EL SEGUIMIENTO DE CRISTO
Cardenal John Henry Newman
El hombre de quien habían salido los demonios,
le pedía permanecer con El; pero Jesús le despidió, diciendo:
‘Vuelve a tu casa, y cuenta todo lo que Dios ha hecho contigo'
(Lucas 8, 38-39).
Era natural que el hombre a quien nuestro Señor había liberado de esta visita, deseara continuar con El. Sin duda su mente estaba transportada con gozo y gratitud. Cualquiera fuera la conciencia que pudiera poseer de su real miseria mientras los demonios le atormentaban, al menos ahora, al recuperar su razón, comprendía que había estado en un estado muy miserable, y sintió toda la holgura de espíritu y la actividad de la mente que acompañan a todo el que es liberado del sufrimiento y del apremio. En tales circunstancias se imaginaría estar en un mundo nuevo; había hallado la liberación, y mas aún, un Liberador también, y que estaba frente a él. Y ya sea por un deseo de estar siempre en su Divina presencia, sirviéndole, o, por un temor a que Satanás retornara, y peor aun, con su poder siete veces mayor, si perdía de vista a Cristo, o por una noción indefinida de que todos sus deberes y esperanzas estuvieran ahora cambiadas, que sus anteriores ocupaciones fueran indignas de él, y que debiera seguir ciertas importantes misiones con ese ardor nuevo que sentía dentro de él; por uno u otro, o por todos estos sentimientos combinados, rogó a nuestro Señor poder permanecer con El. Cristo impuso este seguimiento como una orden en otros; por ejemplo, ruega al joven rico que le siga pero, también da órdenes opuestas, de acuerdo a nuestros temperamentos y nuestros gustos; nos impide hacer lo que intentamos hacer, para poder poner a prueba nuestra fe. En el caso que tenemos ante nosotros, Cristo no toleró, lo que otras veces rogó: "Vuelve a tu casa", dice, o, como está expresado en el Evangelio de San Marcos, "Vete a tu casa donde los tuyos, y cuéntales lo que el Señor ha hecho contigo y que ha tenido compasión de ti". Cristo dirigió por otro canal los sentimientos recientemente despertados; como si El dijera: "¿Tú me amas? haz esto: regresa a tu hogar, a tus antiguas ocupaciones. Antes, las realizabas mal, pues vivías para el mundo; hazlas bien ahora, vive para mí. Haz tus deberes, los pequeños como también los grandes, pero con sincero corazón, sólo por amor a Mí; ve entre tus amigos, muéstrales lo que Dios ha hecho por ti, sé un ejemplo para ellos, y enséñales". (Col. 3, 17). Además, como El dice en otra ocasión: "Muéstrate al sacerdote y presenta la ofrenda que prescribió Moisés, para que les sirva de testimonio" (Mt. 8, 4), presenta esa luz mayor y ese amor más verdadero que ahora posees en una obediencia conciente y coherente con todas las ceremonias y ritos de vuestra religión.
Ahora bien, de este relato sobre el endemoniado recuperado, su petición y la negación a esta por parte de nuestro Señor, puede deducirse una lección para uso de quienes habiendo descuidado la religión en su temprana juventud, finalmente comienzan a tener serios pensamientos, tratan de arrepentirse, y desean servir a Dios mejor de lo que han hecho hasta ahora, aunque no sepan cómo empezar. Sabemos que los mandamientos de Dios son agradables y "un gozo para el corazón", si los aceptamos en el orden y en la manera que El nos los ha impuesto; sabemos que el yugo de Cristo, como El lo ha prometido, es muy suave en general, si nos sometemos a él pronto; que la práctica de la religión está llena de consuelo para quienes estando bautizados, primero con el Espíritu de gracia, reciben con gratitud sus influencias a medida que sus mentes se abren gradualmente y casi sin un esfuerzo sensible de su parte, se embuyen con todo su corazón, alma y fuerzas, de esa verdadera vida celestial que durará eternamente.
