Aproximación a una teología política
(a los 1400 años de España católica)
(a los 1400 años de España católica)
Por Miguel Ayuso
En la ocasión del XIV Centenario del lll Concilio de Toledo -mil cuatrocientos años de España católica- me cumple presentar, por el solo mérito de haber sido su coordinador, el presente trabajo colectivo. Obra de un equipo intelectual hondamente arraigado en el sillar del pensamiento tradicional y que, entre repeticiones y reiteraciones que refuerzan el análisis por provenir de talantes y métodos dispares, muestra un encuentro profundo a pesar de las discrepancias accidentales -aunque no por ello poco importantes o desdeñables- que también saltan a la vista y que no he querido esconder ni maquillar.
El mero hecho de conmemorar la efeméride desde un entendimiento que excede de la mera significación cultural o humana, debe ya resaltarse adecuadamente desde estas primeras líneas, porque cuando incidentalmente se ha planteado la cuestión que nos ocupa se ha venido omitiendo toda constatación que se intrinque en la verdadera médula del problema que encierra.
Esa es la razón por la que este decimocuarto centenario del tercer Concilio toledano es tan distinto de los anteriores. (Su comparación con el anterior nos resulta fácil en la aguda y tersa crónica que nos hace Manuel de Santa Cruz). Que no es tanto la pérdida de aquel bien tan ponderado -y en el fondo tan imponderable- de la unidad religiosa, cuando su admisión como una mera situación "cultural" que tuvo su razón de ser en otras épocas e incompatible con las nuevas formas de convivencia civil y religiosa, pluralistas, laicas y democráticas. Es decir, la profundización en el designio -que trata para nosotros tan magníficamente el P. Victorino Rodríguez- expuesto por Jacques Maritain en toda su crudeza: "El Sacro Imperio ha sido liquidado de hecho primero por los tratados de Westfalia finalmente por Napoleón. Pero subsiste todavía en la imaginación como un ideal retrospectivo. Ahora nos toca a nosotros liquidar ese ideal" (1). Aunque iniciativas como esta son suficientemente expresivas, el triunfo del propósito de Maritain no sea completo en España -radicando en tal hecho la especificidad, bien es cierto, cada vez más disminuida, pero aún apreciable, de nuestra patria en el seno del "concierto europeo"- , lo que marca con caracteres de novedad este centenario es el avance por esa senda liquidadora del ideal católico de Cristiandad.
Por eso, no es de sorprender que esfuerzos como el que hemos realizado pueda ser acogido con extrañeza o profunda incomprensión en diversos ambientes. Ya Chesterton, en su Autobiografía, y a propósito de los orígenes de su famosa obra titulada Ortodoxia, cuenta un hecho que en mi mente se asocia indefectiblemente con lo que acabo de expresar. Escribe, que el titulo mencionado no le gustaba pero que produjo una consecuencia interesante en Rusia. En efecto, el censor bajo el antiguo régimen ruso, destruyó el libro sin leerlo. Por llamarse Ortodoxia dedujo, naturalmente que debía ser un libro sobre la Iglesia griega; y por ser un libro acerca de la Iglesia griega, dedujo, naturalmente también, que debía ser un ataque. La observación de Chesterton no tiene desperdicio -y es la que quiero destacar-: "Pero conservó una actitud bastante vaga aquel titulo, era provocativo. Y es un fiel exacto de esa extraordinaria sociedad moderna, el que fuera realmente provocativo. Había empezado a descubrir que, en todo aquel sumidero de herejías inconsistentes e incompatibles, la única herejía imperdonable era la ortodoxia. Una defensa seria de la ortodoxia era mucho más sorprendente para el critico inglés que un ataque serio contra la ortodoxia para un censor ruso" (2).
Esta observación nos conduce de lleno al gran tema filosófico de las relaciones entre la razón humana y la cultura histórica. Es sabido -y sigo las explicaciones notablemente precisas, mas no por ello menos vividas, del profesor Rafael Gambra- que, entre las civilizaciones que en el mundo han sido, algunas, como la grecolatina o la judeo-cristiana, se nos ofrecen con una transparencia intelectual y afectiva que nos permite compartir su anclaje eternal; mientras que otras por el contrario, nos parecen opacas, misteriosas o ajenas. Así, Ios árabes de Egipto enseñan hoy las pirámides como algo que es ajeno a su propia cultura y comprensión; mientras que nosotros, en cambio, mostramos una vieja catedral o el Partenón con un fondo emocional de participación. Pues bien, dice Gambra, "el día en que nuestras catedrales -o la Acrópolis de Atenas- resulten para nosotros tan extrañas como las pirámides para los actuales pobladores de Egipto, se habrá extinguido en sus raíces nuestra civilización" (3).
