sábado, 30 de agosto de 2008

Jean Osset, "Para que Él reine" -- cap. IV: Clérigos y laicos


Capitulo IV: Clérigos y laicos

“Que los laicos sean, no solamente considerados sino tratados como adultos, se atribuye a Monseñor D’Souza, en una de las sesiones conciliares. La Iglesia no es un estado totalitario… Hay que renunciar al clericalismo… Demos plenamente a los seglares lo que les pertenece.”

Pero ¿qué es lo que les pertenece?

Existen muchas maneras de concebir su misión. Tantas como formas distintas de concebir el clericalismo y el anticlericalismo.

En lo referente al laicado, existen análogos equívocos.

Hay pocos temas tan difundidos como el de su promoción.

Sí, pero ¿promoción a qué?, ¿promoción para qué?

Una vez más, Pío XII nos va a alumbrar en esta búsqueda.

“Hoy en día, escribe, la responsabilidad de los hombres católicos parece más grande y más urgentes en vista de la organización más aventajada de la sociedad y del papel que cada uno está llamado a desempeñar dentro de ella (…) A nuestro alrededor, las fuerzas del mal están poderosamente organizadas, trabajan sin tregua” ([1]).

“Bajo este aspecto, los fieles, y más precisamente los seglares, se encuentran en primera línea de la vida de la Iglesia…” ([2]).

Fórmula decisiva y que expresa claramente un carácter nuevo.

Promoción indiscutible. No por el grado. No porque haga el seglar igual al clérigo. Sino promoción en orden a un combate que se ha hecho más urgente.

Promoción que, del humilde servidor de ayer, puede hacer el salvador de hoy; porque sucede que, en el dispositivo de los conflictos actuales, el modesto lugar de este servidor se ha convertido en uno de sus puntos fuertes de donde puede surgir el ataque victorioso.

Promoción que, a través de la historia de los siglos cristianos, constituye lo que algunos llamarían: la hora de la verdad del laicado. Porque es el momento de su combate específico…

Que nos regocijemos o que lo deploremos importa poco, pero es que el ciudadano de nuestras democracias modernas, mucho más que el súbdito de los reyes de antaño, no puede desinteresarse, sin graves daños, de las cosas de la ciudad.

Y este deber que le atañe, de presencia, de vigilancia, de salvaguardia, de acción, es tanto más imperioso cuanto que (por el hecho del pragmatismo en cuestión) el ataque actual no busca ya tan directamente, como antes, destruir el mismo Dogma (por el enunciado de proposiciones contrarias), sino constituir un medio social tal que consiga que la vida cristiana sea en él progresivamente destruida o miserablemente degradada.

Pues existe una forma de ateísmo más completa que el enunciado de las peores tesis antideístas… y es la realización de una sociedad en la que el clima, el tren de vida de las gentes, el orden de las cosas, sean tales que no les preocupe a los ateos negar la existencia de Dios, combatir la religión en ella. Ya que en esta sociedad Dios ha llegado a ser el gran olvidado, el gran ausente, aquel cuyo solo pensamiento no importuna ya a nadie. Aquel que (al contrario de su definición clásica de “Ser universalmente necesario”) está considerado en todas partes como simple objeto de libre opción, casi inútil, superfluo.

Lo que nos permite comprender mejor que el seglar, hoy en día, esté, en cierto sentido más que el clérigo, “en la primera línea”. Porque hoy en día, la herejía representa menos lo que se dice que lo que se profesa, menos lo que se dogmatiza que lo que se hace, lo que se practica, lo que se vive.

LA HEREJÍA ES SOCIAL

La herejía ya no es tan dogmática, ya no es tan doctrinal. Es pragmática. Es social.

Se esconde bajo cierta orientación de la vida en sociedad y se confunde con ella.

Realización de lo que preconizaban los jefes de la Alta Venta italiana en el pasado siglo: “Ya no hay que luchar contra la Iglesia con palabras, eso sería propagarla. Hay que matarla con hechos.”

Y Lenin por su parte: “La propaganda del ateísmo puede ser inútil y dañina, no ya desde el punto de vista banal; para no alarmar (…), sino desde el punto de vista del progreso real de la lucha de clases, que (…) atraerá cien veces mejor a los obreros cristianos al comunismo y al ateísmo que un sermón ateo simplemente” ([3]).

