y esos son los cuerpos; y la tercera de naturaleza mixta, esto es, en parte espiritual y en parte corporal, y esos son los hombres.
Así lo definió explícitamente la Iglesia en dos Concilios, el IV de Letrán y el Vaticano I: "Este solo verdadero Dios, por su bondad y virtud omnipotente, no para aumentar su bienaventuranza ni para adquirirla, sino para manifestar su perfección por los bienes que reparte a la criatura, con libérrimo designio, «juntamente desde el principio del tiempo, creó de la nada a una y otra criatura, la espiritual y la corporal, esto es, la angélica y la mundana, y luego la humana, como común, constituida de espíritu y cuerpo»" (Dz. 1783).
Dediquémonos a estudiar la creatura angélica. Tanto la Sagrada Escritura como la Tradición nos revelan que la naturaleza del ángel es puramente espiritual. Es decir, que no tienen cuerpo, por muy sutil y etéreo que se lo quiera imaginar. Son puros espíritus.
Ahora bien, ¿cuál es la actividad de un espíritu? Conocer y amar, esto es, contemplar. Dios mismo, que es Espíritu infinito, se conoce perfectísimamente (y así engendra al Verbo) y se ama infinitamente (y así espira al Espíritu Santo). Pues bien, los ángeles imitan este conocimiento y amor de Dios mucho más perfectamente que nosotros. Y es que nosotros, por más que tengamos un alma espiritual, no nos dedicamos enteramente a la actividad espiritual, ya que el cuerpo nos reclama una parte (y bastante grande) de nuestro tiempo: hay que trabajar para ganarse el pan, comer, descansar, vestirse, curarse, recrearse...
No pasa así con los ángeles. Puros espíritus como son, pueden dedicarse totalmente a su actividad espiritual, sin interrumpirla nunca, sin cansarse. Se dedican a conocer y a amar. Son inteligencia y voluntad en ejercicio continuo. Y en ejercicio perfectísimo. Que esa es otra de las consecuencias de no tener cuerpo. Nosotros, por tener que servirnos del cuerpo para conocer y amar, vamos conociendo las cosas progresivamente, unas después de otras. El cuerpo es para nosotros una ayuda, pero también una traba para nuestra actividad intelectual. No sucede así con los ángeles. Como no tienen cuerpo, su conocimiento no es ni progresivo ni sucesivo: es instantáneo, captan de golpe todo lo que son naturalmente capaces de conocer. Dicho de otro modo, son perfectos en ciencia. Ya que no pueden sacar su conocimiento de lo sensible, como nosotros, Dios infundió en su inteligencia, en el mismo momento de crearlos, las ideas inteligibles de todo lo que son capaces de conocer según su naturaleza. Tan perfectos son en ciencia, que sólo pueden aprender las verdades de orden sobrenatural (por revelación divina), o las que un ángel superior pueda comunicarles (por iluminación).
Y puesto que son tan perfectos en ciencia, su voluntad se ve totalmente esclarecida al momento de tomar una decisión. Si el entendimiento del ángel conoce de golpe todo lo que es capaz de conocer, su voluntad es igual de perfecta, y es capaz de tomar decisiones definitivas. Claro, cuando decide algo, el ángel tiene en cuenta todo lo que puede influir en esa decisión. En las causas ve ya los efectos, en los principios conoce las conclusiones, sin que tenga que deducirlas una por una y paulatinamente, como nosotros. Por eso, si decide o elige mal (como hicieron los ángeles prevaricadores), ya no es capaz de arrepentirse, porque, como diríamos nosotros, se juega totalmente en esa decisión; esto es, no ignora nada de cuanto se refiere a ella: las mismas consecuencias y castigos a que se expone le son conocidos.
ELEVACIÓN Y CAÍDA DE LOS ÁNGELES
Al igual que los hombres, los ángeles fueron creados con la gracia santificante, esto es, elevados al orden sobrenatural, pero en estado de prueba, eso es, sin poseer todavía su fin, que debían merecer con sus propios actos. Es decir, contra una opinión tal vez difundida en demasía entre la gente, los ángeles aún no veían a Dios; de otro modo algunos de ellos no podrían haber pecado.
¿Por qué Dios no los creó directamente en el cielo, con la visión beatífica? Porque Dios quiere que las creaturas espirituales inteligentes y libres merezcan la felicidad eterna mediante sus propios actos, y manifiesten espontáneamente su amor a Dios orientándose por sí mismas, bajo la influencia de la gracia, hacia la felicidad a que Dios las destina.
Así, pues, al igual que el hombre, los ángeles recibieron la propuesta de la felicidad eterna del cielo, que debían alcanzar por la fidelidad a la gracia recibida en su creación. Esta propuesta, ¿se hizo por medio de Nuestro Señor Jesucristo, por la adhesión al misterio de la Encarnación? Es probable, porque, ¿cómo concebir que Nuestro Señor sea el Rey de los ángeles, sin que éstos hayan consentido a su reino?
