por Rafael Gambra
El 25 de abril de 1919 pronunció Vázquez de Mella un discurso en el Círculo Tradicionalista de Bilbao (Obras Completas, tomo 26, pág. 292) cuyo carácter profético es ahora cuando podemos comprobar y experimentar.
Sufría entonces España un centralismo administrativo y un uniformismo político de carácter jacobino heredado de la Revolución Francesa que en palabras de Mella «acabó con las libertades municipales, con los gremios, las Corporaciones, toda la antigua organización, reuniendo el poder en un solo punto y creando el absolutismo más tiránico, ya que éste no existe sólo cuando lo ejerce un monarca, sino cuando lo impone un grupo que tiene en sus manos las Cámaras que él mismo ha creado». Provincias iguales, municipios uniformes: todo dependiente de los Gobernadores Civiles representantes del Ministro de la Gobernación. Sólo se salvaron, en pequeña parte, de esa uniformación general las provincias forales del Norte por efecto de las guerras carlistas.
A este centralismo odioso se ha querido oponer un autonomismo regional que linda en muchos casos con el separatismo (el hoy llamado «Estado de las Autonomías»), pero siempre sobre la base del Estado liberal o democrático. La tesis de Mella en aquel discurso fue que ese autonomismo sobre la base del régimen individualista de partidos políticos, lejos de crear una contención al absolutismo centralista, no hace sino multiplicarlo y acercar su peligrosidad a las víctimas definitivas, que son los individuos y las familias.
El autonomismo actual cree que el centralismo estatal se combate rompiendo o disminuyendo el vínculo de las regiones (o «autonomías) con el poder central y transfiriendo a éstas las competencias que eran exclusivas de aquél. Pero la cuestión esencial no reside en eso. Si previamente se ha establecido, con el principio de la democracia inorgánica, que el poder -todo el poder- procede de la llamada voluntad general o sufragio universal, el poder seguirá estando en los partidos políticos (o en los políticos de profesión) que son quienes organizan y se benefician del sufragio. Y los partidos -cualquiera sea su signo- coinciden siempre en ampliar su poder e influencia eliminando o cercenando las autonomías inferiores (municipios, corporaciones, familias) que puedan oponer un límite a su indefinida expansión. Con lo cual en cada autonomía regional se creará inmediatamente un nuevo centralismo análogo pero más dañino por su cercanía que aquel de que se había partido. Porque la verdadera «soberanía social» (en lenguaje de Mella), que debe oponerse al absolutismo de la «soberanía política», estaba hecha en régimen tradicional de costumbres y de fueros, de hábitos de autogobierno y de libertad, tanto municipales como laborales, que los pueblos defendían como su patrimonio propio, intangible. («privilegios» en sentido despectivo para los liberales). Si todo esto se anula o destruye, el camino está abierto para la expansión indefinida del centralismo uniformista, sea regional o estatal.
Como dijo Mella en aquel discurso de Bilbao: «Si pudiera darse un descuajamiento del Estado actual en varias autonomías, el problema centralista volvería a darse en cada una de ellas. La Autonomía separada con relación a lo que existía, ¿afirmaría y establecería una jerarquía social, el municipio autárquico, las comarcas libres? Podéis asegurar que, por ejemplo, una Cataluña formando Estado aparte no se habría descentralizado más que con relación al Estado de que se había separado: dentro del nuevo surgiría una concentración de poder nueva que aplastaría dentro de sí el principio autonomista. Se trataría sólo de una siembra de centralismos en todo análogos a aquel de que se partió».
La confirmación patente de aquella profecía de Mella la tenemos hoy ante nuestros ojos. Tomemos como ejemplo el caso de Navarra, la región que hasta la «transición democrática» conservó -debido a su régimen foral- los mayores restos restos de autonomía jurídica y administrativa. Hasta esa década de los setenta los Ayuntamientos de Navarra poseían, y ejercían, la facultad de elegir a los funcionarios que a sus respectivas comunidades iban a ser destinados. Maestro, médico, farmacéutico, veterinario, secretario municipal, eran elegidos libremente por el municipio entre aquellos solicitantes que hubieran obtenido plaza en los previos concursos u oposiciones provinciales o nacionales. La elección se realizaba por informe o recomendación del algún vecino que conociera al funcionario o facultativo y que se responsabilizara lógicamente de su informe. La seriedad de tales informes solía venir garantizada por el temor del recomendante a verse reprochado por sus convecinos día a día y quizá durante décadas.
Las ventajas de este sistema de designación eran evidentes, aunque no gustase a los profesionales. El designado llegaba a su puesto con una actitud de gratitud al informante a quien no debía defraudar, de respeto y gratitud también al municipio o comunidad que le había otorgado su confianza. Cuando, en cambio, el designado viene parachutado desde la capital, sin consulta ni conocimiento a veces de la autoridad local, suele llegar al pueblo con cierto desdén hacia el mismo, al que considera a menudo inferior cualitativa o cuantitativamente a sus propios merecimientos profesionales.
Pues bien: durante las dos últimas décadas, una a una, todas esas competencias han sido sustraídas a los Ayuntamientos cuyos funcionarios vienen hoy designados por Boletín Oficial (incluso el cartero local). Quizá sólo les reste el de alguacil municipal. Todas esas libertades municipales, base de un verdadero autonomismo local se han ido perdiendo en nombre precisamente de «las libertades democráticas recuperadas» y del «Estado de las Autonomías». Absorbidas por la Diputación (Foral), hoy «Gobierno de Navarra», esta nueva centralización ha surgido ¿en beneficio de quién? Sin duda de los políticos profesionales y de los partidos cuyo clientelismo se acrece a costa de la libertad y la autonomía de los pueblos.
