domingo, 31 de agosto de 2008

Jean Ousset, "Para que Él reine" - cap. V: Los dos poderes


Capítulo V

Los dos poderes

“Llegará un día en que los seglares rechazarán, más enérgicamente que nosotros mismos, ciertos axiomas de la secularización exclusiva y sistemática que les habrán resultado más funestos que a la Iglesia.”
Cardenal Pie

El Papa y el Emperador.

Fórmula tipo. Demasiado esquemática para resultar plenamente satisfactoria a los ojos de un historiador.

Fórmula cómoda, no obstante, para explicar lo que nos queda por decir.

Distinción de lo temporal y de lo espiritual que encontraba una conveniente aplicación en lo que representaban estos dos personajes en al teoría como en la práctica.

Ya que si, para facilitar nuestra exposición, el emperador tiene aquí valor de símbolo, en la cristiandad el emperador era algo más que un símbolo, era “alguien de carne y hueso”… Y no solamente el emperador… sino (lo que nos conduce al mismo punto a efectos de nuestra demostración) el rey, el príncipe, el barón, incluso… el burgués de tantos municipios… Encarnaciones cristianas de todos ellos de los poderes civiles de entonces.

Y no se trataba de meras fórmulas sin peso ni volumen, de las que únicamente se encuentran en la lectura de los manuales de Derecho Canónico.

El emperador no era uno de esos notables feligreses de primera fila, para servir de instrumento e incluso de protección a su párroco. Marionetas incapaces de expresarse y en nombre de las cuales… se “habla”. Como ocurre al famoso “laicado” de hoy en día, del cual maneja los hilos un equipo religioso.

El emperador, los reyes, los príncipes, etc., eran personajes con los cuales había que contar. Que no podían ser apartados de un manotazo. Que, sin duda, podían ocasionar algunas dificultades. Incluso cuando se trataba de un San Luis, que no vacilaba en enfrentarse a los obispos.

En otras palabras: frente a la innegable realidad del poder espiritual (cristiano) del Papa, de los obispos, de los párrocos… existía como indudable realidad un poder temporal (cristiano) ejercido por personalidades no menos visibles, difícilmente escamoteables.

No establezcamos una falsa simetría.

Emperadores, reyes, príncipes, comendadores, como no eran fantasmas resultaban a veces molestos. Lo que explica que tantos clérigos de hoy se sientan satisfechos de haberse liberado del poder temporal (cristiano) de estos compañeros de anchas espaldas. Clérigos que, al sentirse los únicos agentes de una autoridad cristiana organizada, no vacilan en proclamar su gozo por no ver subsistir en la Iglesia más que un solo poder: el suyo.

Lo que resulta tal vez muy satisfactorio a sus ojos.

Pero que ya no es el orden cristiano; puesto que éste implica dos poderes. No es ya el orden cristiano de derecho. No es ya el orden cristiano de hecho; que no ha cesado de disolverse desde que solamente el poder espiritual continúa rigiéndolo.

Prueba de que alguna cosa falta para el equilibrio y la solidez del edificio.

¿Es esto verdaderamente sorprendente?

Si dos poderes han sido establecidos por Dios para asegurar la plenitud del orden cristiano, ¿es concebible que uno de estos poderes pueda desaparecer sin que resulte amenazada la existencia del orden que ambos tiene por misión garantizar?

OBLIGACIONES RESPECTIVAS DE LOS DOS PODERES

¡Dos poderes!

Para comprobar su existencia no carece de interés mostrar hasta qué punto los mensajeros del cielo saben respetar el orden de su jurisdicción.

En tanto que, en Lourdes, la Santísima Virgen creyó que debía decir a Bernardita que pidiera a los sacerdotes que se construyera una capilla (construcción, sin duda, dependiente de su poder); en cambio, las “voces” de Juana de Arco no le señalaron el mismo itinerario. Ni párroco ni obispo le fueron indicados, ni siquiera como introductores oficiosos cerca de Beaudricourt. Ningún mandato eclesiástico ([1]). Fue un representante del poder temporal de entonces, el representante del Rey de Francia, al que Juana se dirigió directamente.

Y si bien es verdad que el Delfín hizo que a Juana la examinara un tribunal de Teólogos en Poitiers, no fue para obtener una ratificación, es decir, la confirmación de su misión (misión temporal). Fue simplemente para saber si Juana era buena cristiana, de buenas costumbres y sana doctrina, si su fe era pura. Cosas, todas éstas, correspondientes a la autoridad espiritual y al examen de un tribunal eclesiástico.

¡Admirable ilustración de esa distinción de lo espiritual y lo temporal!: el poder temporal, ciertamente autónomo en la gestión de sus propios asuntos, pero sin separarse del poder espiritual en lo que concierne a la moral, doctrina y fe.

Principio cuya aplicación no se halla únicamente reservada al nivel de los poderes soberanos, sino que es preciso aplicarlo en cada grado de cualquier autoridad social.

Por ejemplo, si bien corresponde al poder espiritual la declaración de ser moralmente lícita la amputación de un brazo o una pierna para salvar la vida, su autoridad se detiene ahí. Ya no es el clérigo, sino al cirujano, a quien corresponde decidir si, en tal caso concreto, esta amputación es verdaderamente necesaria.

Si bien corresponde al poder espiritual declarar que es moralmente lícito echar por la borda del cargamento de un navío excesivamente cargado que se sumerge en las olas, no es ya el poder espiritual, sino al capitán del barco, a quien compete decidir si en el caso concreto de la tempestad desatada se impone esa solución.

