Norberto Ferro
San agustín pregunta, en su libro El maestro, ¿Qué te parece que nos proponemos al hablar? A lo que su hijo, Adeodato, responde: “Por ahora, pienso que lo que buscamos al hablar es o enseñar o aprender”.
Con ese precepto, con la idea de hablar un poco de todo y, de ese modo, aprender un poco más, arreglé un encuentro con el Prof. Dr. Jorge Norberto Ferro.
El Dr. Ferro es doctor en letras, profesor universitario y tiene treinta años como investigador del CONICET. Es autor de libros como Aproximación a Lewis (EDUCA, Bs. As., 1997) o Leyendo a Tolkien (Glaudius/Vértice, Bs As., 1996). También ha publicado trabajos sobre G. K. Chesterton, L. Castellani, L. Marechal, I. B. Anzoatégui y sobre textos medievales españoles. Además, en ciertos círculos, se lo conoce como uno de los mejores traductores del idioma inglés.
El punto de encuentro fue uno de los aposentos del Seminario de edición y critica textual “Germán Orduna”, donde se desempeña como investigador, ubicado en el Ministerio de Educación de la Nación.
Muebles de estilo, bien decorado y con libros de piso a techo convertían esa oficina en el lugar ideal para hablar de literatura.
Nos sentamos. Luego de ciertas bromas y chistes acerca de cual es la mejor manera de perderse en ese ministerio, Jorge tomó su típica pipa con la mano derecha y la encendió con la izquierda. Una, dos bocanadas de humo. Esa era la señal. Jorge estaba listo, comienza la entrevista:
A muchos escritores (Borges, Tolkien) a pesar de que tuvieron una vida académica, se los recuerda más cerca del arte que de la ciencia ¿Por qué? ¿Se puede ser un artista y un científico al mismo tiempo en lo que es la literatura? ¿O está condenado a que si se hace arte no podrá ser académico y si se hace algo académico no será considerado artístico?
—No, de hecho es perfectamente posible. No es muy frecuente porque el que se dedica primordialmente a crear termina por postergar la vida académica. En el caso de Borges, por ejemplo, su actividad académica fue poca. Tal vez Tolkien y Lewis sean casos raros de “científicos”, digamos así, que a su vez tenían una actividad de creación propia. Y es perfectamente compatible, como vemos en estos dos.
—¿Qué hace un científico en letras?
—Claro, un científico dicho en sentido amplio. Quiero decir que en el mundo universitario, académico, de las clases y la investigación son los que, digamos, tienen lo que se podría llamar “scholarship”, como se dice, una serie de hábitos de la inteligencia y forma de trabajo dentro de ciertas pautas muy claras, rigurosas, con conocimiento de lenguas, sobre todo antiguas, clásicas… Estudia algo que ya está. Como el botánico estudia las plantas, éste estudia los textos desde todo punto de vista. Mejor o peor. Con más aciertos o con menos aciertos. A veces cumple un gran servicio iluminando el texto. Es muy humilde la función del crítico, digamos.
—Iluminando el texto… ¿Qué es iluminar el texto?
—Mostrar, mostrar el texto a un lector al cual a veces las cosas se le pasan. Así, un gran profesor de literatura sería aquel que hace gustar un texto aun cuando, a primera vista, el alumno no se haya dado cuenta de eso. A mí me ha pasado con muchos profesores, que me han hecho gustar cosas que yo no pensaba, me hacían ver en el texto cosas que yo no había visto.
—Una nueva dimensión en el texto.
—Claro. Cuando era muy chico había unos libritos de dibujos con las líneas, a los que simplemente se le pasaba agua con un pincel y aparecían colores. Bueno, esa era la impresión que me daban estos profesores, estos grandes maestros. Hacían vivir el texto. Ahora, ellos no ponían nada que no estuviera. Trabajaban sobre el texto. Lo iluminan, lo comentan, y eso es lo que se hizo siempre, en occidente por lo menos, que era el volver, el rumiar sobre el texto y aclararlo, en el sentido de mostrarlo bien con todas esas virtualidades que por ahí, a uno, se le pueden pasar y que el buen profesor o el buen crítico, digamos así, las muestra, las hace patentes.
—¿Tiene que ser un filólogo entonces?
