domingo, 19 de octubre de 2008

Doctrina: De Angelis.

Arcángeles: La Milicia de Dios

El mundo de los ángeles, en el que tan poco pensamos por el solo hecho de ser inuisible.

Es sin embargo un mundo donde las perfecciones diuinas brillan mucho más que en la creación corporal. Dios es espíritu, y por eso todo lo que sea espiritual, y cuanto más lo sea, refleja al Creador de modo más eminente que todo el mundo corporal, por muy lleno de encantos y maravillas que esté.

Detengámonos, pues, algunos instantes, para recordar las principales verdades que la doctrina católica nos enseña sobre los ángeles. Hagámoslo con el propósito de tener mayor familiaridad, ya desde esta vida, con aquellos que han de ser nuestros compañeros de gloria.

Lo primero que nos enseña la Iglesia es que Dios, al crear, quiso producir una triple categoría de seres: la primera de naturaleza puramente espiritual, y esos son los ángeles; la segunda de naturaleza puramente material, y esos son los cuerpos; y la tercera de naturaleza mixta, esto es, en parte espiritual y en parte corporal, y esos son los hombres.

Así lo definió explícitamente la Iglesia en dos Concilios, el IV de Letrán y el Vaticano I: "Este solo verdadero Dios, por su bondad y virtud omnipotente, no para aumentar su bienaventuranza ni para adquirirla, sino para manifestar su perfección por los bienes que reparte a la criatura, con libérrimo designio, «juntamente desde el principio del tiempo, creó de la nada a una y otra criatura, la espiritual y la corporal, esto es, la angélica y la mundana, y luego la humana, como común, constituida de espíritu y cuerpo»" (Dz. 1783).

Dediquémonos a estudiar la creatura angélica. Tanto la Sagrada Escritura como la Tradición nos revelan que la naturaleza del ángel es puramente espiritual. Es decir, que no tienen cuerpo, por muy sutil y etéreo que se lo quiera imaginar. Son puros espíritus.

Ahora bien, ¿cuál es la actividad de un espíritu? Conocer y amar, esto es, contemplar. Dios mismo, que es Espíritu infinito, se conoce perfectísimamente (y así engendra al Verbo) y se ama infinitamente (y así espira al Espíritu Santo). Pues bien, los ángeles imitan este conocimiento y amor de Dios mucho más perfectamente que nosotros. Y es que nosotros, por más que tengamos un alma espiritual, no nos dedicamos enteramente a la actividad espiritual, ya que el cuerpo nos reclama una parte (y bastante grande) de nuestro tiempo: hay que trabajar para ganarse el pan, comer, descansar, vestirse, curarse, recrearse...

No pasa así con los ángeles. Puros espíritus como son, pueden dedicarse totalmente a su actividad espiritual, sin interrumpirla nunca, sin cansarse. Se dedican a conocer y a amar. Son inteligencia y voluntad en ejercicio continuo. Y en ejercicio perfectísimo. Que esa es otra de las consecuencias de no tener cuerpo. Nosotros, por tener que servirnos del cuerpo para conocer y amar, vamos conociendo las cosas progresivamente, unas después de otras. El cuerpo es para nosotros una ayuda, pero también una traba para nuestra actividad intelectual. No sucede así con los ángeles. Como no tienen cuerpo, su conocimiento no es ni progresivo ni sucesivo: es instantáneo, captan de golpe todo lo que son naturalmente capaces de conocer. Dicho de otro modo, son perfectos en ciencia. Ya que no pueden sacar su conocimiento de lo sensible, como nosotros, Dios infundió en su inteligencia, en el mismo momento de crearlos, las ideas inteligibles de todo lo que son capaces de conocer según su naturaleza. Tan perfectos son en ciencia, que sólo pueden aprender las verdades de orden sobrenatural (por revelación divina), o las que un ángel superior pueda comunicarles (por iluminación).

Y puesto que son tan perfectos en ciencia, su voluntad se ve totalmente esclarecida al momento de tomar una decisión. Si el entendimiento del ángel conoce de golpe todo lo que es capaz de conocer, su voluntad es igual de perfecta, y es capaz de tomar decisiones definitivas. Claro, cuando decide algo, el ángel tiene en cuenta todo lo que puede influir en esa decisión. En las causas ve ya los efectos, en los principios conoce las conclusiones, sin que tenga que deducirlas una por una y paulatinamente, como nosotros. Por eso, si decide o elige mal (como hicieron los ángeles prevaricadores), ya no es capaz de arrepentirse, porque, como diríamos nosotros, se juega totalmente en esa decisión; esto es, no ignora nada de cuanto se refiere a ella: las mismas consecuencias y castigos a que se expone le son conocidos.