Y todo padre de familia en su vida conyugal, en la dirección del hogar, en la educación de los hijos, tiene el deber imperioso de seguir en todo ello las enseñanzas del poder espiritual de la Iglesia. Debe velar para que su pequeña comunidad esté en cierto modo iluminada, caldeada, sostenida, mantenida por la vida sacramental, la piedad, el entendimiento de la doctrina católica romana. Cosas todas ellas dependientes, sin discusión, de la autoridad sacerdotal. Pero entendido esto así, hecho así, lo que es el gobierno del hogar no corresponde sino al padre. No al párroco. Y aún menos al vicario. Se les debe ayudar, amar, como padres en la fe. Pero no les corresponde entrometerse en el cuidado temporal de los asuntos del cabeza de familia.

El mismo razonamiento puede hacerse desde la perspectiva del jefe de empresa. Ciertamente, tiene como tal el deber imperioso de inspirar toda su actuación en la doctrina católica acerca del trabajo, las cuestiones sociales, los problemas económicos. Pero también debe velar para que la propia fábrica no sea un centro de pestilencia espiritual, de depauperación moral, de agotamiento físico. Con reserva, discreción, debe cumplir con el deber de caridad espiritual y corporal hacia ese prójimo más próximo que son los propios empleados… Dicho y hecho, es al patrón a quien corresponde ese papel. ¡No al cura! Este puede, ciertamente, recordar a aquél sus obligaciones si no las cumple como enseña y exige el Magisterio (espiritual) católico. De éste debe el jefe de empresa recibir el magisterio pontificio en materia social. No la doctrina de Bloch-Lainé, no la doctrina de Armand y Drancourt, no las consignas de la C.G.T., y tiene el derecho de echar a la calle al cura progresista que le venga cantando las alabanzas de Carlos Marx y excitando la lucha de clases.

Etc. … La transposición de estos ejemplos puede efectuarse en todos los niveles de cualquier autoridad temporal.

¿EXISTE AÚN UN PODER TEMPORAL DEL LAICADO CRISTIANO?

De esos dos poderes sólo subsiste el espiritual.

Cuando se habla hoy del laicado, no es sino refiriéndose al laicado en cuanto se halla sometido a la autoridad de los clérigos, encargado por ellos de una misión apostólica dimanante a ese título del poder espiritual.

De ahí la importancia del “mandato”.

Pues para actuar en ese dominio –el del poder espiritual—un seglar no tiene como tal, sin duda, autoridad alguna. Es, pues, justo que sea necesario un “mandato” de la jerarquía para actuar en este terreno.

Pero así como parece que nada hay que añadir por ese lado, no parece tan sencillo por el otro.

Ya que si se admite que el seglar, más que el clérigo, es el hombre de lo temporal, ¿qué pensar de la transformación de su poder desde que el flujo revolucionario ha barrido esos emperadores, reyes, autoridades (cristianas) de los cuales es el muy democrático heredero?

El emperador, los reyes (etc.) podían ciertamente, a veces, y quizá demasiado a menudo, no representar convenientemente los intereses temporales legítimos de la sociedad cristiana (sociedad de seglares)… por lo menos el emperador, los reyes (etc.), presentaban la ventaja de no ser una mera forma impalpable.

El emperador, los reyes (etc.) eran capaces de hacerse oír, respetar y temer. Capaces, en lo temporal, de defender al pueblo cristiano y a su “ciudad carnal”, de la cual no es inexacto decir que viene a ser el “cuerpo de la ciudad de Dios”.

Ciudad a la cual no es exacto decir que únicamente el poder temporal debe protegerla, pero sí que éste, por estar más interesado en esto que el clero, es el único que está capacitado para poderla defender hasta el límite. Es decir, mucho más allá de las líneas de resistencia que el poder espiritual puede mantener eficazmente.

En este sentido, pues, el laicado cristiano existía realmente antaño (como tal, en lo temporal), porque estaba no menos realmente defendido (como tal, en lo temporal).

Defensa no reducida a algunas declaraciones doctorales. Incluso firmes, incluso no ambiguas. Pero defensa asegurada en lo necesario por la espada, la maza, el mosquete. Cualesquiera que pudieran haber sido, por otra parte, las perspectivas de apostolado propuestas por la jerarquía eclesiástica.

La Revolución ha cambiado todo esto.

“Al decapitar a Luis XVI… ha decapitado al laicado…”, ha escrito Michel Carronges en Laïcat Mythe ou Réalité. Luego –dice en substancia—el laicado cristiano progresivamente se ha ido pulverizando, mientras que el Estado laico se hinchaba con toda la sustancia así eliminada. La separación de la Iglesia y del Estado ha sido el resultado final de esta evolución.

Como declaró Henri Marrou a la “Semaine des Intellectueles Catholiques” de 1961: “Hoy, por primera vez en su historia, el Poder espiritual (en Francia) se ejerce sin contrapeso institucional…” (por parte de un poder temporal cristiano).

Se comprende, pues, que, en tal estado de cosas, los vocablos enfáticos de “promoción del laicado” o de “laicos adultos” suscitan una actitud crítica, incluso un gran escepticismo.

En un número de la revista Resurréction, publicado en 1957, Joseph Folliet declaraba a propósito de la independencia del laicado: “Hagámoslo constar: no se trata propiamente de la independencia del seglar frente al clérigo, sino de saber de qué clérigo prefiere depender. Una definición del seglar emancipado podría ser: el seglar que dice de su obispo lo malo que le apunta un sacerdote o un religioso.”