De ahí esta observación del Cardenal Saliège: “Es por la acción, mucho más que por razonamientos, por lo que se hace del cristiano un comunista ateo.”

Y es a causa de este carácter práctico, de este carácter más específicamente social de la acción antirreligiosa, que la defensa de la vida cristiana depende menos, en adelante, de la refutación magistral del clérigo que del combate social y político del seglar.

Lo que justifica plenamente la expresión de “líneas avanzadas” empleada por Pío XII.

Expresión que no indica una inversión jerárquica que situaría al seglar por encima del clérigo. Sino expresión que señala un cambio de frente. En adelante, el sector defendido por el laicado será el objetivo número uno del adversario.

Antiguamente, al contrario, la lucha era más bien doctrinal, más explícitamente filosófica, teológica. A este respecto era normal que fueran movilizados “en primera línea”, aquellos a los que incumbe especialmente la guardia de lo espiritual, o sea, los clérigos.

De ahí la preeminencia de estos últimos en tal lucha. Preeminencia no solamente jerárquica, sino táctica, podríamos decir. Ya sea en el lanzamiento de las herejías (de cuya elaboración fueron los clérigos durante siglos los únicos capaces). Ya sea en el aplastamiento de estas mismas herejías (a las cuales fueron los clérigos, durante ese mismo tiempo, casi los únicos capaces de rechazar y combatir victoriosamente).

Pero eso ya no sucede de tal modo hoy en día.

Porque nuestra generación ha perdido el sentido y el gusto de la doctrina, porque está obsesionada por el poderío temporal, el momento (al menos por ahora) parece haber superado estos conflictos explícitamente dogmáticos que sólo podían ser zanjados tanto por la intervención como por la autoridad doctrinal del clero.

Lo que hace que, sin ser más astuto ni más digno, ni finalmente más adulto que el fiel de antaño (basta para convencerse con ver la calidad de la doctrina que se le propone y de lo que se pretende realizar para estar a “su alcance”), el seglar cristiano ha llegado a ser, por razones perfectamente extrañas a toda idea de mérito, un elemento mucho más importante, por no decir decisivo, para la defensa del orden cristiano.

Pero…

…esta promoción “a la primera línea”, esta importancia mayor, quizá decisiva, del seglar en la defensa del orden cristiano, ¿es lo único que cambia, es lo único que puede cambiar en la relación que la tradición católica había establecido hasta ahora entre el seglar y el clérigo?

En otras palabras: el hecho de ser promovido “a las líneas de avanzadas”, ¿dará ciertos nuevos derechos a los seglares, o hará perder a los clérigos algunos de sus antiguos derechos?

En absoluto…

Esta promoción “a las líneas de avanzadas”, la conciencia del papel más importante que está llamado a desempeñar, no pueden traer al seglar más que un sentido más agudo de deberes que se han hecho más pesados.

¿Y quién ha podido pensar jamás que el hecho de que unas tropas “avancen” haya podido resultar para estas tropas un argumento de indisciplina o de insumisión?

LO QUE EL SEGLAR ESPERA DEL CLÉRIGO

En otras palabras: el hecho, para el seglar, de encontrarse más comprometido, más interesado que el clérigo en este género de lucho no le dispensa de su deber de sumisión a los maestros de lo espiritual, los maestros del Dogma, los maestros de la moral, tanto pública como privada.

“No se podría acusar a los clérigos más que de demasiada condescendencia para con nosotros –escribía ya Blanc de Saint-Bonnet--. Porque es la caridad la que los guía hacia todas las regiones que pudieran sustraerse a su luz… Tal es su aborrecimiento por lo que nos aleja de Dios.

“Estudiando, desde hace dos siglos, las ideas de nuestro espíritu con el fin de penetrar en su interior recurriendo, para hablarnos, al lenguaje que atraía la admiración de los hombres, los clérigos se han encontrado con nuestro punto de vista del mundo… Desde este momento se ha preparado la gran catástrofe, pues se ha pasado en todos los aspectos del punto de vista divino, al punto de vista del hombre.”

Sabiéndose más complacientemente escuchados, más inteligentemente comprendidos en lo que deben darnos, tendrán menos miedo de ser, cerca de nosotros, lo que deben ser: representantes de Dios; testigos de lo absoluto; guardianes de la FE, de la doctrina, de la moral, mejor dicho, de todo lo que vale la pena sustraer a las dificultades de las discusiones humanas, de las ambiciones del mundo.