ELEVACIÓN Y CAÍDA DE LOS ÁNGELES

Al igual que los hombres, los ángeles fueron creados con la gracia santificante, esto es, elevados al orden sobrenatural, pero en estado de prueba, eso es, sin poseer todavía su fin, que debían merecer con sus propios actos. Es decir, contra una opinión tal vez difundida en demasía entre la gente, los ángeles aún no veían a Dios; de otro modo algunos de ellos no podrían haber pecado.

¿Por qué Dios no los creó directamente en el cielo, con la visión beatífica? Porque Dios quiere que las creaturas espirituales inteligentes y libres merezcan la felicidad eterna mediante sus propios actos, y manifiesten espontáneamente su amor a Dios orientándose por sí mismas, bajo la influencia de la gracia, hacia la felicidad a que Dios las destina.

Así, pues, al igual que el hombre, los ángeles recibieron la propuesta de la felicidad eterna del cielo, que debían alcanzar por la fidelidad a la gracia recibida en su creación. Esta propuesta, ¿se hizo por medio de Nuestro Señor Jesucristo, por la adhesión al misterio de la Encarnación? Es probable, porque, ¿cómo concebir que Nuestro Señor sea el Rey de los ángeles, sin que éstos hayan consentido a su reino?

Inversamente, así se comprende mucho mejor el odio de los demonios contra Nuestro Señor Jesucristo, contra la Virgen, contra todo lo que encierra el misterio del Verbo encarnado.

Los ángeles, mucho más perfectos que los hombres, comprendieron con una inteligencia perfecta, ayudada por la gracia santificante de que están provistos desde su creación, la felicidad de la visión beatífica a la que Dios los llamaba. Así, pues, se les proponía una elección, moralmente obligatoria, pero libre. La proposición de esta elección, al ser para cada ángel lo más clara y luminosa posible, debía recibir una respuesta de adhesión instantánea y definitiva.

Todos tendrían que haber respondido: "¿Quis ut Deas?": ¿Quién es como Dios para que no lo amemos y no nos sometamos a esta proposición, que es la manifestación de la caridad infinita de Dios hacia sus creaturas espirituales?

Desgraciadamente, el orgullo y la complacencia en sí mismos de un cierto número de ángeles, los arrastró hacia una elección negativa. "Lo que somos nos basta; encontramos en ello nuestra gloria". Además, ¿por qué tener que adorar a Dios en una naturaleza humana? Tener que recibir un complemento de felicidad, y de gracia, y de gloria, de una naturaleza que les era inferior, ¿no era trastocar el mismo orden establecido por Dios, de que los seres superiores deben gobernar a los inferiores? "Non serviam": no acatamos esa condición.

Tal fue la actitud que asumieron los ángeles rebeldes. El resultado fue inmediato: perdieron la gracia santificante y fueron precipitados a las tinieblas y al fuego del odio del Infierno para siempre, ya que permanecen eternamente en su mala elección.

ORGANIZACIÓN DEL MUNDO ANGÉLICO

Como Dios todo lo hace con orden, también estableció un orden en el mundo de los ángeles, que denominamos con el término de "jerarquía" angélica. Por él se designan los tres grupos más generales en que se distribuyen los ángeles, a los que se suele dar el nombre de jerarquía suprema, jerarquía media y jerarquía inferior, en conformidad con la mayor o menor semejanza con Dios en el ejercicio de los propios ministerios.

Santo Tomás no duda en comparar las tres jerarquías que componen estos nueve coros con los tres órdenes a que puede reducirse en toda ciudad la gran variedad de personas y de oficios, a saber:

• la dase alta, constituida por los magnates;

• la clase ínfima, formada por la plebe;

• y la clase media, situada entre las dos anteriores.

La clase alta vendría a ser la primera jerarquía, la más cercana a Dios, cuya función es asistir a Dios y contemplar en él la razón de todas las cosas que deben hacerse según los planes divinos. La clase media vendría a ser la segunda jerarquía, que recibe de la primera las órdenes de lo que debe hacerse, tal como lo han contemplado en Dios, y dispone así todas las cosas en orden a su ejecución según el plan de Dios. Y la clase ínfima vendría a ser la tercera jerarquía, la de los ángeles ejecutores, que llevan a la práctica lo que la primera jerarquía ha contemplado en Dios, y la segunda mandado ejecutarse.

A su vez, cada una de las tres jerarquías se divide en tres "órdenes" o "coros", que son distintos grados de realizar la función propia de cada una de las jerarquías. Tenemos así un total de nueve coros angélicos, cuyos nombres figuran en la Sagrada Escritura:

• de ángeles y arcángeles se habla en cada página de la Sagrada Escritura;

• a los querubines y serafines los nombran los profetas;

• y los otros cinco, que son las virtudes, potestades, principados, dominaciones y tronos, se encuentran en las Epístolas de San Pablo a los Efesios y Colosenses.