La incomprensión moderna -la "extrañeza"- hacia el fenómeno de la unidad religiosa signa indeleblemente la agonía de nuestro modo de ser y rubrica el fracaso de un proyecto comunitario, en el sentido más restringido del término. Ahora bien, de las ruinas de esa civilización sólo ha surgido una disociación -"disociedad" la ha llamado el filósofo belga Marcel de Corte- que, si sobrevive entre estertores y crisis, es a costa de los restos difusos de aquella cultura originaria, e incluso de las ruinas de esas ruinas -sombra de una sombra- por acudir al conocido apóstrofe de Renan. Esto es palmario en actitudes -por otra parte contradictorias en si mismas y esencialmente incongruentes- como las producidas cuando quienes con su predicación en principio parecen dar por bueno el pluralismo permisivista, reaccionan luego contra algunas de sus aplicaciones o consecuencias. El articulo del doctor Guerra Campos -una joya por lo que dice y por lo que no dice, por lo que insinúa y por lo que sugiere- lo expone con rigor lógico implacable.
Las razones de la unidad católica
En esta tesitura, hemos afrontado el acontecimiento con la intención piadosa -y por tanto civilizadora, si creemos a Madiran cuando dice que la civilización encuentra su sentido en la perspectiva de la piedad -de ser fieles a nuestros mayores. Porque cualquier otra hipotética realización futura de una sociedad cristiana habría de tender a una continuidad con lo pasado, buscando los cauces vivos de la tradición. los artículos de Monseñor Emilio Silva y del historiador Andrés Gambra son suficientemente nítidos en su expresión como para que insistamos en ello.
Pero, al margen de esa finalidad de afincarnos en la continuidad santa y tradicional de la historia patria, quiero hacer alguna referencia a las razones que desde la teología, la filosofía, la política o la pastoral coadyuvan a afirmar como "moralmente obligatorio y prácticamente necesario" el restablecimiento en España de la confesionalidad del Estado y la unidad católica.
La unidad católica, situación
Aunque, en buena lógica, y con carácter previo, creo necesario precisar que la unidad católica es una situación jurídica en la que la sociedad política -el Estado- rinde culto público y colectivo como tal a Dios e inspira su legislación en un orden moral inmutable cuyo cimiento religioso se halla, en último término, en los Mandamientos de la ley de Dios, pero que, además, protege la religión católica como única exteriorizable públicamente. Sin esta última condición se podrá hablar de confesionalidad del Estado, pero no de auténtica unidad religiosa.
Sin que las primeras de las condiciones -que integran propiamente el concepto de confesionalidad - hayan dejado de ser sometidas a discusión por los autores liberales o por católicos contaminados de liberalismo, ha sido la última de las exigencias -que constituye la diferencia entre la mera confesionalidad y la estricta unidad católica- la que ha suscitado más controversias, sobre todo desde el Concilio Vaticano II, como inmediatamente vamos a ver. Lo cierto es que, con independencia de que la reclamación de unidad católica no escape a la consideración de las circunstancias por la prudencia política, en abstracto, la prohibición del culto público y del proselitismo de las religiones no-católicas es un mecanismo de seguridad o muralla almenada que rodea y defiende al Estado confesional. Sin tal mecanismo se produce un equilibrio inestable, pues el Estado confesional difícilmente puede convivir con minorías activas de otras religiones sin que se produzcan tensiones de compleja solución.
Es, sin embargo, el punto -como acabo de subrayar- en que se han centrado las polémicas a raíz de la Declaración conciliar Dignitatis humanae, hasta el extremo de constituir una verdadera "cruz interpretum". No podía permanecer esta obra -unitaria y plural a un tiempo- ajena a tales discusiones y es enriquecedor el contraste de pareceres producido: el doctor Guerra Campos -"lástima que la falta de espacio, escribe, impida exponer aquí un análisis detenido del texto"- no ha entrado en la cuestión y, aunque produce la impresión de rechazar la tesis, sostenida tanto por los partidarios con alegría como por los detractores con dolor, del "cambio" en la doctrina de la Iglesia, no trata la cuestión de la limitación de los cultos falsos; el P. Victorino Rodríguez tampoco la elude, aunque por otros de sus ensayos conocemos sobradamente su explicación de que no hay conflicto alguno entre la recta interpretación de la doctrina conciliar y la tesis de la unidad católica, Rafael Gambra, en cambio, afirma lo contrario, y resuelve el conflicto a favor de la doctrina tradicional apoyado en la consideración de que el texto criticado es del ínfimo rango y de un concilio "pastoral"; Alvaro D'Ors, finalmente, sostiene, de la mano de la distinción entre "tesis" e "hipótesis" -que parece haberse invertido-, que en las comunidades tradicionalmente católicas debe relativizarse aquel principio de indiferencia propio de los pueblos de tradición pluralista.