Al que se compromete, en efecto, en los asuntos del siglo, los imperativos doctrinales pueden parecer embarazosos. Y es siempre insidioso el deseo de desviar la doctrina al gusto de la acción prevista.

Para que los clérigos, cualesquiera que sean las circunstancias, puedan recordar, con la fuerza y el desinterés requerido, las reglas soberanas que el Estado mismo debe respetar, es normal que eviten comprometerse en este combate de lo temporal en el que no pueden más que perder, de aquello que les corresponde ser en el mundo, lo que hace que les debamos sumisión y respeto.

“¿Qué es lo que los seglares esperan de nosotros? –se preguntaba el P. Lagrange--. La respuesta es clara: --Si recurren a nosotros es para que les transmitamos la ciencia de los santos, al menos la ciencia que hace cristianos, la verdad católica enseñada por la Iglesia.

“¿Nos exigirán una competencia suplementaria… en estos problemas de los cuales los especialistas buscan, todavía, la solución? ¡No! No es esto lo que el mundo quiere aprender de nosotros. Buscamos la simpatía, no recogemos más que la irrisión. A un industrial sediento de la palabra de Dios le habláis de sus trabajos o de sus altos hornos. ¿Pensáis acaso que un literato quedará agradablemente sorprendido de que hayáis leído su última novela? ¡No!, él y tantos otros juzgarán que habéis descarriado.

“…Sabed todo lo que se puede saber; nadie se opone. Pero subordinemos todo a la ciencia sagrada que nos piden.”

Y se comprende la importancia que tiene para el seglar, como para el clérigo, no perder nunca el sentido de sus competencias más específicas: LO ESPIRITUAL, en lo cual debe ejercer soberanamente la autoridad el clérigo; y LO TEMPORAL, cuyo cuidado, organización y gobierno pertenecen al seglar.

Distinción de lo espiritual y de lo temporal, del poder religioso y del poder civil. Tal es uno de los principios más característicos del orden cristiano.

“Cuando superó las grandes dificultades de los primeros siglos: primero los bárbaros, luego los árabes, después los turcos; la Iglesia, se ha dicho ([4]), partió a la conquista del mundo y conoció en menos de cinco siglos una extensión y una prosperidad incomparables. Y es que lo temporal, por muy impregnado y subordinado que estuviese a lo espiritual, podía atender a sus propias necesidades, protegido como estaba al mismo tiempo por sus principios de abusos demasiado generalizados.

“Porque semejante éxito no pudo darse en una civilización que no estableciera la debida separación entre lo espiritual y lo temporal. Porque en tal caso todo tiene el mismo valor. La parte puramente material podía con el mismo título muy directamente atribuirse un origen divino y no se lo podría atacar sin cometer sacrilegio.”

Nos encontramos aquí en las fuentes mismas del totalitarismo, de anteayer, de ayer, o de hoy.

La civilización coránica fue y es significativa a este respecto. El empeño de tantos clérigos en comprometerse en la construcción del socialismo no lo es menos.

Lo que veinte siglos de experiencia cristiana hubieran debido mostrar como evidente, hoy de hecho se encuentra más menospreciado que nunca. La observación resulta más destacada por la pluma de André Malraux cuando escribe: “La cristiandad en sí misma no es totalitaria. Los estados modernos han nacido de la voluntad de hallar una totalidad sin religión; la cristiandad por lo menos había conocido al Papa y al emperador, sin embargo constituía un todo.”

Un TODO, pues, no totalitario.

TODO que normalmente es el TODO de la Iglesia. Ya que según San Ambrosio: “El emperador está en la Iglesia. Es hijo de la Iglesia. No es pues inferirle una injuria, sino hacerle un honor recordárselo.”

A pesar de que la distinción de los dos poderes puede favorecer, efectivamente, la coexistencia de la Iglesia con un régimen político-social no cristiano, éste no es, ante todo, su punto principal y en cierto modo esencial de aplicación.

Una iglesia católica cumpliendo su misión espiritual en una sociedad laicista, musulmana, etc., no podría ser presentada como formando un TODO con esta sociedad. Y, a fortiori, un TODO llamado “cristiandad”.

Pero en una sociedad animada por el solo espíritu de la Iglesia se impone de todos modos la distinción de los dos poderes, espiritual-temporal, he ahí lo que el catolicismo ha sido y continúa siendo el único en mantener.

