miércoles, 27 de agosto de 2008

Para que Él reine (Jean Ousset) - cap. III: Espiritual y Temporal



Capítulo III

Espiritual y temporal


“Todo el misterio de la Iglesia –ha escrito el P. Clérissac ([1])—yace en la ecuación y en la convertibilidad de estos dos términos: Cristo y la Iglesia.” Porque la Iglesia, podemos decir con Bossuet, es “Jesucristo difundido y comunicado”.

Si pues la Iglesia tiene un poder en este mundo, sobre este mundo, este poder es análogo al de Jesucristo.

El reino de ella no es tampoco “de este mundo”, no es según este mundo. Entended que, a ejemplo de Jesucristo, la Iglesia no buscará reemplazar a los reyes de la tierra, no buscará gobernar práctica y directamente las naciones. Sino que, como su divino Fundador, tendrá en primer término por misión “dar testimonio de la verdad”, restablecerla, enseñarla. Como Jesucristo, y en Él y por Él, la Iglesia reinará por la verdad de sus enseñanzas, por el magisterio de su doctrina y, más particularmente en lo que ahora tratamos, por el magisterio de su doctrina social.

Existirá, pues, la Iglesia y existirá el Estado, del mismo modo que existía, que podía existir y que sigue existiendo Jesús, al lado de reyes o los gobernantes “de este mundo”.

La Iglesia es, pues, DIRECTAMENTE soberana en todo lo que concierne DIRECTAMENTE a la salvación espiritual del género humano.

Es indirectamente soberana en todo aquello que no tiene más que una relación indirecta con esa salvación.

Por lo tanto, ya sea directa o indirectamente, no hay nada que, al menos en cierto aspecto, no caiga bajo la soberana autoridad de la Iglesia, porque no hay nada aquí abajo que directa o indirectamente no pueda, en cierto aspecto o en determinadas circunstancias, tener relación con la salvación de las almas ([2]).

SOBERANÍA DE LA IGLESIA Y SOBERANÍA DEL ESTADO

“Dios –leemos en Immortale Dei—ha repartido, por tanto, el gobierno del género humano entre dos poderes: el poder eclesiástico y el poder civil. El poder eclesiástico, puesto al frente de los intereses divinos. El poder civil, encargado de los intereses humanos. Ambas potestades son soberanas en su género. Cada una queda circunscripta dentro de ciertos límites, definidos por su propia naturaleza y por su fin próximo. De donde resulta una como esfera determinada, dentro de la cual cada poder ejercita iure proprio su actividad. Pero como el sujeto pasivo de ambos poderes soberanos es el mismo, y como, por otra parte, puede suceder que un mismo asunto pertenezca, si bien bajo diferentes aspectos, a la competencia y jurisdicción de ambos poderes… Es necesario, por tanto, que entre ambas potestades exista una ordenada relación unitiva, comparable, no sin razón, a la que se da en el hombre entre el alma y el cuerpo… Así, todo lo que de alguna manera es sagrado en la vida humana, todo lo que pertenece a la salvación de las almas y al culto de Dios, sea por su propia naturaleza, sea en virtud del fin a que está referido, todo ello cae bajo el dominio y autoridad de la Iglesia. Pero las demás cosas que el régimen civil y político, en cuanto tal, abrace y comprenda, es de justicia que queden sometidas a éste, pues Jesucristo mandó expresamente que se dé al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios…”

Comentando este pasaje en uno de los capítulos de su obra sobre “Le gouvernement de l’Eglise”, el Padre G. Neyron, S.J. ([3]), añade:

“No hay nada en este lenguaje que puede hacer pensar en una usurpación sobre el poder temporal…; por lo demás, los autores eclesiásticos han hablado siempre así. El Cardenal Pie, a quien no se ha acusado nunca de tibieza en la reivindicación de los derechos de la Iglesia, sabe, no obstante, hacerlo con la misma templanza: ‘La Iglesia no absorberá en absoluto el poder del Estado; no violará tampoco la independencia de que aquél goza en el orden civil y temporal; al contrario, no intervendrá sino para hacer triunfar más eficazmente su autoridad y sus derechos legítimos… La Iglesia no pretende en modo alguno sustituir a los poderes de la tierra, que ella misma mira como ordenados por Dios y necesarios al mundo… No se inmiscuye a la ligera y por cualquier motivo en el examen de las cuestiones interiores del gobierno público…, las más graves materias de la legislación, del comercio, de las finanzas, de la administración, de la diplomacia se tratan y se resuelven casi siempre bajo su mirada, sin que ella haga la menor observación.’