Cada uno de estos coros indica una diferencia tanto de perfecciones como de funciones. Así:

• los ángeles (cuyo nombre significa "nuncio, mensajero") anuncian y ejecutan en el orden material y humano las cosas mínimas;

• por su parte los arcángeles (cuyo nombre significa "ángel príncipe") anuncian y ejecutan las cosas más grandes;

• las virtudes (cuyo nombre significa "poder") realizan los milagros y prodigios en el mundo corporal;

• las potestades ya tienen una acción en el mundo espiritual, manteniendo a raya a los espíritus perversos e impidiéndoles tentar al hombre según sus deseos;

• los principados presiden a los buenos ángeles, disponen lo que deben hacer, y dirigen los ministerios divinos que tienen que cumplir;

• las dominaciones dominan de modo trascendente el poder de los principados;

• los tronos asisten a los juicios divinos, sirven de sede a Dios, y son los ejecutores de sus decretos;

• los Querubines (cuyo nombre significa "plenitud de ciencia") contemplan de más cerca la claridad de Dios, y poseen la plenitud de la ciencia;

• y los serafines (cuyo nombre significa "ardor o incendio"), más cercanos aún de su Creador, son un fuego incomparablemente ardiente e incandescente de amor.

Así, pues, era algo natural que, después de crear al hombre, Dios dispusiera que contara con la ayuda de los ángeles buenos y dejara que, por el mismo motivo, pudiera ser tentado por el ángel prevaricador (tenía todas las gracias necesarias para resistirle, sin serle inferior en ese combate).

La influencia y ayuda de los ángeles buenos sobre el hombre es una verdad continuamente atestiguada en las Sagradas Escrituras. Basta recordar, a modo de ejemplo:

• que el pueblo hebreo es sacado de la esclavitud de Egipto por la acción del Ángel de Yah-véh, que es el encargado de

dar muerte a los primogénitos, de guiar a los hebreos en su salida de Egipto y en el paso del Mar Rojo, y de protegerlos contra los Egipcios que venían en pos de ellos;

• que el Arcángel San Rafael asiste de múltiples maneras a la familia de Tobías y a la de Sara, siendo ante ellos el instrumento de la Providencia de Dios;

• que el misterio de la Encarnación del Señor es realizado con la intervención frecuente de los santos ángeles, que anuncian a la Virgen que Dios la ha elegido para ser la Madre de Dios, manifiestan el nacimiento del Salvador a los pastores, avisan a San José del peligro que acecha al divino Infante por parte de Herodes.

A los ángeles buenos les toca un papel importante en el gobierno divino: Dios quiere gobernar la creación a través de las causas segundas, y entre éstas, quiere que los seres superiores gobiernen a los inferiores.

Por este motivo, todo el orden corporal está regido por el mundo angélico. Dentro de este gobierno divino, Dios Nuestro Señor ha querido tener un cuidado especial de los hombres, que también es ejercido a través de los ángeles buenos: por ese motivo designa a cada hombre, desde su nacimiento, un ángel custodio que vela por él, sin dejar de contemplar el rostro de Dios.

Eso debería animarnos a conversar con nuestro ángel de la guarda, a recurrir a su auxilio, para que nos ayude a conquistar la vida eterna y compartir su felicidad.

También está atestiguada en la Sagrada Escritura la influencia que los ángeles caídos tienen sobre el hombre, especialmente bajo forma de tentación.

Algunos ejemplos:

• la caída de nuestros primeros padres, por instigación del demonio;

• la historia de Job, que nos muestra cómo Dios da permiso al demonio para que ponga a prueba a este hombre justo, tanto en sus bienes externos como en su propia persona;

• las tentaciones a que Nuestro Señor quiso someterse en el desierto;

• la afirmación clarísima de San Pablo de que "nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las alturas" (Efesios, 6, 12).

La acción de estos demonios sobre la humanidad es demasiado importante como para que podamos ignorarla. A ella se debe el pecado original con todas sus consecuencias desastrosas; a ella se debe el carácter de combate que reviste toda nuestra vida espiritual; asimismo, a ella se debe la fuerza que ha llegado a adquirir el Misterio de iniquidad, que se desarrolla en nuestros días como nunca antes en la historia, en oposición al Misterio de Cristo, corporizado en la Iglesia católica; a ella se debe, finalmente, que los hombres deban mantener una vigilancia continua para saber discernir dentro de sí y alrededor suyo la moción de estos espíritus diabólicos, para rechazarla y verse libres de las trampas que el demonio tiende para llevar los hombres a su condenación (son las famosas reglas de discernimiento de espíritus de San Ignacio de Loyola).

Que el pensamiento de los santos ángeles nos sea familiar, y prepare así nuestra vida con ellos en la patria celestial; e igualmente, que la existencia de los demonios intervenga en nuestros juicios sobre la vida espiritual e incluso sobre los acontecimientos de la vida cotidiana, y nos lleve a hacer todo lo posible para evitar su mala influencia.


Por el R.P. José María Mestre.

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