Como ha subrayado muy bien un autor tan poco sospechoso de anticlericalismo como Jean de Fabrègues: “Los clérigos, cuando como tales clérigos quieren tomar la dirección del mundo temporal, son muy capaces de sacrificar el mundo cristiano a las ambigüedades del poder clerical.”

No solamente el poder temporal del laicado cristiano es irrisorio en cuanto tal, sino que se encuentra como aplastado entre dos totalitarismo.

Totalitarismo… en tanto son poderes estrictamente unitarios tendientes a apoderarse del hombre por entero.

***

Dicho de otro modo: si quedan todavía hoy dos grandes poderes, se presentan bajo la siguiente forma:

De una parte: el poder clerical. Pero privado de ese complemento, de ese contrapeso que para él constituía un poder temporal cristiano distinto; suficientemente autónomo a su nivel y en su esfera. (Así el orden cristiano no se considera como si dependiese únicamente del poder eclesiástico. De ahí el reflejo bien conocido y tan característico de querer tildar de sospechoso, ilegítimo, todo lo que ose llamarse “católico” en lo temporal sin estar autorizado.)

De otra parte: el totalitarismo de los poderes no cristianos, incluso anticristianos, que no solamente son temporales, sino espirituales. Cesarismo del Estado moderno, convertido en principio absoluto de todo derecho. Monopolizador de aquello mediante lo cual se hace dueño de los espíritus y de las almas: espectáculos, propaganda, “información”, Universidad, cultura, etc.

Ahora bien, por lo menos, es con este totalitarismo con el que el poder espiritual católico debe mantener relaciones. Relaciones que parecen prolongación de aquellas que en la cristiandad unían en su fe común: el sacerdocio y el imperio.

La verdad es que si bien aún existe un poder espiritual del laicado cristiano en tanto este laicado participa, bajo la autoridad eclesiástica, en el apostolado de la jerarquía (definición de la Acción Católica oficial), por el contrario nada serio existe para expresar cualquier poder temporal del laicado cristiano.

***

Digamos que parecía que éste iba a nacer cuando se formó la Federación Nacional Católica (F.N.C.) por el general De Castelnau, quien, sin ser “el emperador”, era evidentemente un “feligrés” difícil de eludir.

Se pudo creer, por consiguiente, que iba a hacerse real la distinción de un poder espiritual (cristiano) y de un poder temporal, de un laicado (no menos cristiano). Pero, poco después de la muerte del general, la transformación de su obra en “Federación Nacional de la Acción Católica” (F.N.A.C.) (considerado por algunos como una promoción) manifestaba, por el contrario, sin equívocos, la confiscación de la organización por la autoridad eclesiástica exclusivamente.

Fin del justo poder que en lo temporal habría podido ejercer un laicado cristiano, calificado de adulto.

CIUDADANO VERGONZANTE QUE NO PUEDE TITULARSE CATÓLICO…

¿Es para compensarle, para consolarle, por lo que se le habla tanto de “promoción”?

Pero promoción ¿en qué orden?

Detalle característico: la promoción contemplada es de orden espiritual y destinada a hacerle participar en el sacerdocio.

Como si una situación más elevada en el santuario pudiera hacer olvidar que, en su terreno, es el peor dotado de los ciudadanos.

Ciudadano vergonzante que no se puede titular católico sin que se le reproche que “compromete”, que “responsabiliza” a una autoridad eclesiástica que, según frase célebre, no quiere en modo alguno “que le indisponga con la República”.

Lo que, paradójicamente, no deja a la iniciativa del seglar cristiano sino una única vía, cualificada de “no comprometedora” para los clérigos. Vía en la que el seglar se halla casi seguro de no tener ningún contratiempo por la parte eclesiástica. La vía de la corriente ideológica moderna, que no es cristiana. En condiciones tales que un seglar católico sufre menos inconvenientes citando a Marx o Lenin que al Syllabus.

Muy grande es el número de los clérigos que al parecer prefieren que no exista un laicado cristiano (dueño de su justo poder temporal) para no tener más problemas que el poder político-social (no cristiano, sino anticristiano) de un laicado heterogéneo prácticamente conducido por indiferentes, hasta por enemigos del catolicismo. Todos los esfuerzos de la Acción Católica, a pesar de su gran éxito tal vez en el plano apostólico, no han podido dar la vuelta ni parar la corriente de un naturalismo político y social hasta tal punto victorioso que algunos eclesiásticos (pese a las enseñanzas de los soberanos Pontífices) deducen de ello argumentos para afirmar que ya no es cosa de combatir un estado de hecho tan triunfalmente implantado, que al alistarse en esta lucha el seglar cristiano comprometería a la jerarquía, etc.

En realidad no es posible comprometer a la jerarquía sino en la medida en que resulte manifiesto que ese seglar cristiano es testaferro suyo; que todo lo que él hace (reputado cristiano) en lo temporal es teledirigido por la autoridad espiritual.

Sí, por lo tanto, la teledirección no fuera tan notoria, no resultaría tan fácil pretender que la jerarquía quedaba “comprometida”.

***

El problema es más delicado cuando se han suscripto acuerdos entre la jerarquía católica y los poderes civiles progresistas, comunistas, etc.

Las fórmulas son conocidas. Promesa, incluso juramente de respetar lealmente el régimen de esas democracias populares. Promesa, incluso juramento, de no combatir al Estado.

Lo cual puede justificarse en el plano de un interés apostólico que no podemos juzgar.

Pero ¿a quién compromete eso?

¿A los seglares o a los clérigos?

¿O a los clérigos solamente?

El malestar empieza cuando se formula la pregunta de a qué título y en qué medida la acción temporal del laicado se halla condicionada por esos acuerdos.