“Se puede decir –prosigue el P. Neyron—que la Iglesia enseña la preeminencia de lo espiritual sobre lo temporal, pero de ninguna manera la absorción de lo uno por lo otro. Hay un abismo entre esta doctrina esencialmente dualista, respetuosa de todos los derechos, y la del Estado-Dios, fuente de todos los derechos, que lo absorbe todo en sí, encargándose de todo y no dejando a ninguna fuerza desarrollarse independientemente de él.”

“Hay católicos –escribe Mons. Chappoulie ([4])—que más o menos explícitamente niegan a la Iglesia toda competencia en lo que sobrepasa sus obligaciones personales en el terreno del culto y de los sacramentos, o en la observación individual de los mandamientos de la moral cristiana. Apenas la Iglesia tendría autoridad para aconsejarlos en sus responsabilidades familiares. Pero su intromisión en todo lo que toca a la vida profesional y a las responsabilidades sociales estaría fuera de lugar, y su intervención sería peligrosa para el buen orden de las instituciones y de las leyes económicas.

“Digámoslo abiertamente: nada es más opuesto a la naturaleza y a la misión divina de la Iglesia que esta disposición, por desgracia demasiado frecuente.”

Entre el orden espiritual y el orden político, entre la Iglesia y el Estado, la simple y tradicional distinción resultaría ya insuficiente. En el grado que se encuentra el mundo moderno, la salvación no podría estar más que en un “dualismo antinómico”. ¡Qué lástima más grande!

Al menos no es necesario perderse en sutiles deducciones. Es suficiente evocar la enorme influencia que ejerce el clima social en todo lo referente a la dirección intelectual, espiritual y moral de la mayoría. Por sí solo, este argumento permitiría apoyar toda la tesis.

“¡Cuántos –ha dicho Pío XII ([5])--, envenenados por una ráfaga de laicismo o de hostilidad hacia la Iglesia, han perdido la lozanía y la serenidad de una fe que hasta entonces había sido el apoyo y la luz de su vida!”

¡En esto reside todo el problema!

Muchos querrían que la Iglesia se despreocupara de esta atmósfera intoxicadora en la que se pierde aquel apoyo y aquella luz de la vida, e incluso que tomara la decisión de dejarla continuar intoxicándolo todo. ¡Qué locura! ([6]).

Quieren que la Iglesia abandone el combate en este terreno sin que se la pudiese echar en cara que desertaba. Pero para poder sostener que la Iglesia se desinterese de la organización social y de los fundamentos de la civilización sería necesario que llegase a desinteresarse de la salvación de la mayoría. Sería necesario que la Iglesia, que es madre, permaneciese indiferente ante la perdición de la mayoría de sus hijos.

Porque o la Iglesia da su sentido a la sociedad, o esta sociedad se ordenará en contra de ella. La neutralidad aquí es imposible, porque sería escandaloso permanecer neutral cuando se trata de la salvación eterna del género humano y del fin último del universo. Ningún alma lúcidamente cristiana puede enfrentarse sin estremecerse con semejante perspectiva.

En esto la neutralidad es imposible, como acabamos de decir. De hecho, no existe. Es lógico que la espada temporal esté sometida a la espada espiritual… Así lo ha sido y lo será siempre. Dicho en otros términos: ES IMPOSIBLE QUE UNA DOCTRINA NO REINE SOBRE EL ESTADO. CUANDO NO ES LA DOCTRINA DE LA VERDAD, SERÁ UNA DOCTRINA DEL ERROR. Así lo exige el orden de las cosas. Exige que la fuerza obedezca al espíritu, y, de hecho, obedece siempre a un espíritu: espíritu de verdad o espíritu de demencia.

A quienes, al recordarles la doctrina de las “dos espadas”, se marchan echándose las manos a la cabeza y la rechazan, tildándola de “anticuada”, tenemos por costumbre contestar: “Que se nos demuestre que ninguna fuerza espiritual reina ya sobre el Estado y entonces creeremos. Demostradnos que la Masonería no reina en lugar de la Iglesia, ello hasta el punto de que el magisterio de ésta era sólo una niñería con respecto a la represión de aquélla. ¡Ah, no queréis que la Santa Iglesia de Dios reine sobre los gobiernos de las naciones! Que no quede por eso; las naciones caerán bajo el poder de las sectas. Vuestro Estado ‘liberado’ de la Iglesia no dejará de obedecer a una espada espiritual, la espada espiritual de las fuerzas ocultas, que es tanto como decir de las ideas del laicismo, del naturalismo, que esas fuerzas hacen penetrar en todas partes, burlándose a placer de nuestros escrupulosos distingos acerca de los respectivos dominios del poder espiritual y del poder temporal.”