Pero aquí la pregunta se nos presenta: "¿Pero qué tienen que hacer quienes descuidaron recordar a su Creador en los días de su juventud, y perdieron así todo derecho a la promesa de Cristo de que su yugo será suave, y sus mandamientos no serán pesados?" Y contesto que, por supuesto, no deben sorprenderse si para ellos la obediencia es un arduo y difícil trabajo de todos los días de su vida; y, dado que "una vez fueron iluminados y partícipes del Espíritu Santo" en el bautismo, no tendrían derecho a quejarse, aun si les fuera imposible renovarse nuevamente por el arrepentimiento» (Heb. 6, 4-6). Pero Dios es mas misericordioso que esta simple severidad; misericordioso no sólo por encima de nuestros merecimientos, sino por encima de Sus promesas. Aun para aquellos que fueron negligentes para con El cuando jóvenes, El ha hallado un remedio, si ellos lo aprovechan, para las dificultades que ellos mismos por pecar se han ocasionado en el camino de la obediencia; y cuál es este remedio y cómo tendrá que emplearse, es lo que procedo a describir en conexión del relato con el texto bíblico inicial.
La ayuda sobre lo que hablo es el sentimiento excitado que al comienzo acompaña al arrepentimiento. Es verdad que todas las emociones apasionadas, o sensibilidades delicadas, que siempre el ser humano, por sí mismas, nunca nos harán cambiar nuestras formas de vidas anteriores para adaptarlas a las nuevas circunstancias que se dan después del arrepentimiento y nos harán cumplir con nuestra obligación moral. Los pensamientos apasionados, las aspiraciones sublimes no tienen fuerza sobre ellos. No pueden hacer que el ser humano obedezca con coherencia, más de lo que estos sentimientos pueden mover montañas. Si el ser humano verdaderamente se arrepiente, no debe ser como consecuencia de esos sentimientos, sino por una convicción firme de su culpa y por una resolución deliberada a abandonar sus pecados y para servir a Dios. La conciencia, y la razón sujeta a la conciencia, estos son los instrumentos poderosos (bajo la gracia) que cambian al ser humano. Pero observaréis, que aun cuando la conciencia y la razón nos conduzcan a resolvernos por una vida nueva e intentarla, no pueden de inmediato hacer que la amemos. Sólo es la práctica prolongada y el hábito los que nos hacen amar la religión, y sin duda, al comienzo, la obediencia es muy penosa para los pecadores habituales. Aquí tenemos, pues, la utilidad de esos sentimientos serios y ardientes sobre los que recién hablé, y que asisten al primer ejercicio de la conciencia y de la razón: retirar desde los comienzos de la obediencia su carácter penoso, darnos un impulso que pueda llevarnos a superar los primeros obstáculos, y así enviarnos con gozo por nuestro camino. Pero no como si toda esta conmoción del espíritu fuera a durar (lo cual no puede ser) sino que cumplirá su oficio al hacernos comenzar de este modo; y luego, nos abandonará al consuelo más sobrio y elevado, resultante de ese amor real a la religión, que la obediencia misma habrá comenzado a formar en nosotros para ese tiempo, y que gradualmente irá perfeccionando.