El 25 de abril de 1919 pronunció Vázquez de Mella un discurso en el Círculo Tradicionalista de Bilbao (Obras Completas, tomo 26, pág. 292) cuyo carácter profético es ahora cuando podemos comprobar y experimentar.
Sufría entonces España un centralismo administrativo y un uniformismo político de carácter jacobino heredado de la Revolución Francesa que en palabras de Mella «acabó con las libertades municipales, con los gremios, las Corporaciones, toda la antigua organización, reuniendo el poder en un solo punto y creando el absolutismo más tiránico, ya que éste no existe sólo cuando lo ejerce un monarca, sino cuando lo impone un grupo que tiene en sus manos las Cámaras que él mismo ha creado». Provincias iguales, municipios uniformes: todo dependiente de los Gobernadores Civiles representantes del Ministro de la Gobernación. Sólo se salvaron, en pequeña parte, de esa uniformación general las provincias forales del Norte por efecto de las guerras carlistas.
A este centralismo odioso se ha querido oponer un autonomismo regional que linda en muchos casos con el separatismo (el hoy llamado «Estado de las Autonomías»), pero siempre sobre la base del Estado liberal o democrático. La tesis de Mella en aquel discurso fue que ese autonomismo sobre la base del régimen individualista de partidos políticos, lejos de crear una contención al absolutismo centralista, no hace sino multiplicarlo y acercar su peligrosidad a las víctimas definitivas, que son los individuos y las familias.
El autonomismo actual cree que el centralismo estatal se combate rompiendo o disminuyendo el vínculo de las regiones (o «autonomías) con el poder central y transfiriendo a éstas las competencias que eran exclusivas de aquél. Pero la cuestión esencial no reside en eso. Si previamente se ha establecido, con el principio de la democracia inorgánica, que el poder -todo el poder- procede de la llamada voluntad general o sufragio universal, el poder seguirá estando en los partidos políticos (o en los políticos de profesión) que son quienes organizan y se benefician del sufragio. Y los partidos -cualquiera sea su signo- coinciden siempre en ampliar su poder e influencia eliminando o cercenando las autonomías inferiores (municipios, corporaciones, familias) que puedan oponer un límite a su indefinida expansión. Con lo cual en cada autonomía regional se creará inmediatamente un nuevo centralismo análogo pero más dañino por su cercanía que aquel de que se había partido. Porque la verdadera «soberanía social» (en lenguaje de Mella), que debe oponerse al absolutismo de la «soberanía política», estaba hecha en régimen tradicional de costumbres y de fueros, de hábitos de autogobierno y de libertad, tanto municipales como laborales, que los pueblos defendían como su patrimonio propio, intangible. («privilegios» en sentido despectivo para los liberales). Si todo esto se anula o destruye, el camino está abierto para la expansión indefinida del centralismo uniformista, sea regional o estatal.
Como dijo Mella en aquel discurso de Bilbao: «Si pudiera darse un descuajamiento del Estado actual en varias autonomías, el problema centralista volvería a darse en cada una de ellas. La Autonomía separada con relación a lo que existía, ¿afirmaría y establecería una jerarquía social, el municipio autárquico, las comarcas libres? Podéis asegurar que, por ejemplo, una Cataluña formando Estado aparte no se habría descentralizado más que con relación al Estado de que se había separado: dentro del nuevo surgiría una concentración de poder nueva que aplastaría dentro de sí el principio autonomista. Se trataría sólo de una siembra de centralismos en todo análogos a aquel de que se partió».
La confirmación patente de aquella profecía de Mella la tenemos hoy ante nuestros ojos. Tomemos como ejemplo el caso de Navarra, la región que hasta la «transición democrática» conservó -debido a su régimen foral- los mayores restos restos de autonomía jurídica y administrativa. Hasta esa década de los setenta los Ayuntamientos de Navarra poseían, y ejercían, la facultad de elegir a los funcionarios que a sus respectivas comunidades iban a ser destinados. Maestro, médico, farmacéutico, veterinario, secretario municipal, eran elegidos libremente por el municipio entre aquellos solicitantes que hubieran obtenido plaza en los previos concursos u oposiciones provinciales o nacionales. La elección se realizaba por informe o recomendación del algún vecino que conociera al funcionario o facultativo y que se responsabilizara lógicamente de su informe. La seriedad de tales informes solía venir garantizada por el temor del recomendante a verse reprochado por sus convecinos día a día y quizá durante décadas.
Las ventajas de este sistema de designación eran evidentes, aunque no gustase a los profesionales. El designado llegaba a su puesto con una actitud de gratitud al informante a quien no debía defraudar, de respeto y gratitud también al municipio o comunidad que le había otorgado su confianza. Cuando, en cambio, el designado viene parachutado desde la capital, sin consulta ni conocimiento a veces de la autoridad local, suele llegar al pueblo con cierto desdén hacia el mismo, al que considera a menudo inferior cualitativa o cuantitativamente a sus propios merecimientos profesionales.
Pues bien: durante las dos últimas décadas, una a una, todas esas competencias han sido sustraídas a los Ayuntamientos cuyos funcionarios vienen hoy designados por Boletín Oficial (incluso el cartero local). Quizá sólo les reste el de alguacil municipal. Todas esas libertades municipales, base de un verdadero autonomismo local se han ido perdiendo en nombre precisamente de «las libertades democráticas recuperadas» y del «Estado de las Autonomías». Absorbidas por la Diputación (Foral), hoy «Gobierno de Navarra», esta nueva centralización ha surgido ¿en beneficio de quién? Sin duda de los políticos profesionales y de los partidos cuyo clientelismo se acrece a costa de la libertad y la autonomía de los pueblos.
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