IMPORTANCIA DE LO POLÍTICO PARA LA SALVACIÓN DE LAS ALMAS

Puesto que no podemos escoger, o más exactamente, puesto que no tenemos otra elección que entre la verdad y el error, es preciso que la Verdad, es preciso que Dios, es preciso que Jesucristo y su Iglesia, por medio de la doctrina social de ésta, reinen sobre el Estado, por el Estado es una de esas posiciones clave cuya importancia es tal que no se la puede abandonar sin provocar ruinas.

“¡Cosa rara! –observaba San Pedro Julián Eymard--, los falsos profetas, los fundadores de las religiones falsas, son el alma de las leyes civiles de esos pueblos: así, Confucio para los chinos, Mahoma para los musulmanes, Lutero para los protestantes. Únicamente a Jesucristo, al fundador de todas las sociedades cristianas, al soberano legislador, al Salvador del género humano, al Dios hecho hombre, no se le menciona en el código de la mayor parte de las naciones, incluso de las cristianas. En ciertos países Su Nombre es una sentencia de vida o de muerte” ([7]).

“De la forma que se dé a la sociedad, conforme o no a las leyes divinas –escribía Pío XII—depende y deriva el bien o el mal de las almas, es decir, el que los hombres, llamados todos a ser vivificados por la gracia de Cristo, en las terrenas contingencias del curso de la vida, respiren el sano y vivificante hálito de la verdad y de las virtudes morales, o, por el contrario, el microbio morboso y a veces mortífero del error y de la depravación” ([8]).

Por lo tanto, cooperar al restablecimiento del orden social “¿no es—prosigue Pío XII—un DEBER SAGRADO PARA TODO cristiano? No os acobarden, amados hijos, las dificultades externas, ni os desanime el obstáculo del creciente paganismo de la vida pública. No os conduzcan a engaño los suscitadores de errores y de teorías malsanas, perversas corrientes, no de crecimiento, sino más bien de destrucción y de corrupción de la vida religiosa; corrientes que pretenden que al pertenecer la Redención al orden de la gracia sobrenatural, al ser, por lo tanto, obra exclusiva de Dios, no necesita nuestra cooperación en este mundo. ¡Oh miserable ignorancia de la obra de Dios! ‘Pregonando que eran sabios se mostraron necios.’ Como si la primera eficacia de la gracia no fuera corroborar nuestros sinceros esfuerzos para cumplir diariamente los mandatos de Dios, como individuos y como miembros de la sociedad; como si hace dos milenos no viviera y perseverara en el alma de la Iglesia el sentido de la responsabilidad colectiva de todos por todos, que ha movido y mueve a los espíritus hasta el heroísmo caritativo de los monjes agricultores, de los libertadores de esclavos, de los cuidadores de enfermos, de los abanderados de la fe, de la civilización y de la ciencia en todas las épocas y en todos los pueblos. Para CREAR LAS ÚNICAS CONDICIONES SOCIALES QUE A TODOS PUEDEN HACER POSIBLE Y PLACENTERA UNA VIDA DIGNA DEL HOMBRE Y DEL CRISTIANO. Pero vosotros, conscientes y convencidos de tan sacra responsabilidad, no os conforméis jamás en el fondo de vuestra alma con aquella general mediocridad pública en que el común de los hombres no puede, si no es con actos heroicos de virtud, observar los divinos preceptos, siempre y en todo caso inviolables…

“Ante tal consideración y previsión, ¿cómo podría la Iglesia, Madre tan amorosa y solícita del bien de sus hijos, permanecer cual indiferente espectadora de sus peligros, callar o fingir que no ve ni aprecia las condiciones sociales que, queridas o no, hacen difícil y prácticamente imposible una conducta de vida cristiana ajustada a los preceptos del Sumo Legislador?”

***

Como Joseph Vassal escribía en enero de 1931 ([9]):

“Decir que la Sociedad sería cristiana si los individuos que la componen fuesen de veras cristianos, es una verdad de Perogrullo. Está por demostrar, y aún sería más difícil, que pueda haber verdaderos cristianos, y en gran número, en un país donde las cuatro quintas partes de los niños reciben una educación sin Dios, donde las nueve décimas partes de la prensa son malas, donde la familia está disociada por la ley del divorcio, donde la inmoralidad reina como dueña en las fábricas y los talleres, y se propaga por todas partes por medio de esa apoteosis de la carne que es el ‘cine’.