¿Es admisible que, por una táctica planteada como puramente apostólica, el poder eclesiástico pueda comprometer e incluso sacrificar (no, ciertamente, con intención, pero sí inconscientemente y de hecho) los intereses temporales (cristianos) de una laicado (no menos cristiano)?

Y no son sólo los proclames de Hungría, de Polonia, del Norte de África los que tratamos de evocar aquí. Tenemos entre nosotros el caso de la elaboración de un estatuto escolar al cual únicamente fue invitado el poder espiritual. El derecho fundamental (temporal) de los seglares cristianos, padres de alumnos, fue al tiempo escandalosamente menospreciado. Sin que al parecer se hayan conmovido muchos clérigos por tal violación contra derechos tan elementales. Ejemplos todos éstos que prueban hasta qué punto es necesario recordar esa distinción entre lo temporal y lo espiritual.

***

Como ha dicho Jean Madiran ([2]), si los hombres de la Iglesia, en interés de una pastoral mundial, estiman que deben rehusar su apoyo a la defensa de algunas patrias terrenales –no pueden en absoluto, no pueden sin abuso, no pueden sin crimen disuadir a los ciudadanos de defender el humilde honor de las casas paternas--, la libertad de la ciudad, el interés legítimo y la vida de la misma patria…

“Además, las oportunidades de desaparición o de supervivencia de las fuerzas políticas, de las clases sociales, de los pueblos y de las civilizaciones, son constantemente modificadas por la acción de los seglares. Y es su deber, su vocación, modificarlas, sin creerse aprisionados en el pronóstico especulativo que se haya podido hacer, aun con toda exactitud, en un momento dado.

“Por ejemplo, se puede formular, en tal momento, el pronóstico de que el comunismo tiene todas las posibilidades de ganar en un país o en un grupo de países. Ante este pronóstico, los hombres de la Iglesia toman las disposiciones o precauciones apostólicas que crean deben tomar, y en esto son jueces y responsables ante Dios.

“Pero si, en función de este pronóstico, los hombres de la Iglesia emprenden, además, la tarea de persuadir al conjunto de los católicos de que deben desvincularse de todo anticomunismo temporal, entonces estos hombres de la Iglesia aseguran de ese modo, positivamente, la victoria del comunismo, desmovilizando, dispersando o paralizando la resistencia. Es, precisamente, cuando el comunismo tiene posibilidades objetivas de triunfar en un país cuando más importa combatir esas posibilidades, hacer cambiar ese pronóstico especulativamente fundado, hacer la historia en lugar de sufrirla.”

Esto, ciertamente, implica un combate. Un combate temporal.

Y puede suceder que en estos tiempos del imperio de la opinión, de la radio, de la prensa, de guerra ideológica y psicológica, el clero se incline a no participar en esta lucha por escrúpulos apologéticos, por reservas apostólicas, por deseo de no molestar demasiado a aquellos a quienes deberá evangelizar mañana. ¡Es cosa suya!

A los seglares corresponde el combate y montar la guardia, ya que se trata de la defensa de su patria y de su hogar.

Con frecuencia ha conseguido la victoria aquel a quien los demás consideraban vencido, pero que supo batirse bien. Por eso sería una traición, un crimen del clero, impedir este lucha, enervar esta resistencia en nombre de pronósticos totalmente teóricos, tremendamente desencarnados, por apostólicos que se les considere.

Si los clérigos estiman preferible no hablar en absoluto del comunismo o incluso actuar como si éste no existiese, ¡es cosa suya! El abuso e incluso el crimen comienzan a partir del momento en que la misma actitud, el mismo comportamiento son propuestos o se imponen a los seglares como un deber de ortodoxia cristiana, de unidad apostólica.

EN INTERÉS DEL SANTUARIO Y DE LA CIUDAD

Se adivina, a través de estas evocaciones, cómo una justa, una inteligente distinción del poder espiritual y del poder temporal es indispensable y quizá decisiva.

En interés del santuario.

En interés del orden cristiano que debe unirlos en un TODO no totalitario.

Sólo esta distinción práctica, efectiva, puede ofrecer al apostolado por un lado, a la acción cívica, social, política, por otro, la libertad indispensable para sus misiones respectivas y complementarias.

Sólo ella puede permitirlo todo armoniosamente. Sin excesos o abandonos culpables en lo temporal. Sin pusilanimidad apostólica en lo espiritual.

Valga el ejemplo de San Francisco de Asís soñando con ganar para Cristo el “Miramamolín” o gran sultán de entonces y embarcarse en Ancona para Tierra Santa. ¿Cabe pensar que, para facilitar el éxito psicológico de su misión totalmente espiritual, hubiera pedido la retirada previa de aquellos que en Oriente o el Mediterráneo montaban la guardia para impedir a los berberiscos devastar las costas cristianas y ejercer la piratería?

Tal locura no pasó, sin duda alguna, por la imaginación de nadie, tal era el sentido que tenían en aquella época de los dos poderes independientes, complementarios en la unidad de un mismo espíritu. Y de los primeros franciscanos que partieron para África del Norte, varios fueron martirizados, sin que sus destinos heroicos sirvieran de argumento para minorar la vigilancia reclamada a los poderes políticos encargados de defender al conjunto de personas y de bienes que constituían la “ciudad terrena”.

¡Señal y beneficio de sabiduría divina!

Pues el orden establecido por la Providencia es demasiado sabio, suficientemente armonioso, para que hallemos aquí materia para una gran lección.