Inversamente, así se comprende mucho mejor el odio de los demonios contra Nuestro Señor Jesucristo, contra la Virgen, contra todo lo que encierra el misterio del Verbo encarnado.
Los ángeles, mucho más perfectos que los hombres, comprendieron con una inteligencia perfecta, ayudada por la gracia santificante de que están provistos desde su creación, la felicidad de la visión beatífica a la que Dios los llamaba. Así, pues, se les proponía una elección, moralmente obligatoria, pero libre. La proposición de esta elección, al ser para cada ángel lo más clara y luminosa posible, debía recibir una respuesta de adhesión instantánea y definitiva.
Todos tendrían que haber respondido: "¿Quis ut Deas?": ¿Quién es como Dios para que no lo amemos y no nos sometamos a esta proposición, que es la manifestación de la caridad infinita de Dios hacia sus creaturas espirituales?
Desgraciadamente, el orgullo y la complacencia en sí mismos de un cierto número de ángeles, los arrastró hacia una elección negativa. "Lo que somos nos basta; encontramos en ello nuestra gloria". Además, ¿por qué tener que adorar a Dios en una naturaleza humana? Tener que recibir un complemento de felicidad, y de gracia, y de gloria, de una naturaleza que les era inferior, ¿no era trastocar el mismo orden establecido por Dios, de que los seres superiores deben gobernar a los inferiores? "Non serviam": no acatamos esa condición.
Tal fue la actitud que asumieron los ángeles rebeldes. El resultado fue inmediato: perdieron la gracia santificante y fueron precipitados a las tinieblas y al fuego del odio del Infierno para siempre, ya que permanecen eternamente en su mala elección.
ORGANIZACIÓN DEL MUNDO ANGÉLICO
Como Dios todo lo hace con orden, también estableció un orden en el mundo de los ángeles, que denominamos con el término de "jerarquía" angélica. Por él se designan los tres grupos más generales en que se distribuyen los ángeles, a los que se suele dar el nombre de jerarquía suprema, jerarquía media y jerarquía inferior, en conformidad con la mayor o menor semejanza con Dios en el ejercicio de los propios ministerios.
Santo Tomás no duda en comparar las tres jerarquías que componen estos nueve coros con los tres órdenes a que puede reducirse en toda ciudad la gran variedad de personas y de oficios, a saber:
• la dase alta, constituida por los magnates;
• la clase ínfima, formada por la plebe;
• y la clase media, situada entre las dos anteriores.
La clase alta vendría a ser la primera jerarquía, la más cercana a Dios, cuya función es asistir a Dios y contemplar en él la razón de todas las cosas que deben hacerse según los planes divinos. La clase media vendría a ser la segunda jerarquía, que recibe de la primera las órdenes de lo que debe hacerse, tal como lo han contemplado en Dios, y dispone así todas las cosas en orden a su ejecución según el plan de Dios. Y la clase ínfima vendría a ser la tercera jerarquía, la de los ángeles ejecutores, que llevan a la práctica lo que la primera jerarquía ha contemplado en Dios, y la segunda mandado ejecutarse.A su vez, cada una de las tres jerarquías se divide en tres "órdenes" o "coros", que son distintos grados de realizar la función propia de cada una de las jerarquías. Tenemos así un total de nueve coros angélicos, cuyos nombres figuran en la Sagrada Escritura:
• de ángeles y arcángeles se habla en cada página de la Sagrada Escritura;
• a los querubines y serafines los nombran los profetas;
• y los otros cinco, que son las virtudes, potestades, principados, dominaciones y tronos, se encuentran en las Epístolas de San Pablo a los Efesios y Colosenses.
Cada uno de estos coros indica una diferencia tanto de perfecciones como de funciones. Así:
• los ángeles (cuyo nombre significa "nuncio, mensajero") anuncian y ejecutan en el orden material y humano las cosas mínimas;
• por su parte los arcángeles (cuyo nombre significa "ángel príncipe") anuncian y ejecutan las cosas más grandes;
• las virtudes (cuyo nombre significa "poder") realizan los milagros y prodigios en el mundo corporal;
• las potestades ya tienen una acción en el mundo espiritual, manteniendo a raya a los espíritus perversos e impidiéndoles tentar al hombre según sus deseos;
• los principados presiden a los buenos ángeles, disponen lo que deben hacer, y dirigen los ministerios divinos que tienen que cumplir;
• las dominaciones dominan de modo trascendente el poder de los principados;
• los tronos asisten a los juicios divinos, sirven de sede a Dios, y son los ejecutores de sus decretos;
• los Querubines (cuyo nombre significa "plenitud de ciencia") contemplan de más cerca la claridad de Dios, y poseen la plenitud de la ciencia;
• y los serafines (cuyo nombre significa "ardor o incendio"), más cercanos aún de su Creador, son un fuego incomparablemente ardiente e incandescente de amor.