Ahora bien, conviene comprender lo dicho completamente, pues con frecuencia se confunde. Cuando los pecadores llegan a pensar seriamente, los sentimientos fuertes, por lo general, preceden o acompañan sus reflexiones acerca de sí mismos. Algún libro que han leído, alguna conversación con un amigo, algunas indicaciones que han oído en la iglesia, o algún incidente o desgracia son cosas que los despierta. O, por otra parte, si han comenzado su examen de conciencia de una manera mas calma y deliberada, sin embargo, al evidenciarse en poco tiempo sus muchos y variados pecados, de su culpa, y de su ingratitud malvada para con su Dios y Creador, los perturba, esta visión, que es nueva para ellos, los golpea, los sorprende grandemente y luego los agita. Entonces aquí, permitamos que ellos conozcan la intención de toda esta conmoción del espíritu en el orden de la providencia Divina. Esta conmoción no continuará, pues surge de la novedad de la visión que se presenta ante ellos. Y a medida que se acostumbran a las contemplaciones religiosas, dicho sentimiento se debilitará. En él no consiste la religión, aunque esté conectado a ella accidentalmente, y pueda convertirse en un medio que los conduzca a un género de vida religiosa razonable. Está propuesto por la gracia de Dios para ser en su caso, un comienzo contra el primer desagrado y dolor al cumplir su deber; y deberá usarse solo como un medio, o no será de ninguna utilidad, o peor que inútil. Hermanos míos, recordad que este medio se os otorga, para que podáis hallar suave la obediencia al comienzo, (y puedo decirlo en general -sin limitarme a la conmoción que acompaña al arrepentimiento- sobre toda aquella emoción natural que nos incita a hacer el bien, emoción que involuntariamente sentimos en diferentes ocasiones) por eso obedeced prontamente; haced uso de esa emoción mientras dure; ella no espera a ningún ser humano. ¿Sentís una pena natural hacia un caso que razonablemente demanda vuestra caridad? o ¿sentís el impulso de generosidad en un caso en que sois llamados a representar un papel de autorrenuncia varonil? Cualesquiera que puedan ser las emociones, ya sean estas u otras, no os imaginéis que siempre las sentiréis. Si os aprovecháis de ellas o no, de todos modos las sentiréis cada vez menos y menos, y, mientras la vida continúe, al final, no sentiréis en absoluto esa conmoción vehemente y repentina. Pero esta es la diferencia entre retener o dejar escapar estas oportunidades; si os aprovecháis de estas emociones para actuar, y cedéis a su impulso, hasta donde vuestra conciencia os dicte hacerlo, habréis saltado sobre un abismo -por así decir- algo para lo cual nuestra fortaleza ordinaria no está capacitada; habréis asegurado el comienzo de la obediencia, y los pasos siguientes (generalmente hablando) son mucho más fáciles que los primeros que determinan su dirección. Y así, para retornar al caso de quienes sienten que el remordimiento accidental por los pecados actúa violentamente en sus corazones, a éstos les digo: no andéis ociosos por el camino; volved a vuestro hogar, con los vuestros, y arrepentíos con obras de justicia y de amor; apresuráos a dedicaros a actos concretos de obediencia. El hacer está mucho mas distante del intentar hacer, de lo que os imagináis a primera vista. Uníos a estos actos mientras podáis; estaréis depositando vuestros buenos sentimientos dentro de vuestro corazón, y así influenciarán vuestra conducta, y "producirán fruto". Esta fue la conducta de los Corintios entristecidos, como los describe San Pablo, quien se alegró, "no meramente porque conmovió sus sentimientos, sino porque se entristecieron para conversión... La tristeza que es según Dios -continúa San Pablo- causa penitencia para la salvación y es irrevocable; mientras la tristeza del mundo causa la muerte" (2 Cor. 7, 9-10).
Pero preguntémonos, ¿Cómo se conducen usualmente los seres humanos en realidad cuando siguen los llamados de la conciencia por sus pasadas vidas pecaminosas? Actúan de modo muy diferente de aquél de los Corintios. No consideran que el turbio celo e impaciente a la devoción que acompañan a su arrepentimiento, es en parte el retoño corrupto del previo estado corrupto de su espíritu, y parcialmente una provisión de la gracia divina, sólo temporaria para alentarlos a emprender su reforma de vida, sino que los consideran como la sustancia y la excelencia real de la religión. Y creen, que estar excitados de este modo es ser religiosos; se dejan llevar por el gusto de estos sentimientos cálidos por sí mismos, descansando en ellos como si entonces estuvieran comprometidos en un ejercicio religioso, y se jactan de estos como si fueran una evidencia de su estado espiritual exaltado; no sirviéndose de ellos (lo único que debieran hacer), sino usándolos como un incentivo para los actos de amor, misericordia, verdad, mansedumbre, santidad. Después que se han dejado llevar por este lujo de sentimiento por un tiempo, por supuesto la conmoción cesa; ya no sienten como sentían antes. Ya dije que esto podrían haberlo previsto, pero no lo entienden así. Se comprende entonces su estado insatisfactorio. Han perdido una oportunidad de vencer las primeras dificultades de esa obediencia activa, y de este modo de poder dar firmeza su conducta y carácter, lo cual puede que nunca suceda otra vez. Esto es una gran desgracia; y más que esto, ¡en que confusión se han involucrado! Su calidez de sentimiento va muriendo gradualmente. Piensan que en esta calidez consiste la verdadera religión; por esa razón creen que están perdiendo la fe, y cayendo nuevamente en el pecado.