La unidad católica, tesis
Lejos de mi afirmar que esas diferencias de interpretación y valoración son irrelevantes (4). Encierran en si consecuencias divergentes y de trascendencia no despreciable. Pero, en cualquier caso, bien porque creamos que no ha habido ruptura en la doctrina de la Iglesia, bien porque salvemos las contradicciones al modo de Gambra o de acuerdo con las agudas sugerencias que formula en su contribución el profesor D'Ors, lo importante es que todos siguen considerando la unidad católica como la "tesis" predicable para España. Explícitamente lo dice Alvaro D'Ors: "Nuestro pensamiento tradicionalista, si abandonara sus propios principios y abundara en esa interpretación absolutista de la libertad religiosa, incurriría en la más grave contradicción, pues la primera exigencia de su ideario -Dios, Patria, Rey- es precisamente el de la unidad católica de España, de la que depende todo lo demás".
1 ) Desde la teología se ha subrayado cómo las sociedades en cuanto tales tienen deberes religiosos hacia la verdadera fe y hacia la única Iglesia de Jesucristo. Es, por ello, errónea la perspectiva que abre una sima profunda entre la Iglesia y la humanidad, aun cristiana, con sus dimensiones culturales y político-sociales. Por el contrario, la Iglesia es el Pueblo de Dios, que se salva -según ha escrito Francisco Canals (5)-, aun en orden a lo eterno, por la penetración por la gracia misma de todas las dimensiones de lo humane. Así, el Pueblo de Dios es la comunidad cristiana en su curso histórico.
De ahí que, al hablar de la unidad católica, no podamos dejar de aludir a la teología del Reino de Cristo, de ese movimiento que modernamente condujo a la institución por Pío Xl, en 1925, de la Fiesta de Jesucristo Rey. Festividad nacida con un significado e intención inequívocos: poner remedio al laicismo, del que el P. Ramón Orlandis, S.l. dijo que venia a ser "el mismísimo liberalismo o bien el liberalismo llegado a su mayoría de edad"; atajar el proceso de apostasía que había llevado de modo perseverante el empeño de desterrar a Cristo de la vida pública, primero, mediante la descristianización de la autoridad política, y, luego, desde la misma, mediante el olvido de la doctrine católica sobre el matrimonio, la familia y la educación.
2) Desde la filosofía se nos muestra como radicalmente disolvente el ideal moderno, que alienta -por acudir a la evocación de Camus que debemos a Gambra- la situación de exilio permanente y que no deja de desdeñar y difamar el Reino en su estabilidad, en su carácter entrañable, en sus raíces humanas y divinas: "Tal es el ideal de la apertura o comprensión universal que se abre a todo sin bastión alguno que defender, tal la idea del pluralismo que niega la objetividad de la verdad y del bien; tal el designio del ecumenismo que postula una especie de "mercado común" de las religiones; tal el pacifismo que se niega a defender cosa alguna porque nada trascendente se posee ni se ama; tal la división de la Tierra en mundos (primer, segundo y tercer mundos), sólo en razón de la economía y en orden a una igualación final..." (6). La democracia liberal, en fin, viene a ser la consagración oficial del exilio -resume- como forma permanente de gobierno e ideal humano.
Y, sin embargo, la sociedad no se sostiene sobre la mera coexistencia ni puede ser un ideal la open society, indiscriminadamente abierta. La ciudad descansa sobre un entramado de virtudes y valores comunitariamente aceptados y cordialmente vividos. En el lenguaje sociológico de Ferdinand Tonnies diremos que es una gemeinschatt, el profesor Leo Strauss lo llamará régime, T.S.Eliot podrá aplicarle el término de cultura; generalmente se dirá way of life; y si retrocediéramos a los griegos lo descubriríamos en politeia. En todos los cases la referencia es unánime. Es lo que Wilhelmsen y Kendall han llamado la ortodoxia pública: el conjunto de convicciones sobre el significado último de la existencia, especialmente de la existencia política, lo que unifica a una sociedad, lo que hace factible que sus miembros se hablen entre si, lo que sanciona y confiere el peso de lo sagrado a juramentos y contratos, a deberes y derechos, lo que reviste a una sociedad de un significado común, venerando ciertas verdades consideradas por la ciudadanía como valores absolutos. (7)
También desde el ángulo de la filosofía -y la filosofía política- encontramos una razón para defender la unidad católica: es la expresión de la ortodoxia pública de la sociedad española.