—Más bien sí. Hay un acercamiento con mucho cuidado a los textos que estudian. Eso no necesariamente tiene que desembocar en una creación literaria propia, que va por otro carril. Ahora, cuando uno de ellos se pone a crear, evidentemente, tiene una cantidad de elementos que puede utilizar. Lo que no necesariamente quiere decir que sean mejores escritores, ni mucho menos. Son cuerdas separadas; pero en el caso de ellos lo aprovechan bien. Un caso típico, digamos, contemporáneo, de eso sería Umberto Eco. En el cual, sin embargo, me parece que se nota más el profesor universitario que maneja muchas fuentes y que, en el caso de Tolkien y Lewis, en Tolkien sobre todo, están muy fundidas esas fuentes, están como re—digeridas en la obra. En Tolkien más, ciertamente. En Lewis, por ahí, es más fácil ver la referencia académica, que no molesta para nada, ¿no?
—¿Te animás a citar un autor inglés que, en cierto sentido, parezca argentino y a un autor argentino que, en cierto sentido, parezca inglés?
—En último caso uno siempre piensa en Borges. Es un hombre que ha entendido y le han gustado los ingleses, y escribe a su manera. Ahora, especialmente en los humoristas, uno descubre cosas que podían haber sido escritas acá, como P.G. Wodehouse o Evelyn Waugh, digamos. Ese tipo de humor acá gusta, y se lo sigue leyendo.
—O sea que pasa el tiempo y siguen perdurando, si bien de culto y no de masa …
—No, pero en una época sí tuvieron una difusión grande acá. Es el caso de P.G.Wodehouse, un humorista, en los ´40/50… Ojo, es verdad que se editaba mucho en España, sobre todo en Barcelona (Plaza & Janés), pero acá se leía muchísimo. Y de hecho en librerías de viejo uno encuentra colecciones enteras de P.G. Wodehouse. Lo mismo pasó con Evelyn Waugh, que se editó muy bien acá, en Sudamericana y Emecé, allá por la década del ´50. Por ejemplo, hay una novela de Waugh que se llama Retorno a Brideshead, que es la más famosa. Ahora está por salir una película. Uno de los personajes, patéticos, de esa novela, se llama Sebastián. La novela se escribió en el ´45. Yo conozco dos tipos nacidos a principios de la década del 50 que se llaman “Sebastián” porque sus padres se lo pusieron por el personaje. Una cosa curiosa.
—Y hablando de editado en España, ¿cómo vienen las traducciones? Sé que es un tema que a vos te mueve las entrañas de manera visceral (risas).
—Es que es muy lindo traducir. Yo confieso que a mí me gusta. El otro día encontré una cita de Ronald Knox… Converso… escritor, etc, etc, tuvo mucho que ver con la conversión de Chesterton. Fue el que pronunció la homilía fúnebre de Chesterton. Un gran tipo. Entre otras cosas tradujo la Biblia al inglés. Su creación fue muy discreta. Más bien hizo novelas policiales. Pero su obra importante es una obra así de estilo académico. Y dice por ahí que cuando uno está leyendo algo y encuentra un texto en otra lengua, el texto lo provoca, y entonces uno establece una especie de apuesta consigo mismo: “A ver si yo lo traduzco”… ¡si lo traduzco bien!, porque claro, en toda traducción…
— ¿Se puede ser artista en las traducciones también?
—De alguna manera. Él ya tiene el texto y lo tiene que volcar en otra lengua. “Versión” se decía también. Es como pasar una cosa de un recipiente a otro. Y adquiere la forma del nuevo recipiente. Yo tengo una jarra y una botella, ¿no?, paso el agua, con la lengua es igual. Es como cuando me dicen de las películas… Es lo mismo, es una traducción. La película de un libro es una traducción. El Señor de los Anillos, Las Crónicas de Narnia. Pueden ser mejor o peor, pero necesariamente es otro lenguaje. El lenguaje cinematográfico es otro, es un lenguaje de imagen. El texto no es toda la película.
—¿Y recordás grandes traductores?