Y así es demasiado a menudo; abandonan, porque no tienen raíz en sí mismos. Por haber descuidado convertir sus sentimientos en principios y actuar de acuerdo a ellos, no tienen fortaleza interior para vencer la tentación de vivir como el mundo que los asalta de continuo. Sus mentes han sido movidas al igual que el agua por el viento, que eleva las olas por un tiempo, y luego, cesando, deja que el agua baje a su anterior estado estancamiento. La oportunidad preciosa de superación se ha perdido; "y su posterior situación resulta peor que la primera" (2 Pe. 2, 20).
Pero supongamos, que cuando detectan por primera vez esta decadencia (como la consideran), se alarman, y buscan a su alrededor un medio para recuperarse. ¿Que hacen? ¿Comienzan de inmediato esas prácticas de obediencia humilde que pueden demostrar que ellos son de Cristo en el último día?, como son el gobierno de sus temperamentos, la regulación de su tiempo, la caridad de la negación de sí mismos, la sobriedad al hablar la verdad. Lejos de esto, desprecian esta sencilla obediencia a Dios como una mera moralidad no iluminada, como la llaman, y buscan estímulos potentes para mantener sus espíritus en ese estado de conmoción que les han enseñado a considerar como la esencia de una vida religiosa, y que no pueden generar por el medio que antes los conmovía. Recurren a nuevas doctrinas, o siguen a maestros desconocidos, para poder soñar sobre esta devoción artificial, y poder evitar esta convicción que tarde o temprano probablemente va a irrumpir en ellos: que está, en efecto, en nuestro poder reprimir la emoción y la pasión pero no excitarlas; que hay un límite para los tumultos e hinchazones del corazón, para fomentarlas a nuestra voluntad; y, cuando ese tiempo llega, la pobre alma, maltrecha, queda exhausta y sin recursos. Ejemplos de ese temible y terminal estado de endurecimiento (del corazón) que luego triunfa, no son raros en el mundo; cuando el pecador miserable cree, como los demonios pueden creer, pero no con el temblor de los demonios, sino que sigue pecando sin temor.
Existen otros también, que, cuando sus sentimientos decaen en fortaleza y entusiasmo sincero, llegan a desalentarse, y así, caen hasta el miedo y la servidumbre, cuando podrían haber vivido con regocijo en la obediencia optimista. Y estos son de los mejores, que teniendo en sus corazones algo del verdadero principio religioso, no obstante, en parte se descarrían, es decir, en la medida en que llegan a confiar en sus sentimientos como prueba de santidad; por eso, se angustian y se alarman ante su propia tranquilidad, la cual consideran una mala señal, y al sentirse descorazonados, pierden tiempo, y otros lo aventajan en la carrera.
