Por lo menos así parece para algunos representantes de "la Iglesia de la publicidad". Es un texto que tiene ya varios años, pero por lo visto, sigue molestando hoy en algunos sectores autodenominados "ortodoxos".
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In Memoriam
Juan Pablo II
"La labor de Juan Pablo fue una luz en las tinieblas, una luz
mortecina y vacilante pero valedera y permanente, eco de un sol que jamás se
apagará, según promesa divina".
La
muerte física de un pontífice siempre tiene algo de conmovedor e incluso de desgarrador. Es un Vicario de
Cristo el que ha desaparecido y es este mismo sentimiento el que nos sacude a
los católicos del 2005, testigos de la extinción del primer Papa del milenio.
Multitudes literalmente en todo el mundo -cristiano y no- se congregaron para
rezar por él y para llorarlo. Buena señal si lo lloran y aclaman por lo que
tuvo de defensor de la Tradición de la Iglesia. Mal síntoma en cambio si se
tratara de una euforia inmanentista y sincretista, asociable a la que suscitan
ciertos ídolos populares. Buena señal si las masas de peregrinos han ido a Roma
reconociéndola como sede, eje y cabeza del Papado. Mal síntoma si acaso sólo
fuera una explosión sentimental tan pasajera, pomo la del Domingo de Ramos y
tan prefigurado como ella del Viernes de Pasión. Buena señal, al fin, si las
muchedumbres se movilizaron en adhesión al dulce Jesús en la tierra, como diría
Santa Catalina. Mal síntoma si tamaños
contingentes humanos -tal vez nunca vistos- han hecho de su gesto una cuestión
personal, de apoyo a éste Papa, contra otros o por sobre otros.
Empecemos
por asentar dos observaciones previas. Una-sencilla y rotunda, y es que no se
puede, poner en duda el firme mantenimiento de la moral natural y cristiana en
la prédica de Juan Pablo II; otra difícil y llena de matices, y es que es
imposible emitir aquí y ahora un juicio sintético y a la vez completo acerca
del significado, de los aciertos y desaciertos de su gobierno. Se traté por lo pronto
de un pontificado que recibió herencias y tensiones de un modo inorgánico, y
problemas a medio resolver o mal planteados. De un pontificado, que desde su comienzo
no pudo resolver el drama de querer humanizar al cristianismo, en vez de
cristianizar al humanismo. En este sentido -y en contra de lo que con
superficial unanimidad afirman los analistas así como los admiradores que le
surgieron tan de improviso- cree- Iglesia Católica, en la que el trigo y la
cizaña cruzan su duelo.
El
mundo, es claro; festeja la cizaña. En primer término un pseudoecumenismo
llevado a lí-mites alarmantes y hasta intolerables. Las convocatorias en Asís
pasarán a la memoria dé la cristiandad como una de esas experiencias que no se
deben repetir porque llevan en sus entrañas la deserción, el relativismo, la concesión,
la confusión y la muerte. Varios de los gestos pontificales se orientaron
dolorosamente en idéntica dirección, como la visita a la sinagoga de Roma, la
oración en el Muro de los Lamentos, la exculpación de los judíos del crimen del
deicidio, los pedidos de perdón, los elogios a Lutero, los acuerdos con el jefe
de la iglesia anglicana, los cardenalatos concedidos a personajes por lo menos
poco confiables, las concesiones demasiado riesgosas para ciertas prácticas
indebidas como la comunión en la mano. Ejemplos todos •. -y muchos más que podrían
citarse- de esas debilidades que el mismo Pontífice reconoció tener humil-; demente
en su testamento. Debilidades que al calificarlas así, con objetividad y
tristeza, no quieren siquiera rozar la rectitud de sus intenciones, que damos
por descontado.
Mientras
tanto la humanidad moderna o posmoderna sigue hundida en sus errores y espantos,
en su incapacidad para rescatarse, en sus devaneos y búsquedas por una vía pelagiana
sin salida. Envuelta en mil dudas y contradicciones, sus gravísimos extravíos
siguen en pie después del magisterio de Juan Pablo II, que parece no haber
servido lo suficiente para advertirle la profunda desacralización del mundo, su
agnosticismo radical, su indiferencia agresiva, su autonomía con respecto a
todo lo que sea trascendental y objetivo, su concepción alienante de la libertad.