—Y sí, como no. Borges, por ejemplo, era un gran traductor, sin duda. La Divina Comedia traducida por Batistessa, un profesor argentino, es una cosa importante. O Chesterton traducido por Alfonso Reyes. Hay una novela italiana, famosa, de Manzoni, Los Novios: Castellani decía que la traducción de Gabino Tejada, un español, era casi superior al original. Pero siempre una traducción implica que, cuanto más elaborado el texto, más difícil. Por ejemplo, imaginate traducir el Martín Fierro. No debe ser fácil. ¡Y se pierde algo! Ahora, bueno, tampoco hay que volverse loco y pensar que uno tendría que saber todas las lenguas del mundo. Pero es muy interesante el problema de la traducción y cotejar distintas traducciones y el original…
—¿Cuál es “El” problema de la traducción?
—Es que cada lengua tiene su genio propio y sus recursos propios. Digamos en una lengua, supuestamente, neutra, donde únicamente hay un mensaje de pura información racional. Si yo digo: “el agua hierve a cien grados”, y paso eso de una lengua a otra, todo el texto pasa, sin duda alguna. Una obra científica es relativamente sencilla, siempre, es mucho más fácil de traducir. Una vez que uno hace pasar toda la información no queda, prácticamente, nada. Pero en una obra literaria, no. Porque no se apunta simplemente a un contenido racional, sino que despierta ecos afectivos, se juega con el valor musical de las palabras, hay asociaciones…
—¿Se juega con el valor musical de las palabras?
—Claro, sin duda. Imaginate en Tolkien. El poeta en verso más todavía. El ritmo del verso, la música de las palabras, los juegos de sonidos. Todo eso, en la traducción… ¿entonces qué hace el traductor? Ahí viene el problema. Para conservar algo tiene que entregar algo. Nunca pasa todo. Por ejemplo, en Argentina hubo un gran traductor, muy poco conocido, que se llamaba Carlos Sáenz. Era un abogado, de La Plata , y ha traducido cosas espléndidas, textos latinos, inclusive poesía latina tardía, cristiana. O textos ingleses. Francis Thompson, tiene un poema muy lindo titulado “El lebrel del cielo”. O a Newman. Y este hombre, uno ve que era un poeta. Uno compara con otras traducciones…
—¿Un poeta que traducía?…En cierto sentido, ¿no es todo artista un traductor?
—Claro, respecto a lo que vio. Él lo pone en palabras, pero lo pone en su lengua. Entonces, cuando lo pone en su lengua, con distinto grado de consciencia, las palabras le suenan de determinada manera. El poeta, más que transmitir una información, evoca cosas, oblicuamente, sugiere. Hay un clima que se crea. En El Señor de los Anillos, por ejemplo, el clima dominante es la nostalgia. Si un traductor no consigue eso, fracasa. Y también hay otro problema con el traductor: uno piensa que un traductor tiene que conocer bien la lengua de la que traduce, ciertamente. Pero tiene que conocer igualmente bien la propia. Aquella a la que traduce, la lengua de destino, en nuestro caso el español. Conocer bien quiere decir aprovechar todas sus posibilidades… sin duda, es fascinante.
—Ahora, el tema es que, tal vez, hay más autores que traductores de nivel, o más gente interesada en la parte creativa que…
—Y sí, porque en la creación uno expresa algo que ha visto, es más personal. En cambio en la traducción es una cosa más bien humilde. Pero el buen lector en general se fija, sobre todo cuando se busca un clásico. ¿A ver quién tradujo eso? Traducir el Quijote, por ejemplo, ¡imaginate vos! Lo mismo cuando uno busca Homero, las traducciones de Homero y… Lugones era un muy buen traductor…
—Pero perdón, vos citás a Borges, a Lugones. Claro, me estás dando ejemplos de gente que podía hacerlo porque estaba en las dos veredas, por así decir…
—Y, algo así. Un buen traductor tiene que o ser un poeta o ser un tipo que ame la lengua. Lo que pasa es que muchas veces hay cuestiones de apuro. O que, bueno se traduce porque uno se gana la vida honestamente. Por ejemplo, en este libro (En ese momento me señaló El milagro del padre Malaquias, de Bruce Marshall) se está hablando del “Canonic Law”, que es el derecho canónico. Entonces se dice: “El canónigo Law”, como si fuera “canónigo” (un clérigo) y “Law” el apellido. Eso es muy gracioso porque uno adivina la metida de pata detrás. En el caso de Tolkien, por ejemplo, las traducciones de El Señor de los Anillos y de El Silmarillon son, a mi modo de ver, excelentes. Ahora, en otros casos ha habido problemas. ¡Las cartas, por ejemplo! En las cartas hay problemas, yo pienso que por apuro. Hay varios problemas concretos que, esos sí, complican el texto. Por ejemplo las traducciones de las citas bíblicas. En las citas, el traductor podría haber ido a consultar cualquier Biblia en castellano y copiar los versículos. Lo mismo pasa con el poema “Mithopoeia”, en la traducción hay dos o tres metidas de pata FUERTES. Y es una lástima, porque es un texto muy importante. Decí que por suerte publica el poema en inglés también.