Así, pues, era algo natural que, después de crear al hombre, Dios dispusiera que contara con la ayuda de los ángeles buenos y dejara que, por el mismo motivo, pudiera ser tentado por el ángel prevaricador (tenía todas las gracias necesarias para resistirle, sin serle inferior en ese combate).
La influencia y ayuda de los ángeles buenos sobre el hombre es una verdad continuamente atestiguada en las Sagradas Escrituras. Basta recordar, a modo de ejemplo:
• que el pueblo hebreo es sacado de la esclavitud de Egipto por la acción del Ángel de Yah-véh, que es el encargado de
dar muerte a los primogénitos, de guiar a los hebreos en su salida de Egipto y en el paso del Mar Rojo, y de protegerlos contra los Egipcios que venían en pos de ellos;
• que el Arcángel San Rafael asiste de múltiples maneras a la familia de Tobías y a la de Sara, siendo ante ellos el instrumento de la Providencia de Dios;
• que el misterio de la Encarnación del Señor es realizado con la intervención frecuente de los santos ángeles, que anuncian a la Virgen que Dios la ha elegido para ser la Madre de Dios, manifiestan el nacimiento del Salvador a los pastores, avisan a San José del peligro que acecha al divino Infante por parte de Herodes.
A los ángeles buenos les toca un papel importante en el gobierno divino: Dios quiere gobernar la creación a través de las causas segundas, y entre éstas, quiere que los seres superiores gobiernen a los inferiores.
Por este motivo, todo el orden corporal está regido por el mundo angélico. Dentro de este gobierno divino, Dios Nuestro Señor ha querido tener un cuidado especial de los hombres, que también es ejercido a través de los ángeles buenos: por ese motivo designa a cada hombre, desde su nacimiento, un ángel custodio que vela por él, sin dejar de contemplar el rostro de Dios.
Eso debería animarnos a conversar con nuestro ángel de la guarda, a recurrir a su auxilio, para que nos ayude a conquistar la vida eterna y compartir su felicidad.
También está atestiguada en la Sagrada Escritura la influencia que los ángeles caídos tienen sobre el hombre, especialmente bajo forma de tentación.
Algunos ejemplos:
• la caída de nuestros primeros padres, por instigación del demonio;
• la historia de Job, que nos muestra cómo Dios da permiso al demonio para que ponga a prueba a este hombre justo, tanto en sus bienes externos como en su propia persona;
• las tentaciones a que Nuestro Señor quiso someterse en el desierto;
• la afirmación clarísima de San Pablo de que "nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las alturas" (Efesios, 6, 12).
La acción de estos demonios sobre la humanidad es demasiado importante como para que podamos ignorarla. A ella se debe el pecado original con todas sus consecuencias desastrosas; a ella se debe el carácter de combate que reviste toda nuestra vida espiritual; asimismo, a ella se debe la fuerza que ha llegado a adquirir el Misterio de iniquidad, que se desarrolla en nuestros días como nunca antes en la historia, en oposición al Misterio de Cristo, corporizado en la Iglesia católica; a ella se debe, finalmente, que los hombres deban mantener una vigilancia continua para saber discernir dentro de sí y alrededor suyo la moción de estos espíritus diabólicos, para rechazarla y verse libres de las trampas que el demonio tiende para llevar los hombres a su condenación (son las famosas reglas de discernimiento de espíritus de San Ignacio de Loyola).
Que el pensamiento de los santos ángeles nos sea familiar, y prepare así nuestra vida con ellos en la patria celestial; e igualmente, que la existencia de los demonios intervenga en nuestros juicios sobre la vida espiritual e incluso sobre los acontecimientos de la vida cotidiana, y nos lleve a hacer todo lo posible para evitar su mala influencia.
Por el R.P. José María Mestre.
Dadme, Señor mi Dios, lo que os resta,
Aquello que jamás nadie os pide.
No os pido el reposo ni la tranquilidad; Ni del alma ni del cuerpo
No os pido la riqueza, ni el éxito, ni siquiera la salud;
Tantos os piden esto, mi Dios.
Que ya no os debe quedar para dar.
Dadme, Señor, lo que os resta.
Dadme aquello que todos los demás rechazan.
Quiero la inseguridad y la inquietud.
Quiero la fatiga y la tormenta.
Dadme esto, mi Dios, definitivamente;
Dadme la certeza de que esa será mi parte para siempre.
Porque no siempre tendré el coraje de volver a pedírosla.
Dame Señor, lo que os resta.
Dadme aquello que los demás no quieren
Pero dadme, también, el coraje, La fuerza y la Fe.
Así sea.