3) Desde la política se nos muestra como un medio privilegiado de salvaguarda de la libertad. La contribución del profesor Alvaro D'Ors lo pone en claro, desarrollando una idea que le es querida de antiguo y que alcanza aquí una notable precisión: sólo la confesionalidad de la comunidad política hace innecesario el partido confesional, pues éste tiene que aparecer tan pronto los principios esenciales de la Iglesia no son políticamente intangibles y requieren para su defensa una acción congruente y supletiva de los mismos fieles.
Libertad religiosa y libertad política se excluyen, cosa que no ha parecido ser entendida por los obispos españoles que, después de haber renunciado a la doctrina de la confesionalidad del Estado sin contrapartida, tampoco propugnan la fórmula del partido católico. De ahí esa impresión que producen tantas declaraciones episcopales de no saber que hacer para impulsar la acción eficaz de los católicos en el terreno político. Se han quedado sin un terreno firme y estable, y se dedican a vagar por los aires de la indefinición. Para el pensamiento tradicional -en cambio- la solución del problema no ofrece dudas: si se quiere salvaguardar la libertad de opción política sin perjudicar los intereses de la Iglesia hay que entrar en la dinámica de la confesionalidad del Estado.
4) Desde la pastoral encontramos un fundamento no menos importante para la tesis de la unidad católica. La libertad no es algo abstracto e independiente de las condiciones en que se ejercita, sino que para la mayoría de los hombres el ejercicio de la libertad está, no determinado; pero sí condicionado por el ambiente en que se mueve. Por eso -como afirmó el cardenal Daniélou en el curso de una famosa polémica de que me he ocupado en otro lugar-, para la mayoría de los hombres no es posible "responder a ciertas exigencias que hay en ellos sino en la medida en que lo hace posible el ambiente dentro del cual viven" (8). Si queremos un pueblo cristiano es esencial crear las condiciones que lo hagan posible, por donde se accede directamente a la necesidad de instituciones cristianas y a la idea de Cristiandad. El doctor Guerra Campos lo desarrolla muy lúcidamente en su articulo y observe que la "politización" radical de que se ha acusado por tantos al confesionalismo se da en mayor medida en la supuesta "no intervención", si se cae en la tentación de reducir la acción de la Iglesia a "facilitar" la convivencia pluralista-tarea central de la política-debilitando para ello el ejercicio de su misión propia: "El peligro que acecha ahora es que cuando se habla de renunciar a la Iglesia-Cristiandad para ser Iglesia-misión, sea la misión la que, paradójicamente, se oscurezca".
Hoy, este planteamiento de impregnación profundamente cristiana de la sociedad que aquí defendemos, es verdad, es repudiado como "nacionalcatolicismo". Expresión que como todas las que integran los denuestarios de ayer, hoy y siempre encierra un grave equivoco. Porque si por nacional-catolicismo se entiende la forma diferencial -impuesta por nuestra propia historia-de ciertas veleidades totalitarias españolas, es seguro que no es de recibo su aplicación a actitudes como la que nos ha inspirado a realizar este trabajo, transida de auténtica fe religiosa y piedad nacional y ajena a mistificaciones engañosas. Pero si lo que se pretende desacreditar con la etiqueta injuriosa es cualquier régimen de cristiandad y lo que se busca romper con el dicterio es el binomio religión-patria, entonces nos sentimos orgullosos de militar en las filas de ese nacional-catolicismo que sirve para llevar las almas a Dios, procurando la "salus animarum" que, según el adagio canónico, es la "suprema lex".
NOTAS
(1) Jacques Maritain, Del régimen temporal y la libertad, cit. por Leopoldo Euloglo Palacios en El mile de la nueva cristiandad, 3ra ed., Madrid 1957, pág. 91.
(2) G.K. Chesterton, Autobiografía, en Obras Complelas, tomo 1, Barcelona 1967, págs. 159-160.
(3) Cfr Rafael Gambra, "Razón humana y cultura histórica", en Verbo n.9 223-224 (1984), págs., 305-309.
(4) Cfr. Miguel Ayuso, "EI orden politico cristiano en la doctrina de la Iglesia", en Verbo n.Q 267-268 (1988), págs. 955-991.
(5) Cfr. Francisco Canals, "EI deber religioso de la sociedad española" en el volumen Política española pasado y futuro, Barcelona 1977, págs. 219-230.