Y podrían mencionarse otros, que por esta misma avidez y este mismo celo, cometen un error diferente. El sufriente recuperado, del texto bíblico inicial, deseó estar con Cristo. Ahora bien, está claro, que todos los que se dejan llevar por el gusto en la devoción falsa, que he descripto, puede decirse que están deseosos de mantenerse a la vista de Cristo , en lugar de retornar a su hogar, como Jesús les obliga a hacerlo, es decir, a sus deberes ordinarios de la vida; y lo hacen, algunos por debilidad de fe, como si Cristo no pudiera bendecirlos, ni mantenerlos en el camino de la gracia, si siguen su respectiva vocación del mundo; y otros, por un amor mal dirigido a Cristo. Pero, existen otros que, cuando un sentido de la religión se ha despertado en ellos, inmediatamente desprecian su condición anterior por considerarla ahora inferior a ellos; y piensan que se los llama a un oficio elevado y peculiar en la Iglesia. Estos equivocan su deber, como aquellos ya descriptos lo descuidan; no gastan su tiempo en simples pensamientos buenos ni en palabras buenas, como los otros, sino que se conducen con impetuosidad hacia acciones incorrectas, por la influencia de esas mismas emociones fuertes que no han aprendido a emplear con acierto o dirigirlas hacia su fin adecuado. Pero hablar ahora en detalle de esos personajes, sería salirme de mi tema.
Para concluir, permitidme, mis hermanos, repetiros e inculcaros la lección que he deducido de la narración de la cual el texto bíblico inicial forma parte. Vuestro Salvador os llama desde la infancia para servirle, y todo lo ordenado bien, de modo que estar a su servicio será perfecta libertad. Felices, por encima de todos los seres humanos, quienes escucharon el llamamiento de Cristo, y le sirvieron día tras día, a medida que su fortaleza crecía para obedecer. Pero además, ¿sois concientes de que en mayor o menor grado habéis descuidado esta divina oportunidad favorable, y sufrís al ser atormentados por Satanás? Mirad, El os llama por segunda vez; os llama a través de vuestros afectos animados una y otra vez, antes de dejaros finalmente. Os trae de regreso por un momento (por así decir), a una segunda juventud por los impulsos insistentes del sentimiento de temor, gratitud, amor y esperanza. De nuevo os coloca por un instante, en aquel primer estado de la naturaleza aún no formada, en que no existían el hábito ni el carácter. Os saca de vosotros mismos, robando por un tiempo al pecado la influencia que mantiene en vosotros. No dejéis que esos llamamientos pasen "como nube mañanera, como rocío matinal" (Oseas 6, 4). Seguro que aun debéis tener remordimientos ocasionales de conciencia por vuestra negligencia hacia Dios. Vuestros pecados los tenéis a la vista, y vuestra ingratitud para con Dios os afecta. Proseguid a conocer al Señor, y asegurar Su favor actuando de acuerdo con estos impulsos; mediante ellos El os insiste, al igual que por vuestra conciencia; esos impulsos son los instrumentos de Su espíritu, que os mueven a buscar vuestra verdadera paz. Ni tampoco os sorprendáis, si obedecéis esos instrumentos, aunque estos mueran. Ya han hecho oficio, y, si mueren, es sólo como muere la flor, para dar nacimiento al fruto, el cual es mucho mejor. Deben morir. Tal vez, después tendréis que trabajar duro en la oscuridad, fuera de la vista de vuestro Salvador, en el hogar de vuestros propios pensamientos, rodeados de las visiones de este mundo, y manifestando la alabanza a Dios entre quienes son fríos. No obstante podéis estar bien seguros de que la obediencia resuelta y consistente, aunque no la acompañe una emoción transportadora, elevada y cálida, esa obediencia es mucho más aceptable a Dios, que todos esos anhelos apasionados de vivir ante Su vista, los cuales parecen ser más la religión de los que no han sido instruidos en ella. En el mejor de los casos, estos anhelos son sólo los comienzos favorables de la obediencia, divinamente favorable y propia de los niños, pero no correspondiente a en los adultos espirituales, al igual que los deportes de la niñez lo serían en los años de la adultez. Aprended a vivir por fe, que es un principio calmo, deliberado y racional, lleno de paz y consuelo, que ve a Cristo y se regocija en El, aunque los despida de Su presencia para trabajar arduamente en el mundo. No dudéis: tendréis vuestra recompensa. El os "volverá a ver, y vuestro corazón se regocijará, y vuestro gozo nadie os lo podrá arrebatar".
No hay comentarios:
Publicar un comentario