Un TODO.

Puesto que esta distinción no es sinónimo de oposición, de ruptura entre lo espiritual y lo temporal. Al contrario.

Determinan, sin duda, dos planos diferentes de actividad, dos zonas con sus respectivas jurisdicciones. Pero sin destruir su jerarquía, sin desconocer la importancia del único y mismo espíritu que las debe animar.

Espíritu que se impone a los dos poderes y que gobierna a uno y otro. No sin proceder, como es lo normal, de lo espiritual hacia lo temporal. Hallándose, por consiguiente, este último como inferior y subordinado al espiritual.

Pero subordinado al espiritual en tanto que este último lo es. Guardián de los principios, maestro de la doctrina, de la moral, de la fe; magisterio supremo en todo lo que es sustancia, ortodoxia de la enseñanza ([5]). Y en modo alguno un poder espiritual erigido en rector, organizador, gobernador, defensor DIRECTO de lo temporal.

Lo que determina que el poder temporal debe recibir, acoger sinceramente lo que el poder espiritual tiene la misión de darle: todas las directrices concernientes a la doctrina, la moral, la fe, la vida del espíritu y del alma. Cumplido este deber, el poder temporal queda dueño de pensar, de regular sus negocios como estime que debe hacer.

Si esta reserva no existiera, es decir, si el poder espiritual pudiera legítimamente mandar, regir directamente al temporal, la distinción de esos dos poderes no tendría sentido alguno.

La revelación de autoridad espiritual del primero sobre el segundo es pues tan evidente como la relación e independencia (en su orden) del segundo respecto del primero.

Y es por esto que puede hablarse de una distinción espiritual-temporal sin que esta distinción impida denominar: “un TODO” la unidad armoniosa de sus relaciones.

En modo alguno una distinción que tendería a relegar la Iglesia a su santuario para dejar al poder de alguna “no-Iglesia” el dominio de lo temporal.

Pío XII lo ha proclamado firmemente: “La Iglesia no puede, encerrándose inactiva en el silencio de sus templos, abandonar su misión divinamente providencial de formar al hombre completo, y así colaborar sin descanso a la constitución del sólido fundamento de la sociedad. Esencial es en ella semejante misión. Considerada en este aspecto, la Iglesia puede definirse la sociedad de los que, bajo el influjo sobrenatural de la gracia por la perfección de su dignidad personal de hijos de Dios y por el desarrollo armónico de todas las inclinaciones y energías humanas, edifican la potente trabazón de la convivencia humana” ([6]).

Ese es el orden cristiano.

Pero, dentro de este TODO, con dos poderes distintos.

MESIANISMO DE LOS ESTADOS TOTALITARIOS
RELACIONES DE ESTOS ESTADOS CON LA IGLESIA

En consecuencia, es evidente el exceso de quienes se atreven a presentar hoy esta distinción como si sólo interesara al problema de las relaciones de la Iglesia con los poderes civiles extraños (si no hostiles) al catolicismo.

No se trata de que la distinción entre lo temporal y lo espiritual, una vez más, no resulte de gran provecho en este punto… no por eso es menos abusivo reducir a esta única utilidad el alcance, tanto como los beneficios de una doctrina que tiene por objeto regular ante todo cosa distinta.

¿Puede al menos decirse que en ese caso de las relaciones de la Iglesia con los poderes no cristianos, pueda resultar suficiente la simple distinción entre lo espiritual y lo temporal? ¿Estos poderes temporales (extraños u hostiles al catolicismo) son lo bastante estrictamente temporales para corresponder efectivamente al espíritu de la distinción contemplada?

Son en realidad espirituales tanto como temporales. Totalitarios por ello mismo. Estados modernos tendentes a ser su propio Pontífice. Y a este título “acaparadores”, no “discriminadores” de lo espiritual. Elaboran su ideología. Determinan su moral. Dogmatizan su mesianismo. Reclutan cuidadosamente sus doctores y sus clérigos. Caricatura de un sacerdocio laico. Inmenso ejército ([7]) de una religión del César, y de esta “cultura” de la que André Malraux no teme decir ([8]) que si “actúa en profundidad corresponde a lo que antes era la religión” ([9]).

