John Henry Newman y el sacrificio del celibato
La decisión de trasladar el cuerpo del Siervo de Dios John Henry Newman ha suscitado polémicas. Sobre ellas, interviene el máximo estudioso del pensador inglés, docente de teología en la universidad de Oxford y autor, entre otros, de la más completa y documentada biografía del cardenal, titulada “John Henry Newman. A Biography” (Oxford University Pres, 1990).
por Ian Ker
La decisión de exhumar el cuerpo del venerable John Henry Newman ha provocado reacciones, en particular por parte del lobby homosexual, según las cuales no debería ser separado de su gran amigo y colaborador, padre Ambrose St John, en cuya tumba Newman fue sepultado, según su específica voluntad. La implicación de estas protestas es clara: Newman habría querido ser enterrado junto a su amigo porque, aunque casto y célibe, habría estado ligado a él por algo más que una simple amistad.
En este sentido, si el deseo de ser sepultado en la misma tumba de otro fuera la prueba de un amor sexual por aquella persona, el hermano de Clive Staples Lewis, Warnie, enterrado en la misma tumba según la voluntad de ambos hermanos, habría debido nutrir sentimientos incestuosos para con su hermano. O la devota secretaria de Gilbert Keith Chesterton, Dorothy Collins, tratada por él y su esposa como una hija, pensando que habría sido presuntuoso pedir ser enterrada junto a Chesterton, quiso ser cremada y dispuso que sus cenizas fueran inhumadas en la misma tumba. ¿Esto significa, tal vez, que demostraba algo más que un sentimiento filial por uno, o por ambos, de quienes le habían dado trabajo?
Ambrose St John era muy amigo de Newman. Por treinta años estuvo a su servicio, deseando incluso, el día de su Confirmación, poder comprometerse con su amigo con un voto de obediencia. Una petición que, obviamente, fue rechazada.
Newman se consideraba responsable por su muerte porque le había pedido traducir la importante obra del teólogo alemán Joseph Fessler sobre la infalibilidad en la estela del Concilio Vaticano I, un último esfuerzo desarrollado con amor que resultó excesivamente pesado para él, ya sobrecargado de trabajo. En los últimos oscuros días como anglicano, Newman dijo que Ambrose St John llegó a ser para él lo que “Rut para Noemí”. Después de haber entrado en la comunidad casi monástica de Newman en Littlemore, cerca de Oxford, St John permaneció como su colaborador más cercano durante el difícil período de la fundación del Oratorio de San Felipe Neri en Inglaterra y en todas las sucesivas pruebas y tribulaciones de Newman como católico.
En su “Apologia pro vita sua”, Newman “con gran reticencia” recuerda cómo en el tiempo de su primera conversión a la edad de quince años había llegado a la convicción de que “era voluntad de Dios que llevara una vida célibe”. Durante los catorce años sucesivos, con la interrupción de algún mes y luego con continuidad, consideró que su vocación “requería un sacrificio como el del celibato”. No es necesario recordar que entonces no existían “uniones civiles” entre hombres en un País que era aún cristiano, donde la actividad homosexual era castigada con la prisión y considerada por todos como inmoral. Newman, naturalmente, hablaba del matrimonio con una mujer y del “sacrificio” que el celibato comportaba. La única razón por la cual el celibato podía ser un sacrificio era porque Newman, como todo hombre normal, deseaba casarse. Pero, aunque aún no pertenecía a una Iglesia donde el celibato era la regla o incluso el ideal, Newman, profundamente inmerso en las Escrituras, conocía las palabras del Señor: algunos “se hacen eunucos por el Reino de los Cielos”.
Veinticinco años después de su juvenil opción por el celibato encontramos a Newman preguntándose aún por sus costos, al final de la extraordinaria narración en la que describe la enfermedad casi mortal que lo golpeó en 1833 mientras se encontraba en Sicilia: “Mientras escribo me asedia un pensamiento: ¿por qué escribo todo esto? (…) ¿Quién tiene, quién puede tener, en quien podría suscitar atención? (…) Es el tipo de atención que puede tener una esposa y ninguna otra persona – es la atención de una mujer – y esta atención, que así sea, no se me dará nunca (…). Dejo libremente la posesión de este afecto que no se me da ni puede serme dado. Aunque, no obstante, siento que tengo necesidad de él”. En estas frases conmovedoras, escritas cuando aún era ministro de la Iglesia de Inglaterra y plenamente libre para casarse, vemos el total compromiso de Newman en la vida de virginidad a la cual se sentía llamado en modo inequívoco, pero podemos también advertir el profundo sufrimiento que sentía al renunciar al amor de una mujer en el matrimonio.
En conclusión, ¿qué se podría decir a quien piensa que la voluntad de Newman debería ser respetada y que los restos de Ambrose St John deberían ser trasladados junto a los suyos? Durante su vida como católico, Newman insistía siempre en que todos sus escritos podían ser corregidos por la Santa Madre Iglesia. Esta era su constante repetición. Si la autoridad eclesiástica decide trasladar su cuerpo a una iglesia, la respuesta de Newman sería sin duda que su último testamento, como todo lo que escribió, lo ha escrito sujeto a la corrección de una autoridad más alta. Si esta autoridad decide que su cuerpo sea trasladado, mientras que el de su amigo no, Newman habría dicho sin titubeo: “Así sea”.
