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sábado, 20 de junio de 2009

Libertad política y libertad religiosa

Por Alvaro D´Ors

En el pensamiento occidental, la "libertad" se halla oscurecida por la concurrencia de dos significados de ese término: uno negativo y otro positivo, que dan a aquella idea cierta persistente ambigüedad, tanto más por cuanto el significado positivo parece dar el contenido material del negativo, que es puramente formal.

Libertad: esencia y accidente

El significado negativo, que es el propio de la mentalidad romana, de la libertas, consiste simplemente en no estar "dominado", es decir, en no hallarse sometido, como están los esclavos, a un dominus, cuya voluntad inhibe en absoluto la del sometido a ella, esto, sin perjuicio de que pueda darse una potestad similar sobre los liberi, que son, por antonomasia, los hijos y descendientes legítimos de estirpe viril, a favor del jefe de familia, del Pater familias.

Esta libertas se identifica, en la concepción romana, con la ciudadanía, la civitas, pues la posible libertad de los no-romanos es algo muy diferente de la libertas ciudadana, no sólo por las diferencias de orden público, sino también porque la patria potestad a la romana es algo desconocido entre los pueblos extranjeros.

El segundo significado, por su parte, es positiva, y no corresponde al concepto romano de libertas, sino al germánico de "freedom": se cifra en el derecho para una determinada facultad de las personas, de comerciar, viajar, publicar, etc. Esta libertad no debe confundirse con la idea negativa de libertas. La libertas es esencial y carece de contenido -se es libre por no tener dueño y no para hacer tal o cual cosa-, en tanto la "freedom" es accidental y no se concibe sin un contenido concreto. Por ello mismo, la libertas es indivisible, en tanto esas otras libertades o derechos de actuación son siempre limitables; su limitación puede ser por distintas causas, como, por ejemplo, el sexo, la edad, la mala fama personal, la extranjería, etc.

La diferencia entre estos dos significados, negativa y positiva, se exterioriza por la referencia o no de la libertad a una determinada facultad de actuación personal. Cuando se determine el contenido material de una libertad, no puede tratarse ya de la libertas, la genérica y formal de no hallarse sujeto a un dueño, sino de la de un concreto derecho para tal o cual actuación. Así, la libertad política y la religiosa deben entenderse como referidas a un concreto, derecho de actuar, en lo político o en lo religioso sin infringir unos límites de licitud, porque la existencia de unos limites de licitud es indispensable para que se pueda hablar de un derecho, sin caer en una absurda ausencia de concreción, o libertinaje, pues también el libertinaje precede de una confusión entre la libertas indivisible y las libertades concretas, que, por su misma naturaleza, no pueden ser ilimitadas. Esta diferencia es importante para entender lo que se dirá a continuación, ya que las libertades política y religiosa sólo puede concebirse como limitables.

Cuestión aparte es la de en qué medida estas facultades concretas son o no de derecho natural, pues es claro que una supresión del derecho natural, aunque no atente contra la libertas -por ejemplo, la ley del divorcio-, puede considerarse como "injusta", es decir, como contraria al ius, concretamente al ius naturale. Lo paradójico es que, actualmente, los que parecen más celosos defensores de las libertades concretas son precisamente los que no admiten la existencia de un derecho natural. Se les podría preguntar acerca del fundamento que tienen para afirmar la necesidad del reconocimiento de determinados derechos, y su respuesta sería, seguramente, la de que se trata de exigencias de la Democracia, no del derecho natural, que ellos niegan, sin advertir que lo que con ello hacen es erigir un accidental régimen de gobierno en exigencia de una superior justicia, que sólo puede defenderse como "natural".

Hasta qué punto esa substitución de lo natural por la voluntad de la mayoría es un recurso del todo artificial podrá apreciarse por cuanto se dirá a continuación sobre las libertades política y religiosa, que son distintas, pero se hallan íntimamamente relacionadas entre sí. En efecto, la libertad política, en principio, consiste en poder optar por la adhesión al grupo de presión políticaa que la voluntad pueda elegir, y la libertad religiosa, en poder optar por la confesión pública de una determinada manifestación religiosa. Conviene considerar separadamente ambas facultades, para luego ver la relación que existe entre ellas.

Libertad política y derecho natural

Cuando se habla de libertad politica, no nos referimos a las opiniones políticas que pueda uno tener para si, sino a la exteriorización pública de tales opiniones y a la adhesión a grupos políticos -se puede pensar en "partidos"- que entran en lucha por alcanzar el poder sobre una determinada comunidad. Y la cuestión es ésta: ¿en qué medida debe considerarse injusta y no conforme al derecho natural la supresión de tal libertad de adhesión a un partido político, es decir, la supresión de los partidos en la vida política? En realidad, no se trata ya de la contraposición de opiniones frente a una cuestión de la vida comunitaria, sino de la constitución de partidos, no accidentales, sino estables y destinados a conseguir el poder.