“¿Qué va a ser el niño cuyos padres están separados y vueltos a casar? ¿Qué puede esperarse de una generación educada por maestros cuya mayor preocupación es hacerla impía? ¿Cómo confiar seriamente que vuelvan a la fe poblaciones a las que no llega ninguna propaganda católica y cuyas ideas son casi completamente paganas?

“Paliamos el mal, atenuamos algunos de sus efectos, pero no llegamos hasta la raíz: leyes laicistas que desmoralizan a las generaciones jóvenes, ley del divorcio que disocia las familias, ley contra las congregaciones que quita el apostolado católico inapreciables recursos; por encima de todo, la difusión universal y casi sin contrapartida de una literatura malsana y de un cine corruptor…”.

Esto es lo que la Iglesia no podrá aceptar jamás. Esto es lo que tiene el deber de combatir. Esto es lo que explica su derecho a reinar tanto sobre las instituciones como sobre los individuos.

¿Es preciso proclamar que no han sido teóricos fríos, o especialistas apasionados por las cuestiones políticas, los que se han aplicado a recordar semejante doctrina? ¡No! Fueron los mismos santos, porque, siéndolo, desearon con mayor ansia la salvación de las almas.

“Nos matamos, Señora –escribía San Juan Eudes a la reina Ana de Austria—a fuerza de clamar contra la cantidad de desórdenes que existen en Francia, y Dios nos concede la gracia de remediar algunos de ellos. Pero estoy cierto, Señora, que si Vuestra Majestad quisiera emplear el poder que Dios le ha concedido, podríais hacer más, Vos sola, para la destrucción de la tiranía del diablo y para el establecimiento del reino de Jesucristo, que todos los misioneros y predicadores juntos” ([10]).

Y San Alfonso María de Ligorio, Doctor de la Iglesia, decía: “Si consigo ganar un rey, habré hecho más para la causa de Dios que si hubiese predicado centenares y millares de misiones. Lo que puede hacer un soberano tocado por la gracia de Dios, en interés de la Iglesia y de las almas, no lo harán nunca mil misiones.”

Porque, junto as un restringido número de católicos que creen firmemente, que saben exactamente en lo que creen y practican lo que creen, hay un gran número que sólo a medias creen, no saben más que a medias en qué creen y a medias lo practican. Como carecen de vida religiosa personal, su fe y su práctica están demasiado ligadas al ambiente en que viven, y si costumbres no cristianas, instituciones no cristianas llegan a implantarse en ese medio, su fe no lo resiste.
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[1] En Le mystère de l’Eglise (Le Cerf).
[2] Cf.: Ejercicios de San Ignacio, Principio y Fundamento. “Las cosas que existen sobre la tierra han sido creadas a causa del hombre y para ayudarle en la consecución del fin para que Dios lo ha designado al crearle. De donde se infiere que se debe usar de ellas en tanto le conduzcan hacia su fin, y, por tanto, deshacerse de ellas en cuanto le distraigan o alejen de él.”
[3] P. 50 (Beauchesne, edit.).
[4] S.Exc. Monseñor Chapoulie, obispo de Angers, Leerte Pastorale (1951).
[5] Mensaje de Navidad, 1948.
[6] Véase León XIII, Libertas: “Es fácil comprender el absurdo error de estas afirmaciones. Es la misma naturaleza la que exige a voces que la sociedad proporciones a los ciudadanos medios abundantes y facilidades para vivir virtuosamente, es decir, según las leyes de Dios, ya que Dios es el principio de toda virtud y de toda justicia. Por esto, es absolutamente contrario a la naturaleza que pueda lícitamente el Estado despreocuparse de esas leyes… Pero, además, los gobernantes tienen, respecto a la sociedad, la obligación estricta de procurarles por medio de una prudente acción legislativa no sólo la prosperidad y los bienes exteriores, sino también y principalmente los bienes del espíritu. Ahora bien, en orden al aumento de estos bienes espirituales, nada hay ni puede haber más adecuado que las leyes establecidas por el mismo Dios. Por esta razón, los que en el gobierno del Estado pretenden desentenderse de las leyes divinas desvían el poder político de su propia institución y del orden impuesto por la misma naturaleza.”
[7] La Sainte Eucharistie: La Présence Réelle. I. (Edit. 1950).
[8] (1 de junio de 1941). Quincuagésimo aniversario de Rerum Novarum.
[9] Le Messager du Coeur de Jésus, citado por Apostolat et Milieu Social. Enero de 1931, p. 48.
[10] Carta citada en La Vie Spirituelle, 1925, p. 235.

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