«QUE CARGUE CON SU CRUZ»
San Luis Mª Grignion de Monfort
San Luis Mª Grignion de Monfort
Que cargue con su cruz. ¡La suya propia! Que ese tal, ese hombre, esa mujer excepcional que toda la tierra no alcanzaría a pagar, cargue con alegría, abrace con entusiasmo y lleve con valentía sobre sus hombros la propia cruz y no la de otro:
—la cruz, que mi Sabiduría le fabricó con número, peso y medidas;
—la cruz cuyas dimensiones: espesor, longitud, anchura y profundidad, tracé por mi propia mano con extraordinaria perfección;
—la cruz que le he fabricado con un trozo de la que llevé al Calvario, como fruto del amor infinito que le tengo;
—la cruz, que es el mayor regalo que puedo hacer a mis elegidos en este mundo;
—la cruz, constituida, en cuanto a su espesor, por la pérdida de bienes, las humillaciones, menosprecios, dolores, enfermedades y penalidades espirituales que, por permisión mía, le sobrevendrán día a día hasta la muerte;
—la cruz, constituida, en cuanto a su longitud, por una serie de meses o días en que se verá abrumado de calamidades, postrado en el lecho, reducido a mendicidad, víctima de tentaciones, sequedades, abandonos y otras congojas espirituales;
—la cruz, constituida, en cuanto a su anchura, por las circunstancias más duras y amargas de parte de sus amigos, servidores o familiares;
—la cruz, constituida, por último, en cuanto a su profundidad, por las aflicciones más ocultas con que le atormentaré, sin que pueda hallar consuelo en las creaturas. Estas, por orden mía, le volverán las espaldas y se unirán a mí para hacerle sufrir.
Que cargue.
Que la cargue: que no la arrastre, ni la rechace, ni la recorte, ni la oculte. En otras palabras, que la lleve con la mano en alto, sin impaciencia ni repugnancia, sin quejas ni críticas voluntarias, sin medias tintas ni componendas, sin rubor ni respeto humano.
Que la cargue. Que la lleve estampada en la frente, diciendo como San Pablo: Lo que es a mí, Dios me libre de gloriarme más que de la cruz de nuestro Señor Jesucristo, mi Maestro.
Que la lleve a cuestas, a ejemplo de Jesucristo, para que la cruz sea el arma de sus conquistas y el cetro de su imperio.
Por último, que la plante en su corazón por el amor, para transformarla en zarza ardiente, que día y noche se abrase en el puro amor de Dios, sin que llegue a consumirse.
La cruz. Que cargue con la cruz, puesto que nada hay tan necesario, tan útil, tan dulce ni tan glorioso como padecer algo por Jesucristo.
«NADA TAN NECESARIO»
En realidad, queridos Amigos de la Cruz, todos sois pecadores. No hay nadie entre vosotros que no merezca el infierno — y yo más que ninguno—. Nuestros pecados tienen que ser castigados en este mundo o en el otro. Si no lo son en éste, lo serán en el otro.
Si Dios los castiga en este mundo, de acuerdo con nosotros, el castigo será amoroso. En efecto, nos castigará su misericordia, que reina en este mundo, y no su rigurosa justicia; será un castigo ligero y pasajero, acompañado de dulzuras y méritos y seguido de recompensas en el tiempo y en la eternidad.
Pero, si el castigo que merecen los pecados cometidos queda reservado para el otro mundo, la justicia inexorable de Dios —que todo lo lleva a sangre y fuego— ejecutará la condena.
Castigo espantoso, indecible, inconcebible: ¿Quién conoce la vehemencia de tu ira? Castigo sin misericordia, piedad, alivio, mérito, límite ni fin. ¡Sí! ¡Castigo sin fin! Ese pecado mortal que en un instante cometisteis; ese mal pensamiento voluntario que escapó a vuestro conocimiento; esa palabra que se llevó el viento; esa diminuta acción contra la ley de Dios y que duró tan corto tiempo, serán castigados por toda una eternidad —mientras Dios sea Dios— con los demonios en el infierno, sin que ese Dios de las venganzas tenga piedad de vuestros espantosos tormentos, de vuestros sollozos y lágrimas, capaces de hendir las rocas. ¡Padecer eternamente sin mérito, sin misericordia y sin término!
Queridos hermanos y hermanas: ¿pensamos en esto cuando padecemos alguna pena en este mundo? ¡Qué suerte la que tenemos! Pues, al llevar esta cruz con paciencia, cambiamos una pena eterna e infructuosa por una pena pasajera y meritoria. Cuántas deudas nos quedan por pagar! ¡Cuántos pecados cometidos! Para expiar por ellos, aun después de una amarga contrición y una confesión sincera, tendremos que padecer en el purgatorio durante siglos y siglos por habernos conformado con unas penitencias bien ligeras durante esta vida. ¡Ah! Cancelemos, pues, amistosamente nuestras deudas en esta vida llevando bien nuestra cruz. En la otra vida, todo se paga hasta el último céntimo, hasta la menor palabra ociosa''. Si lográramos arrancar de manos del demonio el libro de muerte, en el que lleva anotados todos nuestros pecados y el castigo que merecen, ¡que debe tan enorme hallaríamos! ¡Y qué encantados quedaríamos de padecer durante años enteros en esta vida antes que sufrir un solo día en la otra!