(6) Ralael Gambra,"El exilio y el Reino", en Verbo n.9 231-232 (1985), págs. 73-94.
(7) Cfr. Frederick Wilhelmsen, La ortodoxia pública y los poderes de la irracionalidad, Madrid 1965.
(8) Cfr. Miguel Ayuso, "Cristiandad nueva o secularismo irreversible" en Roca viva n.° 217 (1986), págs. 7-15.
El mero hecho de conmemorar la efeméride desde un entendimiento que excede de la mera significación cultural o humana, debe ya resaltarse adecuadamente desde estas primeras líneas, porque cuando incidentalmente se ha planteado la cuestión que nos ocupa se ha venido omitiendo toda constatación que se intrinque en la verdadera médula del problema que encierra.
Esa es la razón por la que este decimocuarto centenario del tercer Concilio toledano es tan distinto de los anteriores. (Su comparación con el anterior nos resulta fácil en la aguda y tersa crónica que nos hace Manuel de Santa Cruz). Que no es tanto la pérdida de aquel bien tan ponderado -y en el fondo tan imponderable- de la unidad religiosa, cuando su admisión como una mera situación "cultural" que tuvo su razón de ser en otras épocas e incompatible con las nuevas formas de convivencia civil y religiosa, pluralistas, laicas y democráticas. Es decir, la profundización en el designio -que trata para nosotros tan magníficamente el P. Victorino Rodríguez- expuesto por Jacques Maritain en toda su crudeza: "El Sacro Imperio ha sido liquidado de hecho primero por los tratados de Westfalia finalmente por Napoleón. Pero subsiste todavía en la imaginación como un ideal retrospectivo. Ahora nos toca a nosotros liquidar ese ideal" (1). Aunque iniciativas como esta son suficientemente expresivas, el triunfo del propósito de Maritain no sea completo en España -radicando en tal hecho la especificidad, bien es cierto, cada vez más disminuida, pero aún apreciable, de nuestra patria en el seno del "concierto europeo"- , lo que marca con caracteres de novedad este centenario es el avance por esa senda liquidadora del ideal católico de Cristiandad.
Por eso, no es de sorprender que esfuerzos como el que hemos realizado pueda ser acogido con extrañeza o profunda incomprensión en diversos ambientes. Ya Chesterton, en su Autobiografía, y a propósito de los orígenes de su famosa obra titulada Ortodoxia, cuenta un hecho que en mi mente se asocia indefectiblemente con lo que acabo de expresar. Escribe, que el titulo mencionado no le gustaba pero que produjo una consecuencia interesante en Rusia. En efecto, el censor bajo el antiguo régimen ruso, destruyó el libro sin leerlo. Por llamarse Ortodoxia dedujo, naturalmente que debía ser un libro sobre la Iglesia griega; y por ser un libro acerca de la Iglesia griega, dedujo, naturalmente también, que debía ser un ataque. La observación de Chesterton no tiene desperdicio -y es la que quiero destacar-: "Pero conservó una actitud bastante vaga aquel titulo, era provocativo. Y es un fiel exacto de esa extraordinaria sociedad moderna, el que fuera realmente provocativo. Había empezado a descubrir que, en todo aquel sumidero de herejías inconsistentes e incompatibles, la única herejía imperdonable era la ortodoxia. Una defensa seria de la ortodoxia era mucho más sorprendente para el critico inglés que un ataque serio contra la ortodoxia para un censor ruso" (2).
Esta observación nos conduce de lleno al gran tema filosófico de las relaciones entre la razón humana y la cultura histórica. Es sabido -y sigo las explicaciones notablemente precisas, mas no por ello menos vividas, del profesor Rafael Gambra- que, entre las civilizaciones que en el mundo han sido, algunas, como la grecolatina o la judeo-cristiana, se nos ofrecen con una transparencia intelectual y afectiva que nos permite compartir su anclaje eternal; mientras que otras por el contrario, nos parecen opacas, misteriosas o ajenas. Así, Ios árabes de Egipto enseñan hoy las pirámides como algo que es ajeno a su propia cultura y comprensión; mientras que nosotros, en cambio, mostramos una vieja catedral o el Partenón con un fondo emocional de participación. Pues bien, dice Gambra, "el día en que nuestras catedrales -o la Acrópolis de Atenas- resulten para nosotros tan extrañas como las pirámides para los actuales pobladores de Egipto, se habrá extinguido en sus raíces nuestra civilización" (3).