—¿Qué te quedó a vos de los Inklings? ¿Qué es lo que más te impresionó de ellos?
—Evidentemente, el clima, ese ambiente humano de tanta calidad ¿no? Tipos fantásticos que, me parece, se juntaban para una vida verdaderamente universitaria. Criticados por ahí por el resto de la Universidad , porque el mundo académico está lleno, como todas las profesiones y actividades, de miserias propias de los hombres, que somos un poquito todos así. Pero en ellos se notaba un entusiasmo y un gozo por lo que hacían. Entonces se juntaban a charlar, se leían las cosas, se discutían temas en un clima de gran distensión, libertad, amistad. Que eso hoy en día en la universidad, se ha perdido un poco por la presión competitiva. Hay una carrera por publicar, hay una pulsión, como dicen los yanquis: “publicar o perecer” Ahora yo digo: eso que se publica ¿alguien lo leerá? Eso ha sido señalado por Steiner, por ejemplo, que dice el discurso secundario, toda esa literatura sobre literatura llega a ser abrumadora y, muchas veces, innecesaria. Por que lo que busca ahí el crítico es brillar él. ¿No? En cambio el verdadero crítico tiene que desaparecer, tiene que mostrar el texto: la genialidad está en el texto. Él lo que hace, es limpiar, digamos. Es como si yo limpio un espejo para ver, pero nada más, después yo desaparezco. Lewis y Tolkien como introductores a otros textos son admirables porque, en primer lugar, ellos gozan enormemente, entonces, comunican ese gozo. El gran profesor de estas cosas … supongo que pasa lo mismo con todas las disciplinas. Uno ha visto a veces en plástica algunos tipos explicando cuadros. Realmente uno ve el cuadro como por primera vez. El cuadro esta ahí, yo ya lo había visto, pero, si a uno le explican bien…. ahora claro, el tipo que lo explica no ha pintado el cuadro, y a lo mejor pinta otras cosas o no pinta. Bueno, la función del artista es eso, darnos a nosotros los canales de expresión. No es que tenga más sensibilidad un artista que nosotros. No es que yo viendo un atardecer en un paisaje me emocione menos que el artista, no. Lo que tiene el artista a diferencia del común de nosotros es que el tipo lo puede plasmar eso en una obra exterior a él. Lo puede plasmar. Lo puede poner ahí. En un cuadro con líneas y colores o en un volumen si es escultor o en sonidos si es músico o con palabras si es poeta. La diferencia está ahí. Tiene ese don. Y esa sería su principal “función social”, digamos así, sería darnos a nosotros las palabras que nosotros no encontramos. Entonces, yo me reconozco en lo que el tipo dice: “Ah, esto es lo que yo siempre quise decir y no sabía cómo”. ¿Nunca te pasó a vos?
—¿Y qué artista de la literatura argentina, de los últimos tiempos, más o menos te va gustando?
—En la Argentina del S. XIX yo creo que sin duda, para mí, es Hernández. El Martín Fierro es una cosa definitiva y está muy lejos de todo lo demás. Ahora, en el S. XX hubo muy buenos escritores, hubo grandes tipos. Por ejemplo uno que me gusta es Leopoldo Marechal, como poeta, como escritor. Y están aquellos que son poetas netamente superiores, poetas hubo muy buenos. Vemos a Lugones, a Enrique Banchs, a Conrado Nalé Roxlo...
—¿Conrado Nalé Roxlo? ¡No sabía que era poeta!