Si por lo tanto se plantea un problema de relaciones entre el poder espiritual de la Iglesia y el poder de esos Estados, es preciso designarlo como el problema de las relaciones entre la Iglesia y la no-Iglesia. No como el problema de las relaciones entre lo espiritual y lo temporal, distintos sin duda, pero animados de un mismo espíritu.

Este último caso constituye por sí sólo el caso-tipo, el ejemplo esencial de la distinción según la cual (incluso en una sociedad cien por cien católica) poder espiritual y poder temporal no deben confundirse.

Es el caso de la cristiandad, que tuvo sus dos poderes simbolizados por… el Papa y el Emperador.
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[1] Mensaje a los hombres de la Acción Católica Portuguesa, 10 diciembre 1950.
[2] Discurso a los nuevos cardenales, 20 febrero 1946.
[3] “Partido obrero y religión”, en Pages Choises, t. II, p. 315.
[4] Boletín de la Asociación Guillaume Budé, p. 584.
[5] De ahí la advertencia de Pío XII (31 mayo 1954) contra una “teología laica”. Entiéndase: una teología que manifestaría la autonomía de una especie de “poder espiritual” propio del laicado. Poder espiritual laico que sería, desde este momento, no solamente distinto, sino independiente del poder espiritual eclesiástico.
Como dice Pío XII “‘Teólogos laicos’ que se proclaman independientes… que distinguen su magisterio del magisterio público de la Iglesia y, en cierto modo lo oponen a él… En contra de esto hay que sostener lo siguiente: no ha habido nunca, ni hay, ni habrá jamás en la Iglesia un magisterio legítimo de laicos que haya sido sustraído por Dios a la autoridad, guía y vigilancia del magisterio sagrado…”
Esto no significa que la Iglesia prohíba a los seglares la profesión (como en un eco para mayor aplicación y difusión) de la única y verdadera doctrina: la del sagrado Magisterio.
Un comportamiento así, lejos de oponer al magisterio espiritual eclesiástico un magisterio espiritual que, en sí, sería laico…, un comportamiento así, por el contrario, es signo de la subordinación que debe existir entre el poder temporal del laicado y el poder espiritual de los clérigos.
La Iglesia no tendrá jamás demasiados seglares teológicamente formados para hacer que penetre en el trasfondo de lo temporal el fermento de la doctrina elaborada por la jerarquía eclesiástica.
Lo que Pío XII reprueba es la tesis que tendería a hacer que el laicado sea autónomo respecto al poder espiritual en lo que este poder tiene de espiritual, de doctrinal.
Como ha dicho León XIII: “La misión de predicar, esto es, de enseñar, compete por derecho divino a los doctores, a los que el Espíritu Santo ha constituido obispos para apacentar la Iglesia de Dios, y principalmente el Romano Pontífice, Vicario de Jesucristo, y de la moral. Sin embargo, nadie piense que está prohibida a los particulares toda colaboración en este apostolado, sobre todo a los que Dios concedió talento y deseo de hacer el bien. Los particulares, cuando el caso lo exija, pueden fácilmente, no ya arrogarse el cargo de doctor, pero sí comunicar a los demás lo que ellos han recibido, repitiendo, como un eco, la voz de los maestros.” (Sapientiae Christianae, II, 8.)
[6] Pío XII, Discurso de 20 de febrero de 1946.
[7] ¿Acaso no se prevén oficialmente 50.000 “animadores culturales” para 1985 en Francia?
[8] Citado por el Courriere de l’Ouest, 19 octubre 1965.
[9] Veamos otras consideraciones de Malraux sobre el mismo tema: “Hasta ahora la significación de la vida venía siendo dada por las grandes religiones y más tarde por la esperanza de que la ciencia reemplazaría a las grandes religiones, mientras que hoy en día ya no hay significación del mundo, y si la palabra cultura tiene sentido, es el que corresponde a la faz que en el espejo un ser humano observa cuando contempla lo que será su semblante una vez muerto. La cultura es la respuesta que el hombre recibe cuando se pregunta lo que hace sobre la tierra…” (Discurso en la Casa de la Cultura de Amiens, 19 marzo 1966.)
“La Casa de la Cultura está en trance de convertirse –al menos en cuanto a la religión—en la catedral, es decir, el lugar donde las gentes se reúnen para hallar lo que hay de mejor en nosotros.” A. Malraux. Citado por L’Evénement, número 14, marzo 1967.

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