Y justamente es esta insuficiencia lo que esa humanidad descarnada parece querer
rescatar hoy del Pontificado de Juan Pablo II, y hasta condicionar con-ella al
próximo pontífice.
En
cambio ha olvidado o descuidado las enseñanzas luminosas y valientes,
esclarecidas y vibrantes, del Papa fenecido.
Las que, por decirlo
rápido, brotan de la Evangelium vitae, la Veritatis Splendor, la Fides
et Ratio, la Centesimus annus, la Slavorum Apostoli, o la Ecclesia de Eucharistia. "Sí, pues, es lícito y útil
considerar los diversos aspectos del misterio de Cristo" -dejó escrito en
la Redemptoris Missio- "no se debe perder nunca de vista la unidad. Mientras
vamos descubriendo y valorando los dones de todas clases, sobre todo las riquezas espirituales,
que Dios ha concedido a cada 'pueblo, no podemos disociarlo de
Jesucristo, centro del plan divino de salvación". Y poco antes: "esta
autorevelación definitiva de Dios es el
motivo fundamental por el que la Iglesia es misionera por naturaleza. Ella no
puede dejar de proclamar el Evangelio, es decir la plenitud de la Verdad que
Dios nos ha dado a conocer". Y en la precitada Veritatis Splendor
ratifica: "En efecto, la Iglesia, de-sea servir solamente para este fin,
que todo hombre pueda encontrar a Cristo".. Así queda descartado todo tipo
de subjetivismo y toda tentación de
aventurismo apostólico y de innovación que empieza por cambiar los
métodos de acercamiento al mundo y ter-mina por alterar el dogma y renunciando
a la vocación misionera.
Pero
el mundo que lo aplaudió en su muerte no lo acompañó ni lo comprendió en su
magisterio esencial y perenne, de suerte que la modernidad continúa irredenta y
encerrada en sus parámetros inmanentistas. Incluso la modernidad hecha herejía
modernista y enquistada en la misma Nave. Porque no se corrigieron las consecuencias
conciliares ni, menos aún, las posconciliares, esas mis- más que aterraron a
Paulo VI sobre su final, cuando ya todo era tarde. Es que, para iniciar la
re-conquista del mundo perdido, hay que empezar por un saltó a las fuentes
mismas de la Tradición, de la que la Iglesia no se puede apartar sin degradarse
ni negarse. Retornar a la promesa divina que le asegura a Pedro su preeminencia
sobre sus enemigos, cualquiera ellos fueren. En tal caso la empresa será, como
aquella de los primeros tiempos, magna y providencial en cuanto tiene que
volver a ponerse bajo el cui-dado y la inspiración de su Fundador y no del
hombre caído, in-grato a su Creador y Redentor, hoy más que nunca.
Estas observaciones críticas que hacemos -Dios sabe con qué respeto,
con qué veneración y con qué pena- no pretenden negar ni disminuir los aciertos
del Pontífice que acaba de extinguirse, porque es nuestro deber y nuestra
alegría recordarlos. Así la ratificación del celibato sacerdotal, el reconocimiento de que Cristo es el único camino,
la prohibición del sacerdocio de las mujeres, la condena del homosexualismo, la
afirmación de la familia como organismo natural, la preocupación por la pureza de la
liturgia, la reivindicación del rito tridentino; bajo otro aspecto, la
calificación de la guerra de Irak como ilegítima, son todas
manifestaciones de una inteligencia
pendiente de la justicia, de una fe inconmovible, de un amor por la herencia recibida
y de un sentido ' común que se impuso a las presiones de los poderosos. Las fracturas,
replanteos y contradicciones continuaron
circulando por el cuerpo de la Iglesia que él presidía, quizá con más
precaución y con menos libertad pero distaron de desaparecer y de recibir los
castigos que hubieran sido tan necesarios cuanto ejemplares.
El
mundo sigue en sombras, clausurado sobre sí mismo, drama que conmociona a
cualquier espíritu religioso. La labor de Juan Pablo fue una luz en las tinieblas,
una luz mortecina y vacilante pero valedera y permanente, eco de un sol que
jamás se apagará, según promesa divina.
¿Fue esto bastante, fue esto lo único posible? No nos corresponde a nosotros
saberlo ni juzgarlo. Nos corresponde rezar y eso hacemos.
LA DIRECCIÓN
Víctor Eduardo Ordóñez - Antonio Caponnetto
Revista Cabildo, 3° Época - Año V – N° 45, Abril
2005