—Sí, excelente. Aparte de los cuentos y los cuentos humorísticos, “Los Cuentos de Chamico”. La poesía de Roxlo no es mucha producción, pero es de gran calidad. Enrique Banchs lo mismo, o qué sé yo, el mismo Borges es un poeta que vale la pena, mas allá que uno pueda discutir una cantidad de cosas, y un gran mostrador de textos ajenos también. Yo una vez fui a una clase de Borges sobre Macbeth. Los alumnos, cómo somos los chicos ¿no?, como él no veía y no pasaba lista, no iban a clase, se rateaban. Y yo, que no tenía que hacer esa materia, me colé en la clase. Y Borges habló como si estuviera en la Sorbona delante de 500 personas. Una maravilla. Me hizo ver cosas en Macbeth que yo, que había leído la obra, y había visto la película de Polanski, que es muy buena… no hubiera visto. Castellani me gusta mucho, como prosista sobre todo, también un autor poco conocido, postergado. De los actuales, actuales, claro, uno no conoce tanto.
—Que hay que esperar, a que uno se muera como para ser famoso y…
—Bueno, el tiempo es la piedra de toque ¿no? Pero a mí de los que hoy escriben, vos te vas a reír, el que me gusta… es Dolina (risas). Me gusta porque me parece un tipo que tiene un toque de genialidad.
—Pero claro, hasta ahora, estamos hablando de los mismos que están en la vidriera desde hace mucho tiempo. Pero ¿cómo los reemplazás? ¿Cómo reemplazás un Borges?
—Lo que pasa es que no hay un reemplazo así, uno a uno. Como si uno tomara la posta automáticamente. Uno ve a lo largo de la historia de la literatura y, los grandes tipos en realidad son irremplazables. Aparecen otros con otras características, pero ¿quién reemplaza a Cervantes? No es que se muere Cervantes y aparece uno, se muere Virgilio y aparece otro ¿no? Los movimientos son distintos. Por ahí hay un tipo que está escribiendo ahora que es un genio y…
—Y el tiempo es la piedra…
—Claro, y no lo conocemos, y capaz que ni ha publicado. Yo conozco cosas inéditas de tipos que son grandes poetas, por ejemplo. Y bueno, ya después eso se va viendo y va apareciendo. Pero el S. XX argentino creo que ha sido literariamente notable. Hubo mucha también hojarasca, mucho tipo inventado, ¡pero eso cae, desaparece! Si uno ve así, en el plano de la ficción, por ejemplo una de las pruebas del valor de Tolkien es la permanencia en el tiempo, sin haber tenido, hasta hace muy poco tiempo, digamos… un márketing importante. Sino que era un boca a boca. Acá en Argentina ¿como se conoció Tolkien? Del boca a boca y, realmente, aparecía un genuino interés. Mas allá de que, después sí, cuando vino la película, pero eso es otra historia. Pero durante muchos años, se iba pasando de mano en mano. No se lo conocía, y hubo grandes escritores que no lo conocieron. Borges no lo conocía, por ejemplo, curiosamente, que le hubiera encantado toda la cuestión sajona antigua… Creo que una vez alguien dijo que María Kodama dijo que sí, una vez le había leído algo, no sé. Castellani no lo conoció. Si conoció a Lewis, por ejemplo, muy bien.
—¿Y este regreso de los mitos? Viste que ahora apareció la película de Beowulf. Están todos insistiendo con ese tema... no sé si es que la literatura ha vuelto con eso o es que la gente está pidiendo eso…
—La gente pide eso porque los mitos antiguos son permanentes. Hablan de los problemas, de los temas de siempre. Los temas no son muchos, digamos, están siempre, se reelaboran, se entrecruzan, y dicen algo. El mito siempre me dice algo, me conmueve, me interesa porque tiene que ver conmigo…
—¿Cuáles son los típicos temas?
—Yo diría el sentido de la vida, el amor, la muerte, la amistad, el heroísmo, el sacrificio, el problema del sufrimiento. Son las cosas que nos pasan a todos en la vida. Las preguntas que todos nos hacemos. Entonces, la reelaboración de esos mitos: como han sido bien dichos se vuelven a decir, de otras maneras, pero todo el mundo trabaja de algún modo, en algún momento, sobre los mitos tradicionales, porque ya está todo dicho. Ese prurito de la originalidad es una cosa muy reciente, no había existido, por lo menos en la cultura de occidente, hasta hace muy poco. Más bien al contrario...