Parece evidente que la existencia de partidos políticos estables no es una exigencia del derecho natural sino una exigencia de la Democracia, que, ella misma ya, es una forma accidental y no de derecho natural, a pesar del error hoy muy difundido de que la Democracia, con sus partidos políticos estables, ha sido erigida por el Magisterio de la Iglesia en un régimen esencial del derecho natural, contra lo que fue una tradición extraña a dicho régimen.

Que la Democracia no es una exigencia del derecho natural resulta evidente por el mismo hecho de que, si la voluntad de la mayoría y la igualdad política son admitidas, difícilmente puede luego negarse el valor de las decisiones democráticamente tomadas, aunque atenten contra la libertad de la Iglesia y contra el Derecho natural. Esta teoría democrática moderna no derive de la antigua democracia griega, sino de los errores del Conciliarismo que aparece con el Cisma de Occidente, errores justamente condenados por la Iglesia. No sorprende, pues, que al paso de los aires democráticos se haya resucitado la causa de tales errores. A este respecto, debo observar cómo he encontrado yo resistencia al sostener que el Concilio Ecuménico carece de potestad de gobierno -aunque la misma "lumen gentium" (cap. 23) lo diga- y tiene sólo una autoridad de magisterio sometida siempre a la potestad del Papa. Porque es inevitable que los defensores de la Democracia tiendan a introducirla también en la Iglesia, contra lo que es esencial en ella, que es el haber sido fundada por Jesucristo y no por el acuerdo de los hombres. Otra cosa es que la iglesia para reconocer la legitimidad de la potestad civil, requiera un cierto grado de reconocimiento social de tal poder: se trata de una condición para autorizar tal potestad y no de proclamar el principio democrático; entre otras cosas porque tal reconocimiento social no siempre se manifiesta en forma de sufragio indiscriminado.

Podría pensarse acaso que la formación de partidos políticos es una consecuencia de la libertad natural de asociación. Pero, a este respecto conviene hacer una observación jurídica importante. lo que debe considerarse como natural es que las personas puedan convenir entre ellas una actividad común para un fin lícito, es decir, el contraer un contrato de sociedad, el hacerse "socios" entre si; pero se olvida que el contrato de sociedad, por si mismo, no implica una asociación con personalidad jurídica colectiva, como la de los partidos, distinta de la individual de los socios que contraen la sociedad. En efecto, se olvida muy frecuentemente que la personalidad jurídica sólo se justifica por el servicio que rinde al bien común, y que, por tanto, sólo puede existir por concesión del que tiene encomendada la custodia del orden público; la Iglesia así lo demuestra al no admitir que sus fieles constituyan asociaciones sin la autorización y control por parte de la potestad eclesiástica. Ahora bien, el recurrir al voto para tomar una decisión es lo propio de la personalidad jurídica, que, al no poder hacer declaraciones ella misma por ser un ente puramente jurídico, requiere, no sólo un representante, sino también la constitución de una voluntad declarable e imputable a tal ante, y para ello se vale del procedimiento de la votación de sus miembros.

Así pues, ni la Democracia, ni sus partidos políticos son de derecho natural, pues ese régimen permite decisiones contrarias al derecho natural, y es absurdo que el derecho natural entre en contradicción consigo mismo.

Partido confesional y estado confesional

Pero volvamos a la libertad política. Ante la amenaza de partidos políticos contrarios a la libertad de la Iglesia ¿qué sentido puede tener la libertad de opción de partido político? Porque el que los fieles se repartan, en uso de tal libertad, entre partidos minoritarios no sirve más que para dividir la posible fuerza de los que deben defender a la Iglesia. ¿No será más prudente unirse en un solo frente para impedir el dominio del partido hostil a la iglesia? De hecho, el problema, que se da efectivamente en la vida política de las democracias, suele resolverse con la intervención de la misma Iglesia en peligro, que alerta a los católicos con el fin de que no abusen de su libertad política y procuren, en cambio, aunarse para poder combatir al partido enemigo; es decir: se impone a la Iglesia una discriminación del enemigo, y, en este sentido, no puede abstenerse de la política. De esta suerte, surge espontáneamente la necesidad de un único partido confesional favorecido por la Iglesia; y no baste entonces que este partido se rotule "cristiano" o "católico", sino que es menester que sea realmente y declaradamente confesional y beligerante.