La incomprensión moderna -la "extrañeza"- hacia el fenómeno de la unidad religiosa signa indeleblemente la agonía de nuestro modo de ser y rubrica el fracaso de un proyecto comunitario, en el sentido más restringido del término. Ahora bien, de las ruinas de esa civilización sólo ha surgido una disociación -"disociedad" la ha llamado el filósofo belga Marcel de Corte- que, si sobrevive entre estertores y crisis, es a costa de los restos difusos de aquella cultura originaria, e incluso de las ruinas de esas ruinas -sombra de una sombra- por acudir al conocido apóstrofe de Renan. Esto es palmario en actitudes -por otra parte contradictorias en si mismas y esencialmente incongruentes- como las producidas cuando quienes con su predicación en principio parecen dar por bueno el pluralismo permisivista, reaccionan luego contra algunas de sus aplicaciones o consecuencias. El articulo del doctor Guerra Campos -una joya por lo que dice y por lo que no dice, por lo que insinúa y por lo que sugiere- lo expone con rigor lógico implacable.
Las razones de la unidad católica
En esta tesitura, hemos afrontado el acontecimiento con la intención piadosa -y por tanto civilizadora, si creemos a Madiran cuando dice que la civilización encuentra su sentido en la perspectiva de la piedad -de ser fieles a nuestros mayores. Porque cualquier otra hipotética realización futura de una sociedad cristiana habría de tender a una continuidad con lo pasado, buscando los cauces vivos de la tradición. los artículos de Monseñor Emilio Silva y del historiador Andrés Gambra son suficientemente nítidos en su expresión como para que insistamos en ello.
Pero, al margen de esa finalidad de afincarnos en la continuidad santa y tradicional de la historia patria, quiero hacer alguna referencia a las razones que desde la teología, la filosofía, la política o la pastoral coadyuvan a afirmar como "moralmente obligatorio y prácticamente necesario" el restablecimiento en España de la confesionalidad del Estado y la unidad católica.
La unidad católica, situación
Aunque, en buena lógica, y con carácter previo, creo necesario precisar que la unidad católica es una situación jurídica en la que la sociedad política -el Estado- rinde culto público y colectivo como tal a Dios e inspira su legislación en un orden moral inmutable cuyo cimiento religioso se halla, en último término, en los Mandamientos de la ley de Dios, pero que, además, protege la religión católica como única exteriorizable públicamente. Sin esta última condición se podrá hablar de confesionalidad del Estado, pero no de auténtica unidad religiosa.
Sin que las primeras de las condiciones -que integran propiamente el concepto de confesionalidad - hayan dejado de ser sometidas a discusión por los autores liberales o por católicos contaminados de liberalismo, ha sido la última de las exigencias -que constituye la diferencia entre la mera confesionalidad y la estricta unidad católica- la que ha suscitado más controversias, sobre todo desde el Concilio Vaticano II, como inmediatamente vamos a ver. Lo cierto es que, con independencia de que la reclamación de unidad católica no escape a la consideración de las circunstancias por la prudencia política, en abstracto, la prohibición del culto público y del proselitismo de las religiones no-católicas es un mecanismo de seguridad o muralla almenada que rodea y defiende al Estado confesional. Sin tal mecanismo se produce un equilibrio inestable, pues el Estado confesional difícilmente puede convivir con minorías activas de otras religiones sin que se produzcan tensiones de compleja solución.
Es, sin embargo, el punto -como acabo de subrayar- en que se han centrado las polémicas a raíz de la Declaración conciliar Dignitatis humanae, hasta el extremo de constituir una verdadera "cruz interpretum". No podía permanecer esta obra -unitaria y plural a un tiempo- ajena a tales discusiones y es enriquecedor el contraste de pareceres producido: el doctor Guerra Campos -"lástima que la falta de espacio, escribe, impida exponer aquí un análisis detenido del texto"- no ha entrado en la cuestión y, aunque produce la impresión de rechazar la tesis, sostenida tanto por los partidarios con alegría como por los detractores con dolor, del "cambio" en la doctrina de la Iglesia, no trata la cuestión de la limitación de los cultos falsos; el P. Victorino Rodríguez tampoco la elude, aunque por otros de sus ensayos conocemos sobradamente su explicación de que no hay conflicto alguno entre la recta interpretación de la doctrina conciliar y la tesis de la unidad católica, Rafael Gambra, en cambio, afirma lo contrario, y resuelve el conflicto a favor de la doctrina tradicional apoyado en la consideración de que el texto criticado es del ínfimo rango y de un concilio "pastoral"; Alvaro D'Ors, finalmente, sostiene, de la mano de la distinción entre "tesis" e "hipótesis" -que parece haberse invertido-, que en las comunidades tradicionalmente católicas debe relativizarse aquel principio de indiferencia propio de los pueblos de tradición pluralista.