Desde hace mucho tiempo se ha observado que Dios une a todo noble deber un interés o un placer. Hasta el punto de que sería contrario a la sabiduría divina un orden donde quien estuviera sujeto a una obligación tuviera menos interés (o placer) que otro en cumplirla bien.

Pero es un hecho que el deber de defensa temporal, de defensa cívica no se presenta normalmente al clérigo con el carácter de un interés inmediato, directo, evidente, que ofrece al seglar como tal. El clérigo (y tanto más cuanto más virtuoso es), está y debe estar muy apartado personalmente de estas “contingencias” para ser el buen, el verdadero defensor… según Dios.

Cuanto un padre de familia tiene el deber y el interés de conservar y defender hasta su último suspiro, puede no ser para el clérigo sino ocasión de piadoso desasimiento.

Pero ese desasimiento de los bienes temporales, ese gusto exclusivo –suponemos—de las cosas espirituales, pueden incitar al clérigo a desconocer la importancia de los valores que un padre de familia apreciará inmediatamente. Mucho mejor que un excelente razonamiento, la experiencia cotidiana permite aprender al seglar cuánto representan esos valores para la paz, la duración, la armonía material y moral de su hogar.

Universo concreto que puede y debe ser regido, sin duda alguna, desde lo alto por la doctrina de que es guardián el sacerdote; pero la gestión en la defensa práctica de ese hogar no es ni puede serlo de competencia ordinaria el clero.

Pues… el sacerdote ignora cuanto concierne a la defensa práctica a que aludíamos, y esta ignorancia puede ser desastrosa cuando rebasa su propia competencia: médico de las almas, testigo del espíritu, ¡hombre de doctrina! No de programas. Sólo algunos, muy pocos y muy grandes, fueron los santos que sin inconvenientes pudieron entregarse al trabajo de ambos órdenes sin que su función política dañase su perfeccionamiento espiritual. Sin que su desprendimiento impidiese la defensa temporal que como políticos creyeron deber realizar.

Pero, aun sin olvidar esos casos magníficos, la Historia muestra a menudo a clérigos devorados por la ambición del siglo, presuntuosos, estériles o devastadores. ¡Por un San Bernardo de Clairvaux, cuántos abates Grégoire, cuántos Cauchon, cuántos Jacobin, cuántos Daveziers! Por un San Ambrosio, impidiendo a Teodosio la entrada a la Iglesia de Milán, cuántos prelados temerosos de ser denunciados como “integristas” en “Le Monde”.

Dos clases de peligros amenazan de ordinario la acción del clero cuando éste pretende gobernar directamente lo temporal.

Una primera tendencia desprecia muchos bienes muy respetables y defendibles. Sea por generosidad, sea por una especia de pía demagogia y deseo de mostrar hasta qué extremo la Iglesia no teme ninguna novedad y procura hallarse en la vanguardia del “sentido de la Historia”.

La otra forma del peligro clerical estriba en un rigorismo de principios, en una concepción idealista de las cosas y en la aplicación brutal, inmediata, sin matices de nociones doctrinales, tal vez justas, pero demasiado abstractamente concebidas e impuestas. Sin atender a las innumerables circunstancias de tiempo y de lugar.

Esto demuestra el sinnúmero de inconvenientes de que adolecen las dos fórmulas extremas: la que se podría llamar de Savonarola y la de los sacerdotes obreros pasados a la Revolución.

CLERICALISMO

J. Boulier lo ha dicho muy bien:

“La acción de los laicos con mandato resulta tímida porque no puede ir demasiado lejos sin comprometer, por razón del mismo mandato, la responsabilidad del mandatario, el obispo. ¿Cómo seglar de Monseñor osaría llegar más allá de lo que Monseñor cree poder permitirse? Ninguno de los grandes seglares que han destacado en la historia de la Iglesia en Francia durante el siglo XIX ha sido el seglar de ningún Monseñor. Sino que eran testigos de su fe ante el mundo volteriano. No tenían nada clerical, pero su vida, a veces heroica, daba autenticidad a su testimonio y le confería pleno valor de apostolado. En nuestros días se quiere organizar al laicado de tal modo que es de temer que los seglares más dinámicos queden fuera, no aceptando, con razón, ser confundidos como clericales con mandato para participar en una acción clerical.

“…En fin, no existe acción alguna de los seglares que más pronto o más tarde no tenga algún alcance político. Los seglares no tienen que comprometerse en la acción política porque ya están comprometidos, ligados desde su nacimiento, incluso antes de su bautismo. Todos hacemos política, decía recientemente el Rector de la Universidad de La Habana, ciudadanos del Cielo nacemos ciudadanos de la ciudad carnal; somos responsables de cuanto de ella tenemos. Aunque los clérigos, por razones particulares, a veces deben desligarse, y así la acción política queda de la propia responsabilidad de los seglares, de los ciudadanos.”

Conviene, por consiguiente, no colocar ningún sacerdote delante para poder tratar de actuar seriamente en lo social y en lo político. ¡Esta acción será la más conforme a las enseñanzas de la Iglesia!

Pues…

…o esta acción será eficaz frente a los progresos del totalitarismo estatal, socializante;

…o no lo será.

Si no lo es… es casi seguro que la Revolución, sin dificultades, no encontrará inconveniente alguno en que clérigos, incluso muchos, aparezcan en el dispositivo y se comprometan a sus ojos.

Si, por el contrario, esta acción es eficaz… las reacciones, las campañas de prensa que la subversión desencadenará serán tan fuertes que los sacerdotes seculares o religiosos recibirán de su obispo o de su superior la orden de apartarse de una empresa tan comprometedora. Abandonando así a los laicos en lo más álgido del combate. Lo cual, lejos de escandalizarnos, no es sino una vuelta al orden mismo. Con esta reserva únicamente…: realizar en semejante momento un repliegue tal, semeja una desbandada cuyo efecto es siempre desastrosos para la moral de los combatientes.

