TRES ERRORES
El hecho más considerable que acontece hoy en el mundo, es, sin duda alguna, la guerra civil española. En torno de ella se concentran con pasión, con angustia acaso, y desde luego, con interés vital, las emociones políticas de todos los Estados y de todos los pueblos.
¿A qué causas obedece esta atención apasionada, esta participación íntima del mundo entero en una lucha circunscripta a los límites estrechos de la península ibérica? Muchas personas creen ver en esta guerra el encuentro, el choque de dos ideologías adversarias, enfrentadas hoy sobre la faz del planeta; y atisban el resultado final de la contienda para discernir en él la orientación futura de la historia humana.
Y sin duda los que así piensan tienen razón. Pero sólo en parte. Porque la guerra civil española posee un sentido histórico mucho más profundo. En realidad no representa el choque de dos ideologías enemigas, sino más bien el vano intento de una teoría política y social que pretende abolir la estructura misma de la vida humana. Pero una teoría, por pertrechada que esté de recursos materiales, no puede, no podrá nunca prevalecer sobre lo que constituye la base misma y condición de la existencia humana en el mundo. Las circunstancias, que han precedido y que acompañan la guerra española, han hecho de esta guerra un verdadero experimento histórico.
En efecto, el caso de España suministra la demostración experimental de que ninguna teoría, aunque aparezca y actúe con el refuerzo de los más abundantes aparatos de acción y propaganda, tiene poder para anular o abolir las realidades de la vida colectiva, que son indefectiblemente las realidades nacionales, la realidad indestructible de la nación y del sentimiento patrio. La guerra civil española es pues ejemplar. En ella se ha jugado el porvenir humano del hombre. El triunfo de la nación española sobre los vesánicos esfuerzos que pretendían destruirla, constituye la lección más fecunda y provechosa que la historia ha podido proporcionar al pensamiento.
Ahora bien, si este sentido profundo de la guerra española ha escapado a muchas personas, aun de las más inteligentes y perspicaces, ha sido porque, deficientemente informadas sobre España y la historia reciente de España, han incidido desde el principio de la lucha en algunos errores fundamentales. En tres grupos pueden resumirse estos errores.
El primero ha consistido en juzgar el levantamiento nacional de España como simple sublevación de una minoría ex privilegiada —militares, sacerdotes y ricos— que intentan por la fuerza restablecer su poderío; en suma, considerar el acto del general Franco como un “pronunciamiento”, más o menos parecido a los que España conoció en el siglo XIX.
El segundo error es el de los que creen que la guerra civil española pone frente a frente dos Españas, la una progresiva, democrática, liberal y la otra reaccionaria, despótica, obscurantista.
El tercer error, que se comete al juzgar el caso actual de España, consiste, en fin, en aplicarle un criterio rígidamente formalista, tachando de “ilegítimo” el gobierno constituído por la autoridad del general Franco.
Estos tres errores —que revelan un profundo desconocimiento de lo que ha sido y es la España contemporánea— podrían en realidad reducirse a uno solo: el error de creer que el nacionalismo español es un invento de ahora, un aparato ideológico forjado por unos cuantos reaccionarios, para dar apariencia de objetividad a sus intenciones tiránicas y despóticas.
Frente a esta falsa imagen que la ignorancia sobre España ha podido fomentar en muchas cabezas, debemos oponer escuetamente la realidad histórica de España. Y la realidad —harto desconocida por desventura— es que el movimiento nacionalista español no se ha originado ahora y con ocasión de esta guerra, sino que viene de muy antiguo actuando en lo más profundo de las almas españolas. Desde hace unos cuarenta años, desde 1898, todas las manifestaciones de la vida colectiva española, en las letra, en las ciencias mismas, en la política, en la vida social, representan inequívocamente la expresión de un profundo anhelo nacional, la ambición de restaurar a España, el afán de reponer a España en el nivel histórico alcanzado antaño, la ilusión de recobrar para la hispanidad eterna formas manifestativas capaces de devolverle el brío y pujanza de siglos pasados. Tal es la auténtica realidad del nacionalismo español.
Y en esa voluntad de reafirmación nacional comulgan todos los españoles; todos, incluso los que con las armas combaten el nacionalismo. ¿Por qué —si no fuera así— fingen ahora los jefes marxistas dar a su perdida causa un tinte de patriotismo y hablan de la independencia y de la nacionalidad? No; no hay dos Españas frente a frente. Hay una España, la España eterna, que se ha levantado en un esfuerzo supremo de afirmación apasionada contra unos grupos de locos o criminales, instrumentos ciegos de ajenas ambiciones y propósitos.