—En cierto sentido, la palabra mito era mal vista.
—Mito se entendía como mentira… Como cosa infantil. Pero ahora se ha revalorizado, sobre todo con el quiebre del iluminismo, del racionalismo iluminista que fue muy fuerte en el S. XVIII, pero ya en el XIX entró en crisis, y en el XX ni hablemos Hasta irse al otro extremo, digamos el vitalismo, la pura oscuridad, que sé yo, todo eso. Porque siempre pasa que cuando uno abusa de una realidad, la destruye ¿no? La mejor manera, se dice, de destruir una utopía es establecerla, o algo así. La mejor manera de destruir algo es abusar. Pedirle cosas que no puede dar. Entonces como no me puede dar eso que yo le pido, porque no está en su posibilidad, como no me puede dar eso entonces no sirve para nada. No. Sirve para algunas cosas. La razón es una gran cosa. Ahora, si yo le pido que me responda todos mis interrogantes, y algunos no puede, porque hay misterios, entonces ¿no sirve para nada? Algo se obtiene. Pedirle a las cosas más de lo que pueden dar es destruirlas; eso pasa con el dinero, o con el sexo. Pedirle cosas que no pueden dar.
—¿Y el arte? ¿Cuál es el límite del arte? ¿Puede dar todo en la literatura?
—No, todo no. También el endiosamiento del arte, por ejemplo, fue una reacción, digamos frente a un esquema cientifisista, racionalista. Es curioso, cuando se habla del futuro, ahora no tanto, pero antes sí, cuando se hablaba en un tono, supuestamente, académico, siempre el futuro era venturoso, una maravilla, porque estaba el esquema del progreso indefinido, cada vez íbamos a estar mejor, íbamos a superar todas las rémoras. Eso en ese plano. Ahora en el mundo artístico, incluso en el más popular, el comic como se dice ahora, el futuro siempre está visto como una pesadilla, terrorífico más bien! En el cine, no hay futuro maravillosos sino más bien pesadillescos...
—Volvemos al mito griego, por así decir, o al mito escandinavo, pesimista, en donde siempre el héroe termina sacrificándose al divino botón porque ya estaba el destino, generalmente nefasto, marcado por los dioses, y por más que se luchara en contra de… es decir, avanzamos 1000 años para retroceder 1000 años.
—No, pero nos damos cuenta que hay límites, que la situación del hombre es una situación que tiene sus límites, y que existe el misterio y que nosotros no vemos el misterio. El misterio ilumina, es como el sol, no es que sea oscuro; es demasiado luminoso y por eso no lo podemos ver, como decían los griegos ¿no? No lo vemos no porque sea oscuro sino porque nuestros ojos son débiles. Al hombre su sola razón no le alcanza para explicar un montón de cosas, entonces en el arte puede alcanzar otro tipo de experiencias o de respuestas. Ahora, si también de algún modo se diviniza, hipertróficamente, al artista, también es una locura. Toda cosa que se lleva más allá de sus límites naturales termina en un disparate, como dice Tolkien: la fantasía tiene sus límites.
—¿Tiene límites la imaginación, entonces?
—Límites en este sentido, que parte siempre, como dice Tolkien, de una realidad pre-existente a mi imaginación. Yo en realidad puedo recombinar. Si yo me imagino un caballo con alas, bueno, existen las alas, existen los caballos. Ahora, lo que no puedo es tener una fantasía absolutamente arbitraria porque sería incomprensible, lo absurdo; el absurdo, por ejemplo, es un límite, me parece a mí. El absurdo tiene un valor en el arte, por supuesto, pero es para mostrar otras cosas. Es para mostrar el punto de llegada de un disparate, o las aparentes contradicciones insolubles que se pueden plantear, es una clave humorística o de denuncia. Pero el puro absurdo absoluto no daría nada.