La unidad católica, tesis
Lejos de mi afirmar que esas diferencias de interpretación y valoración son irrelevantes (4). Encierran en si consecuencias divergentes y de trascendencia no despreciable. Pero, en cualquier caso, bien porque creamos que no ha habido ruptura en la doctrina de la Iglesia, bien porque salvemos las contradicciones al modo de Gambra o de acuerdo con las agudas sugerencias que formula en su contribución el profesor D'Ors, lo importante es que todos siguen considerando la unidad católica como la "tesis" predicable para España. Explícitamente lo dice Alvaro D'Ors: "Nuestro pensamiento tradicionalista, si abandonara sus propios principios y abundara en esa interpretación absolutista de la libertad religiosa, incurriría en la más grave contradicción, pues la primera exigencia de su ideario -Dios, Patria, Rey- es precisamente el de la unidad católica de España, de la que depende todo lo demás".
1 ) Desde la teología se ha subrayado cómo las sociedades en cuanto tales tienen deberes religiosos hacia la verdadera fe y hacia la única Iglesia de Jesucristo. Es, por ello, errónea la perspectiva que abre una sima profunda entre la Iglesia y la humanidad, aun cristiana, con sus dimensiones culturales y político-sociales. Por el contrario, la Iglesia es el Pueblo de Dios, que se salva -según ha escrito Francisco Canals (5)-, aun en orden a lo eterno, por la penetración por la gracia misma de todas las dimensiones de lo humane. Así, el Pueblo de Dios es la comunidad cristiana en su curso histórico.
De ahí que, al hablar de la unidad católica, no podamos dejar de aludir a la teología del Reino de Cristo, de ese movimiento que modernamente condujo a la institución por Pío Xl, en 1925, de la Fiesta de Jesucristo Rey. Festividad nacida con un significado e intención inequívocos: poner remedio al laicismo, del que el P. Ramón Orlandis, S.l. dijo que venia a ser "el mismísimo liberalismo o bien el liberalismo llegado a su mayoría de edad"; atajar el proceso de apostasía que había llevado de modo perseverante el empeño de desterrar a Cristo de la vida pública, primero, mediante la descristianización de la autoridad política, y, luego, desde la misma, mediante el olvido de la doctrine católica sobre el matrimonio, la familia y la educación.
2) Desde la filosofía se nos muestra como radicalmente disolvente el ideal moderno, que alienta -por acudir a la evocación de Camus que debemos a Gambra- la situación de exilio permanente y que no deja de desdeñar y difamar el Reino en su estabilidad, en su carácter entrañable, en sus raíces humanas y divinas: "Tal es el ideal de la apertura o comprensión universal que se abre a todo sin bastión alguno que defender, tal la idea del pluralismo que niega la objetividad de la verdad y del bien; tal el designio del ecumenismo que postula una especie de "mercado común" de las religiones; tal el pacifismo que se niega a defender cosa alguna porque nada trascendente se posee ni se ama; tal la división de la Tierra en mundos (primer, segundo y tercer mundos), sólo en razón de la economía y en orden a una igualación final..." (6). La democracia liberal, en fin, viene a ser la consagración oficial del exilio -resume- como forma permanente de gobierno e ideal humano.
Y, sin embargo, la sociedad no se sostiene sobre la mera coexistencia ni puede ser un ideal la open society, indiscriminadamente abierta. La ciudad descansa sobre un entramado de virtudes y valores comunitariamente aceptados y cordialmente vividos. En el lenguaje sociológico de Ferdinand Tonnies diremos que es una gemeinschatt, el profesor Leo Strauss lo llamará régime, T.S.Eliot podrá aplicarle el término de cultura; generalmente se dirá way of life; y si retrocediéramos a los griegos lo descubriríamos en politeia. En todos los cases la referencia es unánime. Es lo que Wilhelmsen y Kendall han llamado la ortodoxia pública: el conjunto de convicciones sobre el significado último de la existencia, especialmente de la existencia política, lo que unifica a una sociedad, lo que hace factible que sus miembros se hablen entre si, lo que sanciona y confiere el peso de lo sagrado a juramentos y contratos, a deberes y derechos, lo que reviste a una sociedad de un significado común, venerando ciertas verdades consideradas por la ciudadanía como valores absolutos. (7)
También desde el ángulo de la filosofía -y la filosofía política- encontramos una razón para defender la unidad católica: es la expresión de la ortodoxia pública de la sociedad española.