Que se les pida consejo, pues, tanto como sea preciso; que se busque su apoyo, para que nos reconforten espiritualmente, de clérigos doctos, prudentes y santos. Pero guardémonos de alistarlos, abiertamente, en el combate “temporal”.

***

Nunca se dirá suficientemente lo importante que es, lo decisivo que puede resultar determinar con exactitud el terreno de este combate.

Terreno donde el seglar es dueño de sus iniciativas, de sus decisiones. Terreno donde el clérigo no tiene derecho de prevalerse de su título de clérigo (y de la influencia psicológica que ese título le permite ejercer) para comprometerse en cuestiones que ya no son aquellas sobre las que recae su poder.

Es verdad que en muchos asuntos –empleo del latín, liturgia, catequesis, música sagrada, etc.—bien pueden los laicos expresar un deseo una opinión, formular una crítica (puesto que el mismo Concilio lo acaba de recordar), pero también es verdad que no les corresponde zanjar ni decidir en estas materias. Ya que el dominio de ellos corresponde total y muy legítimamente a la competencia sacerdotal.

No se actúa, no se comporta uno de la misma manera según se encuentre en casa de otro o en la propia.

No se puede actuar, no se puede escribir, hablar, organizarse, intervenir de la misma manera si uno se encuentra en el terreno que legítimamente pertenece a otra autoridad o en el propio de uno mismo.

Y por consiguiente… los organismos, el objeto de las intervenciones, su orientación y su estilo pueden y deben diferir… según se proyecte una acción temporal (esto es: una acción donde libremente el poder de decisión corresponde a los seglares);… o bien se emprenda una acción específicamente religiosa, espiritual, litúrgica (esto es: una acción que corresponde en última instancia a la autoridad de los clérigos).

Si se desconocen estas distinciones, como algunos procuran, no se conseguirá sino desarrollar la confusión y crear situaciones sin salida.

Sólo una justa distinción de los dos dominios: espiritual y temporal, puede ofrecer a los clérigos y a los seglares el terreno adecuado para su más segura eficiencia y para su armoniosa complementariedad.

Sólo esta distinción ofrece a los seglares más celosos un campo de acción en el que pueden avanzar sin se amenazados por los dañosos peligros que han producido incontables víctimas.

De una parte: el peligro de “contestaciones”, de continuas disputas con aquellos a quienes Michel de Saint-Pierre denominaba los “nuevos curas”.

De otra parte: el peligro de dejarse neutralizar por ellos.

***

Peligro de disputas o de “contestaciones” inacabables con los “nuevos curas”.

Porque esas disputas resultan dolorosas, agotadoras, provocan amargura, entenebrecen el alma, endurecen el corazón. Y, por otra parte, no resultan provechosas. Su fin ordinario es la crispación en actitudes rígidas, definitivamente hostiles.

Sin olvidar que es ínfimo el número de quienes, con competencia, con tono conveniente, pueden demostrar a su párroco que está equivocado.

¡Y cuántos, a pesar de tener razón, actúan equivocadamente…! Porque el argumento, que ellos creyeron hábil para oponerlo a su Vicario, no era el bueno. Porque la referencia a las Escrituras, al dogma y al Derecho Canónico invocaba en su “carta al Obispo” no era adecuada al caso contemplado. Porque el tono de su misiva era inadmisible, etc.

Con algunas raras excepciones, pues, el fracaso de este género de intervención es enorme.

***

Aún hay que añadir que, si grande es el daño de semejantes disputas, el peligro tambièn real y no menos desastroso consiste en dejarse envolver, neutralizar en lo temporal por los “nuevos curas”.

Peligro de desconocer la obligación de un combate eficaz contra las fuerzas subversivas por escrúpulos clericales… porque tal cura pretende que Marx es bastante menos dañino de lo que se ha creído… porque tal párroco apenas se molesta por entender que las encíclicas están superadas. Porque los marxistas son aplaudidos calurosamente por los clérigos, religiosos o religiosas que asisten a las semanas de intelectuales católicos. Mientras los cristianos reputados “integristas” son cuidadosamente apartados de ellos.

Tentación que turba tanto más cuanto algunos nos invitan a sostener una prensa vendida en las iglesias, que es favorable a las mismas ideas.

Resultado: consideran su deber, en contra de sus sentimientos (y contra la evidencia de las desilusiones más patentes) ([3]), seguir a los clérigos EN ESTO. Ocurre porque estos seglares no se hallan suficientemente seguros del derecho que la misma Iglesia les reconoce de no estar obligados a obedecer a los clérigos EN ESTO.

Seglares, éstos, que no son suficientemente conscientes ni están suficientemente penetrados de la sabiduría divina de esta fundamental distinción de lo espiritual y de lo temporal.

Únicamente esta distinción puede permitir la determinación del terreno en el cual los derechos del seglar son lo suficientemente claros para que no continúe enzarzándose en disputas con su párroco.

Únicamente esta distinción puede permitir la determinación del dominio en el cual los derechos del seglar son lo bastante evidentes para que no se deje envolver, neutralizar por los clérigos. Aunque estos últimos sean sinceros y bien intencionados.

Tanto es así que las mejores vecindadas son aquellas donde el respeto de los límites es más delicadamente observado mientras que surge rápidamente la enemistad hacia el amigo que salta las lindes e invade el terreno ajeno; o bien… hacia el clérigo más preocupado de los asuntos temporales que del cuidado de las almas.