—Con la informática, Internet y compañía, supuestamente, estaría la posibilidad que autores desconocidos, pasen a ser conocidos de manera más rápida. Capaz si Borges estuviera viviendo en este momento se hubiera hecho famoso mucho más rápido que en otra época, y a la inversa puede ser que ciertos escritores que no tengan la calidad, tengan gran cantidad de lectores, porque como decís vos, ahora no hace falta gastar grandes fortunas para una campaña publicitaria. Simplemente se pasa una propaganda chiquitita por Google y ya está, todo el mundo sabe que se escribió ese libro. ¿Cómo ves vos, al lector, parado frente a todo eso?
—Yo creo que la informática, una cosa ridícula voy a decir, y vulgar, es una herramienta que también tiene sus límites y hay que saber manejar. Con cuidado, porque, la lectura, en cuanto tal todavía, sin entrar a canonizarla, pero todavía frente a nuestra generación, todavía, la lectura gozosa, íntima, requiere del soporte de papel. Ahora, la cantidad de información a la que se puede acceder por Internet es valiosísima. Pero claro, el problema está también en el exceso, el exceso me puede abrumar. Si yo tengo 5000 entradas, 10000 entradas ¿cómo elijo? ¿Cuánto tiempo me lleva elegir? Y también es verdad que hoy de algún modo el sistema de Internet permite una mejor comunicación y superar los monopolios…
—O sea ¿a vos te parece que el boca en boca de hoy va a ser vía blogs?…
—Y, en buena medida sí. Yo mismo que soy una bestia informática, sin embargo reconozco que entro a blogs, los miro con sumo interés. Generalmente no opino.
—Pero ves qué recomendaciones hay para leer, qué nuevo autor, qué nuevo libro…
—Eso, claro. Por ejemplo, el otro día me prestaron, yo no lo conocía, una vergüenza, un poeta español actual, para mí, desconocido. Se llama Miguel D’Ors, nieto de Eugenio D’Ors que era un escritor famoso. Me prestaron un libro y me encantó el tipo. Entonces busqué en Internet y claro, ahí inmediatamente estaba la vida de él, la foto, qué sé yo, todas las obras; puedo bajar cosas de allí. Me permite más datos, porque me permite bajar algunos versos de él, mandárselos a algunos amigos: ¿che, conocen este tipo? Y a mí mismo me llegan cosas de las cuales no tendría noticia. Reconozco que he encontrado cosas muy interesantes.
—Todo en el nuevo boca en boca gigante…
—Claro, es un dedo en dedo, qué sé yo (risas). Pero es verdad y es bueno. Me parece que puede haber, como en todo, como puede haber en los libros, un exceso de información, un exceso de adicción. Hay que intentar tomar las riendas…
—Sí, sí, sí. Pero entonces para vos funciona el nuevo de boca en boca…
—Me parece que sí. Muchísimo; yo mismo me he sorprendido porque al principio, al no tener la destreza... y he encontrado cosas buenísimas e incluso me he comunicado con tipos con los cuales no me podría comunicar.
—En ese sentido te parece que es una ayuda para mejorar que se lea, no sé si los mejores, pero lo que más enganche, lo mejor escrito.
—Creo que sí. Porque uno en seguida tiene acceso a opiniones… Es decir uno siempre se remite a opiniones que considera valiosas y las toma en cuenta. Entonces fulanito, que es un tipo muy inteligente, me recomienda este o dice que es bueno, vale la pena probarlo. Después yo veré... Siempre hay cuestiones de gusto muy personales.
—Y del gusto argentino ¿te animás a dar una descripción del gusto argentino? Yo sé que los argentinos somos precisamente algo indefinible (risas).
—Hay, hay buenos lectores en Argentina, y hay cosas inteligentes. Igualmente, uno a primera vista diría se está leyendo menos ¿Cómo sacamos eso? Diría, por ejemplo, la gente en el tren lee menos que antes, es mi parámetro. O también por lo que te dicen las editoriales, la baja de las ventas. Por otro lado, yo creo que se está leyendo mejor en muchos casos ¿No? ¿Por qué? Por que se siguen autores que valen la pena, como digo, hay más filtro ¡En el buen sentido! ¿No? ¡Más referencias! Y muchas veces vienen por esta cuestión del blog, de la página; y ese mundo de los Inklings que yo decía, de estos tipos charlando entre ellos, muchas veces ¡ahora se da en los blogs! Yo me doy cuenta de eso: hay verdaderos…
—Eso no lo había pensado, pero hay verdadero Inklings. Si bien, los originales eran todos de Oxford y en cambio acá te permite tener un grupo de Inklings internacional.