Ahora, por conveniencias de su causa, esos hombres del internacionalismo proclaman respeto y adhesión justamente a todo lo que han estado pisoteando, vejando y destruyendo durante tantos años. Ahora hablan de independencia nacional, cuando saben muy bien que no son ellos precisamente los que de veras la defienden. ¿Por qué? Pues porque han comprendido que en el fondo de las almas españolas el sentimiento patriótico tiene tan hondas raíces que, en último término, la emoción nacional es la única que puede estimular la bravura de nuestro pueblo a los extremos de la heroicidad. Y de esa suerte envuelven su intención en un mendaz patriotismo, para mejor disponer de las pobres voluntades que mantienen bajo su dominio.
En ese mismo plano de la ficción falaz se halla la tesis de la ilegitimidad del Gobierno nacional. Ahora conviene al frente popular presentarse como respetuoso del orden legal —de ese orden legal, cuya destrucción era el fin proclamado de las propagandas marxistas—. Ahora resultan eficaces y respetables las palabras legalidad, legitimidad y orden, contra las cuales abiertamente ha peleado siempre el marxismo revolucionario.
¿Qué recurso legal le quedaba a un pueblo profundamente patriota, cuando veía a sus propios gobernantes procurar la ruina de la nación y el aniquilamiento de las esencias nacionales, perseguir y encarcelar a los que gritaban loores a la patria, mientras protegían a los que proclamaban su sometimiento a un poder extranjero, voceando el: “¡Viva Rusia!”? De legitimidad no puede hablarse, como no sea para afirmar una y mil veces la legitimidad del acto que ha salvado a la patria de una invasión extranjera que, en forma de guerra química, mataba las almas con el veneno de una acción solapada, virulenta y destructora.
¿Es acaso ilegítima la conducta del ciudadano valiente que detiene a un guardia loco dedicado a cazar pacíficos transeúntes? Pero en el mundo se conocen mal las cosas de España y no se saben todavía los extremos de indefensión a que, bajo los gobiernos de la República, había llegado la nación española, invadida por la sutilísima penetración de los gases moscovitas.
¿A qué causas obedece esta atención apasionada, esta participación íntima del mundo entero en una lucha circunscripta a los límites estrechos de la península ibérica? Muchas personas creen ver en esta guerra el encuentro, el choque de dos ideologías adversarias, enfrentadas hoy sobre la faz del planeta; y atisban el resultado final de la contienda para discernir en él la orientación futura de la historia humana.
Y sin duda los que así piensan tienen razón. Pero sólo en parte. Porque la guerra civil española posee un sentido histórico mucho más profundo. En realidad no representa el choque de dos ideologías enemigas, sino más bien el vano intento de una teoría política y social que pretende abolir la estructura misma de la vida humana. Pero una teoría, por pertrechada que esté de recursos materiales, no puede, no podrá nunca prevalecer sobre lo que constituye la base misma y condición de la existencia humana en el mundo. Las circunstancias, que han precedido y que acompañan la guerra española, han hecho de esta guerra un verdadero experimento histórico.
En efecto, el caso de España suministra la demostración experimental de que ninguna teoría, aunque aparezca y actúe con el refuerzo de los más abundantes aparatos de acción y propaganda, tiene poder para anular o abolir las realidades de la vida colectiva, que son indefectiblemente las realidades nacionales, la realidad indestructible de la nación y del sentimiento patrio. La guerra civil española es pues ejemplar. En ella se ha jugado el porvenir humano del hombre. El triunfo de la nación española sobre los vesánicos esfuerzos que pretendían destruirla, constituye la lección más fecunda y provechosa que la historia ha podido proporcionar al pensamiento.
Ahora bien, si este sentido profundo de la guerra española ha escapado a muchas personas, aun de las más inteligentes y perspicaces, ha sido porque, deficientemente informadas sobre España y la historia reciente de España, han incidido desde el principio de la lucha en algunos errores fundamentales. En tres grupos pueden resumirse estos errores.
El primero ha consistido en juzgar el levantamiento nacional de España como simple sublevación de una minoría ex privilegiada —militares, sacerdotes y ricos— que intentan por la fuerza restablecer su poderío; en suma, considerar el acto del general Franco como un “pronunciamiento”, más o menos parecido a los que España conoció en el siglo XIX.