DE LA SANTIDAD A LA VOLUNTAD DE PODER

Pero no es de extrañar que una vez perdido este amor por lo sobrenatural, este sentido de lo espiritual, de los que debe ser guardián el clero, éste tenga conciencia de no servir ya para nada aquí en la tierra.

En consecuencia, para dar impresión de que es útil, de estar prácticamente “comprometido”, como se dice hoy día, nada sorprendente resulta ver a este clérigo unirse a los seglares en el plano de sus luchas temporales. Pero como a ese nivel el clero tiende a conservar cuanto hace que aún sea lo que es: es decir, las prerrogativas sacerdotales, se llega a la inversión de la función clerical más odiosa y totalitaria, como esos religiosos que, vestidos de seglar ordinariamente, parece que sólo se ponen los hábitos talares completos para hacer más explosiva su participación en cualquier reunión marxista.

Poco deseosos de conducir la sociedad a Dios, por medio de la doctrina social de la Iglesia, esos clérigos se encargan de conducir, en nombre de Dios, la sociedad a la Revolución. ¡Cómo si para ir en ese sentido fuera necesaria su intervención!

“Mediador de la Palabra divina y de la Gracia, caído al rango de mediador de la Historia y la Evolución”, escribe Marcel de Corte ([4]), “el clero progresista se alza sobre el pedestal y profetiza el advenimiento de los tiempos nuevos que verán al reino de Dios instalado por fin sobre la tierra bajo la forma de una Iglesia totalitaria universal (…). Estos sacerdotes ya no son sacerdotes, sino agitadores políticos (…); no sirven ya a una religión, sino a una política (…); no nos ayudan a elevarnos desde la tierra a lo alto, hacia el Cielo, sino que nos empujan horizontalmente para que arreglemos esta tierra. Al esforzarse en divinizar lo social y presentarlo como fin último del hombre, el clérigo se rebaja al rango de propagandista de la ideología colectivista. En lugar de hacer progresar al cristianismo en las almas lo hacen retroceder. Es el castigo de la voluntad de poder eclesiástica; cuanto mayor es este poder, más se debilita, pues destruye, por ello, todas las razones que existen para respetarle y obedecerle”.

TODO AL REVÉS

Sólo el retorno a la sana distinción de los dos poderes nos permitirá evitar tantas desventajas.

Únicamente ella puede ofrecer las múltiples posibilidades de una acción diversificada; posibilidades de maniobra de diplomacia, necesarias para la salvaguardia de todo lo que merece ser defendido sobre la tierra.

Únicamente ella puede hacer que el clero sea lo bastante independiente, lo bastante libre, sin que el justo poder del laicado resulte por ello paralizado.

Únicamente ella puede ofrecer a la evangelización el campo de una misión verdaderamente universal, sin que sea necesario, para facilitarla, debilitar con concesiones, con actitudes desastrosas, la salvaguardia de un orden temporal cuya armonía es la paz de los seglares.

Únicamente ella puede dotar al laicado de la eficacia temporal cristiana que puede y debe tener, sin dejar de obedecer a las directrices morales, doctrinales y religiosas del Magisterio sagrado.

Si se menosprecia esta distinción del poder espiritual y del poder temporal, si se rechaza el estudio y la formulación precisa de sus justas relaciones y autonomía; si se hace como si éste no existiera o no mereciera existir, o no interesaran más que las relaciones de la Iglesia con la no-Iglesia; si, sobre todo, se actuara como si la autoridad de los clérigos bastara y debiera ser suficiente: la confusión no cesará de crecer, y lo que puede quedar de cristiano en las instituciones se corromperá, se hundirá, desaparecerá.

Prueba de que el sacerdocio no es únicamente el que puede y debe asegurar la salvaguardia.

Finalmente, ¿quién osaría sostener que el celo en la defensa de la realeza social de Nuestro Señor Jesucristo se mide por el número de las colaboraciones eclesiásticas de las que pueden honrarse grupos o periódicos?

Y, a la inversa, ¿puede decirse que el celo en sostener la causa del derecho natural y cristiano decrece en la medida en que estos grupos, estos periódicos católicos, tienen menos “mandato” y cuentan con menos colaboraciones eclesiásticas?

Lo que ha ocurrido en el III Congreso Mundial del Apostolado Seglar, ¿no es acaso muy significativo? Ha discutido los poderes del Romano Pontífice. Ha reivindicado la elección de una jerarquía seglar, paralela a la jerarquía eclesiástica. Ha sustituido el compromiso apostólico por el compromiso político. Ha votado a favor del derecho de los esposos a escoger los medios anticonceptivos que prefieran…

Esto prueba que el sentido de los dos poderes se hallaba casi perdido en el alma de estos “seglares”… ¡a pesar de su “mandato”!

Todo parece al revés.

Como escribía un amigo médico en “diálogo” con un vicario que le enviaba casos conyugales difíciles: “Usted, sacerdote, ha llegado a se especialista ginecólogo y distribuidor de hojas de temperatura para rellenar… y esperáis, de hecho, del médico, que soy yo, que recuerde a vuestros protegidos el camino real de la Cruz.”

El mismo tipo de argumento vemos en los labios de un seglar afiliado a la Acción Católica: “desde que el párroco me pide que comente el evangelio a los fieles de la parroquia, lo veo más resuelto que nunca a obligarme a aceptar ideas políticas o consignas sindicales…”

Por lo menos será preciso escoger:

-O no existe clericalismo en la Iglesia, y un seglar cristiano, invocando la doctrina cristiana, debe poder combatir en lo temporal al liberalismo, al socialismo, al progresismo, al comunismo, sin “mandato” de la jerarquía.
-O si se requiere un “mandato” para cumplir una obra que tan evidentemente necesaria es para la defensa de la ciudad, es preciso que entonces haya la honestidad de convenir en que “el clericalismo” es flagrante.