—Y de hecho, este… los hay. Yo me escribo con algunos tipos. Más que nada leo lo que dicen.
—Entonces en esto sos positivo. No sé si más, pero se va a leer mejor...
—Y los chicos, cuando aparece alguna cosa nueva que valga la pena, lo leen. Por ejemplo, más allá del valor literario que pueda tener, el fenómeno de Harry Potter ¡es interesante! Cuando sale una cosa interesante la gente la lee ¿no? Porque está bien contado, porque es una historia, porque tiene un mundo secundario consistente, como decía Tolkien, entonces la gente lo lee y los chicos leen un libro de 300, 500 páginas. Eso es auspicioso, me parece. Yo, las primeras veces que veía gente en el tren leyendo a Tolkien, me ponía contentísimo, porque, en el año 1979/80, era una curiosidad, y después se expandió terriblemente. Y en general uno ve algunos leyendo cosas buenas, interesantes. Ahora, antes cuando uno tomaba el tren, en los `60 por ejemplo, todo el mundo leía, o había más gente que leía. Es verdad, que se leía, muchas revistas, el diario. Los diarios estaban mejor escritos. Los suplementos literarios eran mejores, me parece.
—Yo una vez recuerdo haber visto una chica en el tren, y estaba leyendo cierto autor que no voy a nombrarlo para no quemarlo. Premio Nobel de literatura que empieza con “S”
—Solyenitsin
—Noo. Más bien tirando para portugués, esa onda, no lo vamos a quemar más (risas). Estaba leyendo un libro enorme y, me llamó muchísimo la atención que, estaba leyendo, el desenlace del libro, con la cabeza apoyada en una mano. Yo pensaba, si soy el autor de ese libro y veo que el desenlace de mi libro lo leen con semejante interés, agarro y lo quemo (risas), porque, no sirve, no funciona, ¡a la hoguera! Qué ocurre: claro, es un premio Nobel ¡Cómo no lo vas a leer!
—Claro, también hay mucha gente que lee, digamos, para estar al día, o para tener tema de conversación, o porque piensa que hay que leerlo porque si no sos una bestia, y ese tipo de cosas así, más de consideración social. Pero, bueno, ahora soy más bien, como vos decís, positivo. Me parece que está bien la cosa.
Afuera es de noche y llueve. Nos miramos y nos damos cuenta que podríamos estar días enteros hablando de estos temas. Jorge me acompaña hasta la salida y me despide diciendo: “cuando vuelvas ya sabes por donde entrar”. Es decir, esta conversación no terminó.
© Juan Pablo Lionetti de Zorzi
Notas:
[1] Es importante resaltar que San Agustín, antes de entrar al sacerdocio, se había desposado (no casado). De la unión de los esponsales nació su hijo Adeoato. Al nacer el niño, su esposa los abandona. Adeoato muere muy joven, de una enfermedad, aproximadamente a los diez años de edad. San Agustín siempre describió a su hijo como su más importante influencia.
[2] Ver SAN AGUSTÍN, El maestro, Ed. A. Mi.Co., Bs. As., 2005, pág. 19.
[3] Inklings es un término del inglés antiguo que significa “amigos de la tinta”. Con ese nombre se autodenominaban un grupo de escritores que, al no encontrar autores que escribieran lo que a ellos les gustaba, decidieron hacerlo ellos mismos conformando, de ese modo, un auténtico movimiento. Se reunían todos los jueves para intercambiar opiniones y leer en voz alta sus creaciones. Owen Barfield, Hugh Dyson, Eric R. Eddison, C.S. Lewis, J.R.R. Tolkien, Charles Williams, fueron solo algunos de sus miembros.
[4] Por cualquier inquietud, recomendación o comentario que quieran hacerle al Dr. Jorge Ferro pueden dirigirse a jorgenferro @ yahoo . com .
Fuente: Para acceder a esta nota y otros articulos dirijase a: http://revistaaxolotl.com.ar/esp27-1.htm
No hay comentarios:
Publicar un comentario