El segundo error es el de los que creen que la guerra civil española pone frente a frente dos Españas, la una progresiva, democrática, liberal y la otra reaccionaria, despótica, obscurantista.
El tercer error, que se comete al juzgar el caso actual de España, consiste, en fin, en aplicarle un criterio rígidamente formalista, tachando de “ilegítimo” el gobierno constituído por la autoridad del general Franco.
Estos tres errores —que revelan un profundo desconocimiento de lo que ha sido y es la España contemporánea— podrían en realidad reducirse a uno solo: el error de creer que el nacionalismo español es un invento de ahora, un aparato ideológico forjado por unos cuantos reaccionarios, para dar apariencia de objetividad a sus intenciones tiránicas y despóticas.
Frente a esta falsa imagen que la ignorancia sobre España ha podido fomentar en muchas cabezas, debemos oponer escuetamente la realidad histórica de España. Y la realidad —harto desconocida por desventura— es que el movimiento nacionalista español no se ha originado ahora y con ocasión de esta guerra, sino que viene de muy antiguo actuando en lo más profundo de las almas españolas. Desde hace unos cuarenta años, desde 1898, todas las manifestaciones de la vida colectiva española, en las letra, en las ciencias mismas, en la política, en la vida social, representan inequívocamente la expresión de un profundo anhelo nacional, la ambición de restaurar a España, el afán de reponer a España en el nivel histórico alcanzado antaño, la ilusión de recobrar para la hispanidad eterna formas manifestativas capaces de devolverle el brío y pujanza de siglos pasados. Tal es la auténtica realidad del nacionalismo español.
Y en esa voluntad de reafirmación nacional comulgan todos los españoles; todos, incluso los que con las armas combaten el nacionalismo. ¿Por qué —si no fuera así— fingen ahora los jefes marxistas dar a su perdida causa un tinte de patriotismo y hablan de la independencia y de la nacionalidad? No; no hay dos Españas frente a frente. Hay una España, la España eterna, que se ha levantado en un esfuerzo supremo de afirmación apasionada contra unos grupos de locos o criminales, instrumentos ciegos de ajenas ambiciones y propósitos.
Ahora, por conveniencias de su causa, esos hombres del internacionalismo proclaman respeto y adhesión justamente a todo lo que han estado pisoteando, vejando y destruyendo durante tantos años. Ahora hablan de independencia nacional, cuando saben muy bien que no son ellos precisamente los que de veras la defienden. ¿Por qué? Pues porque han comprendido que en el fondo de las almas españolas el sentimiento patriótico tiene tan hondas raíces que, en último término, la emoción nacional es la única que puede estimular la bravura de nuestro pueblo a los extremos de la heroicidad. Y de esa suerte envuelven su intención en un mendaz patriotismo, para mejor disponer de las pobres voluntades que mantienen bajo su dominio.
En ese mismo plano de la ficción falaz se halla la tesis de la ilegitimidad del Gobierno nacional. Ahora conviene al frente popular presentarse como respetuoso del orden legal —de ese orden legal, cuya destrucción era el fin proclamado de las propagandas marxistas—. Ahora resultan eficaces y respetables las palabras legalidad, legitimidad y orden, contra las cuales abiertamente ha peleado siempre el marxismo revolucionario.
¿Qué recurso legal le quedaba a un pueblo profundamente patriota, cuando veía a sus propios gobernantes procurar la ruina de la nación y el aniquilamiento de las esencias nacionales, perseguir y encarcelar a los que gritaban loores a la patria, mientras protegían a los que proclamaban su sometimiento a un poder extranjero, voceando el: “¡Viva Rusia!”? De legitimidad no puede hablarse, como no sea para afirmar una y mil veces la legitimidad del acto que ha salvado a la patria de una invasión extranjera que, en forma de guerra química, mataba las almas con el veneno de una acción solapada, virulenta y destructora.
¿Es acaso ilegítima la conducta del ciudadano valiente que detiene a un guardia loco dedicado a cazar pacíficos transeúntes? Pero en el mundo se conocen mal las cosas de España y no se saben todavía los extremos de indefensión a que, bajo los gobiernos de la República, había llegado la nación española, invadida por la sutilísima penetración de los gases moscovitas.
Manuel García Morente
Nota: Lo transcripto pertenece a un fragmento de su conferencia, pronunciada en el Teatro Solís de Montevideo el día 24 de mayo de 1938, bajo los auspicios de la Institución Cultural Española del Uruguay.