La decisión de trasladar el cuerpo del Siervo de Dios John Henry Newman ha suscitado polémicas. Sobre ellas, interviene el máximo estudioso del pensador inglés, docente de teología en la universidad de Oxford y autor, entre otros, de la más completa y documentada biografía del cardenal, titulada “John Henry Newman. A Biography” (Oxford University Pres, 1990).
por Ian Ker
La decisión de exhumar el cuerpo del venerable John Henry Newman ha provocado reacciones, en particular por parte del lobby homosexual, según las cuales no debería ser separado de su gran amigo y colaborador, padre Ambrose St John, en cuya tumba Newman fue sepultado, según su específica voluntad. La implicación de estas protestas es clara: Newman habría querido ser enterrado junto a su amigo porque, aunque casto y célibe, habría estado ligado a él por algo más que una simple amistad.
En este sentido, si el deseo de ser sepultado en la misma tumba de otro fuera la prueba de un amor sexual por aquella persona, el hermano de Clive Staples Lewis, Warnie, enterrado en la misma tumba según la voluntad de ambos hermanos, habría debido nutrir sentimientos incestuosos para con su hermano. O la devota secretaria de Gilbert Keith Chesterton, Dorothy Collins, tratada por él y su esposa como una hija, pensando que habría sido presuntuoso pedir ser enterrada junto a Chesterton, quiso ser cremada y dispuso que sus cenizas fueran inhumadas en la misma tumba. ¿Esto significa, tal vez, que demostraba algo más que un sentimiento filial por uno, o por ambos, de quienes le habían dado trabajo?
Ambrose St John era muy amigo de Newman. Por treinta años estuvo a su servicio, deseando incluso, el día de su Confirmación, poder comprometerse con su amigo con un voto de obediencia. Una petición que, obviamente, fue rechazada.
Newman se consideraba responsable por su muerte porque le había pedido traducir la importante obra del teólogo alemán Joseph Fessler sobre la infalibilidad en la estela del Concilio Vaticano I, un último esfuerzo desarrollado con amor que resultó excesivamente pesado para él, ya sobrecargado de trabajo. En los últimos oscuros días como anglicano, Newman dijo que Ambrose St John llegó a ser para él lo que “Rut para Noemí”. Después de haber entrado en la comunidad casi monástica de Newman en Littlemore, cerca de Oxford, St John permaneció como su colaborador más cercano durante el difícil período de la fundación del Oratorio de San Felipe Neri en Inglaterra y en todas las sucesivas pruebas y tribulaciones de Newman como católico.
En su “Apologia pro vita sua”, Newman “con gran reticencia” recuerda cómo en el tiempo de su primera conversión a la edad de quince años había llegado a la convicción de que “era voluntad de Dios que llevara una vida célibe”. Durante los catorce años sucesivos, con la interrupción de algún mes y luego con continuidad, consideró que su vocación “requería un sacrificio como el del celibato”. No es necesario recordar que entonces no existían “uniones civiles” entre hombres en un País que era aún cristiano, donde la actividad homosexual era castigada con la prisión y considerada por todos como inmoral. Newman, naturalmente, hablaba del matrimonio con una mujer y del “sacrificio” que el celibato comportaba. La única razón por la cual el celibato podía ser un sacrificio era porque Newman, como todo hombre normal, deseaba casarse. Pero, aunque aún no pertenecía a una Iglesia donde el celibato era la regla o incluso el ideal, Newman, profundamente inmerso en las Escrituras, conocía las palabras del Señor: algunos “se hacen eunucos por el Reino de los Cielos”.
Veinticinco años después de su juvenil opción por el celibato encontramos a Newman preguntándose aún por sus costos, al final de la extraordinaria narración en la que describe la enfermedad casi mortal que lo golpeó en 1833 mientras se encontraba en Sicilia: “Mientras escribo me asedia un pensamiento: ¿por qué escribo todo esto? (…) ¿Quién tiene, quién puede tener, en quien podría suscitar atención? (…) Es el tipo de atención que puede tener una esposa y ninguna otra persona – es la atención de una mujer – y esta atención, que así sea, no se me dará nunca (…). Dejo libremente la posesión de este afecto que no se me da ni puede serme dado. Aunque, no obstante, siento que tengo necesidad de él”. En estas frases conmovedoras, escritas cuando aún era ministro de la Iglesia de Inglaterra y plenamente libre para casarse, vemos el total compromiso de Newman en la vida de virginidad a la cual se sentía llamado en modo inequívoco, pero podemos también advertir el profundo sufrimiento que sentía al renunciar al amor de una mujer en el matrimonio.
En conclusión, ¿qué se podría decir a quien piensa que la voluntad de Newman debería ser respetada y que los restos de Ambrose St John deberían ser trasladados junto a los suyos? Durante su vida como católico, Newman insistía siempre en que todos sus escritos podían ser corregidos por la Santa Madre Iglesia. Esta era su constante repetición. Si la autoridad eclesiástica decide trasladar su cuerpo a una iglesia, la respuesta de Newman sería sin duda que su último testamento, como todo lo que escribió, lo ha escrito sujeto a la corrección de una autoridad más alta. Si esta autoridad decide que su cuerpo sea trasladado, mientras que el de su amigo no, Newman habría dicho sin titubeo: “Así sea”.
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