REALEZA SOCIAL DE JESUCRISTO Y “SANA LAICIDAD”

¿Qué hacer?

Es preciso devolver al laicado cristiano (en cuanto tal) la clara conciencia y el justo ejercicio del poder temporal cristiano que la evolución democrática de los regímenes modernos le atribuye de derecho y de hecho. Decimos bien: poder temporal cristiano. Pues ya que tratándose de un poder temporal no cristiano es notorio que la revolución se encarga no solamente de apreciar ese poder temporal de los seglares, sino de hacer de él su máquina de guerra contra la Iglesia. ¡Operación que le ha permitido expulsar a Jesucristo del orden temporal!

Y que para devolver a un laicado (cristiano) su justo poder (cristiano o temporal) es necesario no creer que mientras no se tome el gobierno haya que dejar todo abandonado.

Antes de que Dios nos conceda la gracia de un Estado conforme al derecho natural y cristiano, hay mil funciones culturales, sociales, cívicas, políticas, de las que los seglares pueden ocuparse… Sin “mandato”, aunque sin cometer intromisión alguna.

Es además preciso, para llevar a feliz término esta acción y hacerla eficaz, la educación seria de una “élite”.

Una nueva toma de conciencia debe efectuarse.

Hay que lograr una formación.

Hay que levantar una organización tan diversificada como el mismo orden de las cosas.

Tarea inmensa. Pero de la que no podemos inhibirnos sin cometer traición.

No se trata de un motín. No se trata de una usurpación. No se trata de ¡una “toma de la Bastilla”! No se trata siquiera de aquello contra lo que Pío XII clamaba ayer: la pretendida emancipación de una laicado que se dice ha sido mantenido ilegítimamente sujeto por la Iglesia desde hace veinte siglos. Siendo así que este laicado, como hemos dicho al comienzo, ha estado emancipado desde los principios del cristianismo por la efectiva aplicación de esta distinción entre lo espiritual y lo temporal. Y si hay que denunciar una puesta en tutela del laicado en la Iglesia no es la de ayer, sino la de hoy.

Nada de desorden.

Lejos de rebelarnos contra una regla, es el retorno a la regla, al orden de siempre, lo que pedimos. Muy lejos de socavar en lo que sea la autoridad espiritual de la Iglesia, somos incapaces de concebir, de amar lo que esté fuera de esta referencia a esa fuente luminosa.

Nada amargo que pueda turbar nuestra confianza en esta autoridad suprema de la Iglesia, nuestra madre, siempre conducida y animada por el Espíritu Santo.

No debemos tener ninguna baja complacencia en las críticas cuya esterilidad nos muestra un elementalísimo discernimiento. Delectación morosa que paraliza en lugar de impulsar al trabajo.

Nada tenemos que pedir, nada que desear, más de lo que la Iglesia misma ha dicho siempre que nos hacía falta, a nosotros los seglares, desear o pedir.

¿Cómo podríamos perder la esperanza en el poder y la fecundidad de ese orden, siendo divina?

Es éste el sentido de la verdadera y la justa promoción del laicado cristiano. Este necesariamente requiere, ante todo, un laicado en su sitio y dueño de su poder temporal cristiano.
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[1] En este punto la contestación es conocida: “Juana, comisionada directamente por el Cielo, no tenía necesidad de mandato eclesiástico. Mientras que nosotros, simples seglares, en modo alguno dirigidos por los ángeles, nos hallamos en una caso muy distinto, muy inferior…”
Sin duda.
Pero aparte de que pudiera haberse hecho un razonamiento análogo en lo concerniente a la construcción de la capilla pedida a Bernardita, el carácter muy particular de la misión de Juana no excluye las siguientes reflexiones:
En el estado de nuestras sociedades democráticas, el deber y el derecho de los seglares de trabajar por el bien temporal son, en general, más evidentes que la misión divina de Juana en su tiempo. Hasta el punto de que excelentes católicos, sin falta por su parte, habrían podido negarse a creerla.
En lo que concierne al juicio a emitir acerca de la cualidad de las vías extraordinarias en las que la Iglesia ha visto comprometerse a tantos de sus hijos, es sabido lo prudente que es ésta, que no se dogmatiza sino raramente y mucho tiempo después.
Por lo tanto, en el tiempo de Juana, si bien no se podía ciegamente tomarla por una hechicera y condenarla a la hoguera, en cambio cabía no creer en ella y dudar de su misión.
Mientras hoy, en las condiciones sociales y políticas actuales, nadie puede negar la realidad del deber y del derecho cívico de todo seglar cristiano. En consecuencia, ese derecho y ese deber del seglar cristiano en lo temporal son más seguros (más ordinariamente evidentes) de lo que lo eran el derecho y el deber de aceptar como “caudillo” a una muchacha sin formación que se pretendía enviada de Dios.
[2] Itinéraires, núm. 67, p. 203… en separata «Notre désaccord sur l’Algérie et la marche du monde», 4, rue Garancière, París, VI.e
[3] Cfr. en el caso de Argelia la declaración de S.E. Mons. Duval: “Todo permitía esperar…” ¿Todo?
[4] “Progressisme et volonté de puissance”, Itinéraires, febrero 1967.

NOTA: Agradecemos al Blog de Cuz y Fierro por este material que publicamos.


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