3) Desde la política se nos muestra como un medio privilegiado de salvaguarda de la libertad. La contribución del profesor Alvaro D'Ors lo pone en claro, desarrollando una idea que le es querida de antiguo y que alcanza aquí una notable precisión: sólo la confesionalidad de la comunidad política hace innecesario el partido confesional, pues éste tiene que aparecer tan pronto los principios esenciales de la Iglesia no son políticamente intangibles y requieren para su defensa una acción congruente y supletiva de los mismos fieles.
Libertad religiosa y libertad política se excluyen, cosa que no ha parecido ser entendida por los obispos españoles que, después de haber renunciado a la doctrina de la confesionalidad del Estado sin contrapartida, tampoco propugnan la fórmula del partido católico. De ahí esa impresión que producen tantas declaraciones episcopales de no saber que hacer para impulsar la acción eficaz de los católicos en el terreno político. Se han quedado sin un terreno firme y estable, y se dedican a vagar por los aires de la indefinición. Para el pensamiento tradicional -en cambio- la solución del problema no ofrece dudas: si se quiere salvaguardar la libertad de opción política sin perjudicar los intereses de la Iglesia hay que entrar en la dinámica de la confesionalidad del Estado.
4) Desde la pastoral encontramos un fundamento no menos importante para la tesis de la unidad católica. La libertad no es algo abstracto e independiente de las condiciones en que se ejercita, sino que para la mayoría de los hombres el ejercicio de la libertad está, no determinado; pero sí condicionado por el ambiente en que se mueve. Por eso -como afirmó el cardenal Daniélou en el curso de una famosa polémica de que me he ocupado en otro lugar-, para la mayoría de los hombres no es posible "responder a ciertas exigencias que hay en ellos sino en la medida en que lo hace posible el ambiente dentro del cual viven" (8). Si queremos un pueblo cristiano es esencial crear las condiciones que lo hagan posible, por donde se accede directamente a la necesidad de instituciones cristianas y a la idea de Cristiandad. El doctor Guerra Campos lo desarrolla muy lúcidamente en su articulo y observe que la "politización" radical de que se ha acusado por tantos al confesionalismo se da en mayor medida en la supuesta "no intervención", si se cae en la tentación de reducir la acción de la Iglesia a "facilitar" la convivencia pluralista-tarea central de la política-debilitando para ello el ejercicio de su misión propia: "El peligro que acecha ahora es que cuando se habla de renunciar a la Iglesia-Cristiandad para ser Iglesia-misión, sea la misión la que, paradójicamente, se oscurezca".
Hoy, este planteamiento de impregnación profundamente cristiana de la sociedad que aquí defendemos, es verdad, es repudiado como "nacionalcatolicismo". Expresión que como todas las que integran los denuestarios de ayer, hoy y siempre encierra un grave equivoco. Porque si por nacional-catolicismo se entiende la forma diferencial -impuesta por nuestra propia historia-de ciertas veleidades totalitarias españolas, es seguro que no es de recibo su aplicación a actitudes como la que nos ha inspirado a realizar este trabajo, transida de auténtica fe religiosa y piedad nacional y ajena a mistificaciones engañosas. Pero si lo que se pretende desacreditar con la etiqueta injuriosa es cualquier régimen de cristiandad y lo que se busca romper con el dicterio es el binomio religión-patria, entonces nos sentimos orgullosos de militar en las filas de ese nacional-catolicismo que sirve para llevar las almas a Dios, procurando la "salus animarum" que, según el adagio canónico, es la "suprema lex".
NOTAS
(1) Jacques Maritain, Del régimen temporal y la libertad, cit. por Leopoldo Euloglo Palacios en El mile de la nueva cristiandad, 3ra ed., Madrid 1957, pág. 91.
(2) G.K. Chesterton, Autobiografía, en Obras Complelas, tomo 1, Barcelona 1967, págs. 159-160.
(3) Cfr Rafael Gambra, "Razón humana y cultura histórica", en Verbo n.9 223-224 (1984), págs., 305-309.
(4) Cfr. Miguel Ayuso, "EI orden politico cristiano en la doctrina de la Iglesia", en Verbo n.Q 267-268 (1988), págs. 955-991.
(5) Cfr. Francisco Canals, "EI deber religioso de la sociedad española" en el volumen Política española pasado y futuro, Barcelona 1977, págs. 219-230.
(6) Ralael Gambra,"El exilio y el Reino", en Verbo n.9 231-232 (1985), págs. 73-94.
(7) Cfr. Frederick Wilhelmsen, La ortodoxia pública y los poderes de la irracionalidad, Madrid 1965.
(8) Cfr. Miguel Ayuso, "Cristiandad nueva o secularismo irreversible" en Roca viva n.° 217 (1986), págs. 7-15.
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