¿Cuándo deja de ser necesario el partido confesional y se puede practicar la libertad política sin mayor escrúpulo? Cuando la Iglesia, defensora del derecho natural, no sufre hostilidad. Pero esta exclusión de la hostilidad contra la Iglesia sólo se puede conseguir en un Estado que sea confesionalmente católico, que no tolere la existencia de una fuerza contraria a la Iglesia y al derecho natural. Nos encontramos así con esta alternativa: o hay un estado católico, y entonces se puede dejar libre la opción política, o no lo hay y existe el riesgo de hostilidad, y entonces hay necesidad de un partido confesional que haga frente a tal hostilidad. En otros términos: hay que elegir entre Estado católico o partido católico. Pero esta alternativa de confesionalidad se enlaza con la cuestión de la libertad religiosa. Son dos cuestiones, como se ha dicho, distintas, pero que no pueden separarse, ya que hemos llegado a ver la necesidad de un Estado católico para que los católicos puedan disfrutar de la libertad política.

La libertad religiosa

La libertad religiosa ha sido solemnemente proclamada por el Magisterio de la Iglesia, concretamente en la "Dignitatis humanae" de Pablo Vl. Dejando aparte la reserva de que se trata más de "libertad" que de "dignidad" -lo que nos llevaría demasiado lejos en el tema de la dignitas-, este principio debe ser respetado como fundamental de la Moral católica, pero debe ser bien entendido en cuanto a sus limites pues la misma Iglesia lo enuncia como derecho a elegir el camino de la verdad religiosa y no como libertad para el error.

En efecto, este principio debe entenderse en el sentido de que no debe coaccionarse a nadie para que rechace un determinado credo o se adhiera a él, es decir, como una libertad de las conciencias para vivir la verdad religiosa, pero la cuestión está en puntualizar lo que se entiende por coacción, ya que, para la Iglesia, no puede haber duda acerca de la verdad y el error en religión. Porque toda predicación de la verdad podría verse como coacción-y eso ha llevado a algunos a abstenerse de todo apostolado, y de las misiones-, pero es claro que la Iglesia no lo considera así, aunque tampoco puntualiza dónde empieza la coacción, y ahí está nuestro problema para la aplicación político de ese principio.

Es, desde luego, improcedente pensar que la libertad religiosa implica la equiparación de todos los credos, o incluso de los monoteisticos, como si la Iglesia católica no estuviera segura de que sólo su credo es el verdadero. Así, se trata de no castigar el error religioso en la búsqueda, por las conciencias, de la verdad, que no puede imponerse por la fuerza, es decir por la amenaza de un mal intolerable, sin por ello dejar de denunciar el error. Esta denuncia no es una coacción, a efectos de la libertad religiosa.

La cuestión está en cómo una comunidad tradicionalmente católica, en la que se ha vivido la confesionalidad del Estado, puede aplicar ese principio sin deterioro de su propia entidad histórico-politica. Tal es el caso de España, donde el abandono intermitente y accidental de su confesionalidad resulta haber contribuido siempre a la pérdida de su identidad histórica.

Un régimen aconfesional se explica tan sólo en aquellos pueblos que, por haber sufrido la ruptura de la unidad religiosa, como no ocurrió en España, debe aceptar un régimen de neutralidad religiosa, es decir, de agnosticismo, para poder vivir en paz; pero no es neutral cuando ese agnosticismo -o el anticatolicismo sin más- se ha convertido en dogma oficial: también tal Estado es confesional y no pluralista. En ese sentido no puede negarse la dificultad que encuentra un Estado católico para perder sus confesionalidad y crear una ética pública convencional, desarraigada de todo credo, a la que se ajusten sus leyes, como puede haber ocurrido en pueblos que han nacido como pluralistas en lo religioso, sobre todo, pueblos coloniales cuya sociedad se ha formado por la afluencia de emigrantes de distintos credos y razas, en los que, precisamente por faltar la unidad religiosa, se ha impuesto desde su origen la necesidad de una ética legal y convencional. El caso de España es ilustrativo: al eliminarse la tradición católica se ha hecho imposible toda ética pública, con grave repercusión en el deterioro de la moral privada. Negar este hecho es negar la evidencia.

Oficialidad o indiferencia

Entre los liberales del siglo XIX -desde que introdujo esta distinción el Padre Curci, en un articulo de la "Civiltá Cattolica" de 1983-, cundió eI recurso de distinguir entre la "tesis" y la "hipótesis" para tratar esta cuestión de la oficialidad estatal del credo católico. Se partía de la "tesis" de que le religión católica, única verdadera, debía regir oficialmente y de ella dependía la ética pública, para admitir eventual mente la "hipótesis" de Estados pluralistas, en los que debía relativizarse esa verdad, para consentir un pluralismo religioso. Hoy el planteamiento parece haberse invertido: la "tesis" es la del pluralismo y plena indiferencia del Estado en materia religiosa, y la "hipótesis", la de las comunidades que han sido tradicionalmente católicas, en las que debe relativizarse aquel principio de indiferencia propio de los pueblos de tradición pluralista. Esta relativización de la "hipótesis", como en el caso de España, no consiste en negar el principio, de forma que se suprima la libertad de las conciencias y se fuerce a profesar la religión católica bajo amenaza de un mal intolerable, sino en adaptar prudentemente ese principio a la necesidad político de no perder la identidad histórica de un determinado pueblo, pues no habría más grave coacción que la de obligar a perder esa identidad. Esto quiere decir que tal comunidad podría excluir de el la las manifestaciones públicas de las religiones o creencias (también la atea) que aquella tradición excluía como erróneas y nocivas, sin vulnerar con ello la libertad privada de las conciencias. Porque no es lo mismo tener libertad para creer en una religión errónea que propagar públicamente lo que la propia comunidad considera nocivo, en detrimento de la unidad católica nacional. Porque lo que muchos no acaban de entender es que la unidad católica, aparte de ser conforme a la verdad, puede ser un bien público, que el encargado del orden público debe defender como bien político inexcusable.

De la misma manera que una familia católica o una asociación católica pueden excluir de ellas a los que profesan otra religión, y lo mismo hace la Iglesia con los que apostatan de ella, no hay razón para negar que pueda hacerlo igualmente una comunidad política como es el Estado. Quiere esto decir que una reducción de la ciudadanía -como algo más estricto acaso que la nacionalidad actual-, que implica plenos derechos a los católicos no alteraría radicalmente el principio de libertad religiosa proclamado por la Iglesia, sino que simplemente la relativizaria en su adaptación nacional, reduciendo la libertad de las conciencias a la esfera privada donde no afectaría al bien público de la unidad católica. Porque la exclusión de la ciudadanía de los que profesan públicamente ser no-católicos y la prohibición de las manifestaciones públicas de su error no pueden considerarse como coacción injusta de las conciencias, sino como precaución saludable en defensa de la identidad nacional. No hay razón para privar a la comunidad nacional de lo que nos parece justo para cualquier comunidad, que es la libre elección de sus miembros. Análogamente, he defendido en alguna ocasión que los objetores de conciencia, que se niegan a participar en el servicio de las armas, no deben ser castigados por su negativa, sino simplemente excluidos de una comunidad a la que no están dispuestos a defender con las armas como tal comunidad exige. Tampoco tal exclusión afectaría a la libertad esencial de los hombres.

Para ilustrar nuestro punto de vista pensemos en el supuesto de una persona cuya conciencia defiende la licitud de la poligamia. Si se le admite como ciudadano, aparte el escándalo que puede causar con su ejemplo, podría llegar a ser juez, y una de dos: o bien habría que coaccionar su conciencias para que sus sentencias fueran acordes con el orden público de la monogamia, o bien debería abandonarse este principio, con todas sus consecuencias legales, con grave quebranto de la ética nacional.

La conciencia de los no-ciudadanos no queda coaccionada por la negativa de la plena ciudadanía, pues no se cierra la posibilidad de que alcancen aquéllos otra en otra nación. Negar la ciudadanía no es un castigo, sino una cautela defensiva de la comunidad nacional. También la pacifica Suiza restringe muy severamente el acceso a su comunidad nacional. Y, si se trata de uno que ya es ciudadano al que se impone la pérdida de su ciudadanía por profesar públicamente el error religioso, el case no es esencialmente distinto de aquel otro que pierde su ciudadanía (y su nacionalidad) por militar en un ejército extranjero (que no está en guerra contra el propio de su Estado). ¿Acaso es más grave para la identidad nacional de un pueblo católico el militar bajo bandera extranjera contra un tercero que el profesar públicamente un error religioso incompatible con la tradición nacional?

Hay católicos hoy, en España, que piensan de otro modo. Para ellos, la exclusión de los no-católicos de la comunidad nacional sería una coacción contra el principio de la libertad religiosa, sin tener en cuenta que este principio se enuncia como "tesis", pero no debe aplicarse en perjuicio de la identidad político de España. Un católico español tiene el deber moral de defender la identidad tradicional, tanto más por cuanto la tradición nacional se halla identificada con la "tesis" que la Iglesia defendió a lo largo de los siglos.

De hecho, si observamos el efecto que ha tenido la interpretación de la libertad religiosa como principio absoluto, hemos de reconocer que sólo ha servido para debilitar la certeza y seguridad de los mismos católicos que lo defiendan.