Amigos de la Cruz: ¿no os preciáis de ser amigos de Dios o de querer llegar a serlo? Decidíos, pues, a beber el cáliz que es preciso apurar para ser amigos de Dios: Bebieron el cáliz del Señor, y llegaron a ser amigos de Dios. Benjamín —el mimado— halló la copa, mientras que sus hermanos sólo hallaron trigo. El discípulo predilecto de Jesús poseyó su corazón, subió al Calvario y bebió el cáliz: ¿Podéis beber el cáliz? Excelente cosa es desear la gloria de Dios. Pero desearla y pedirla sin decidirse a padecerlo todo es una locura y una petición extravagante: No sabéis lo que pedís. Tenemos que pasar mucho... Si, es una necesidad, algo indispensable. Tenemos que pasar mucho para entrar en el Reino de Dios.
Con razón os gloriáis de ser hijos de Dios. Gloriaos asimismo de los azotes que este Padre bondadoso os ha dado y dará, pues da azotes a todos sus hijos. Si no sois del número de sus hijos predilectos, ¡qué desgracia, qué maldición! Pues pertenecéis al número de los réprobos, como dice San Agustín. «Quien no gime en este mundo como peregrino y extranjero, no puede alegrarse en el otro como ciudadano del cielo» —añade el mismo Santo. Si Dios Padre no os envía, de vez en cuando, alguna cruz importante, es señal de que ya no se preocupa de vosotros. Está enfadado y os considera como extraños y ajenos a su casa y protección. O como hijos bastardos, que no merecen tener parte en la herencia de su padre ni tampoco son dignos de sus cuidados y correcciones.
Hay que sufrir como los santos...
Mirad, Amigos de la Cruz; mirad delante de vosotros una inmensa nube de testigos. Sin decir palabra, prueban cuanto os tengo dicho. Ved desfilar ante vosotros un Abel justo y muerto por su hermano; un Abrahán justo y extranjero en la tierra; un Lot justo y arrojado de su país; un Jacob justo y perseguido por su hermano; un Tobías justo y afligido de ceguera; un Job justo y empobrecido, humillado y hecho una llaga de pies a cabeza.
Mirad a tantos apóstoles y mártires teñidos con su propia sangre; a tantas vírgenes y confesores empobrecidos, humillados, arrojados, despreciados. Todos ellos exclaman con San Pablo: Mirad a nuestro bondadoso Jesús, el autor y consumador de la fe que tenemos en él y en su cruz. Tuvo que padecer para entrar, por la cruz, en su gloria.
Mirad, al lado de Jesús, una espada afilada, que penetra hasta el fondo en el tierno e inocente corazón de María, que nunca tuvo pecado alguno, ni original ni actual. ¡Lástima que no pueda extenderme aquí sobre los padecimientos de Jesús y de María, para hacer ver que lo que sufrimos no es nada en comparación con lo que ellos sufrieron!
Después de esto, ¿quién de nosotros podrá eximirse de llevar su cruz? ¿Quién no volará con presteza a los parajes donde sabe que le espera la cruz? ¿Quién no exclamará con San Ignacio Mártir: «¡Que el fuego, la horca, las bestias y los tormentos todos del demonio vengan sobre mí para que yo pueda gozar de Jesucristo!?».
«NADA TAN UTIL TAN DULCE»
Por el contrario, si sufrís como conviene, la cruz se os hará yugo muy suave, que Jesucristo llevará con vosotros. La cruz vendrá a ser como las dos alas del alma que se eleva al cielo; vendrá a ser el mástil de la nave que os llevará al puerto de la salvación feliz y fácilmente.
Llevad vuestra cruz con paciencia; esta cruz, bien llevada, os alumbrará en vuestras tinieblas espirituales, pues quien no ha sido probado por la tentación, sabe bien poco.
Llevad vuestra cruz con alegría, y os veréis abrasados en el amor divino, pues
sin cruces ni dolor
no se vive en el amor.
Las rosas se recogen entre espinas. Sólo la cruz alimenta el amor de Dios, como la leña el fuego. Recordad esta hermosa sentencia de la Imitación de Cristo: «Cuanta violencia os hagáis sufriendo con paciencia, tanto progresaréis en el amor divino».
Nada importante se puede esperar de esos cristianos indolentes y perezosos que rehúsan la cruz cuando les llega y que jamás se buscan prudentemente alguna por su cuenta. Son tierra inculta, que no producirá sino espinas, por no haber sido roturada, desmenuzada y removida por un experto labrador. Son como aguas encharcadas, que no sirven para lavar ni para beber.
Llevad vuestra cruz con alegría. Encontraréis en ella una fuerza victoriosa, a la cual ningún enemigo vuestro podrá resistir; una dulzura encantadora, con la cual nada se puede comparar. Si, hermanos, sabed que el verdadero paraíso terrenal consiste en sufrir algo por Jesucristo. Preguntad a todos los santos. Os contestarán que jamás gozaron tanto ni sintieron mayores delicias en el alma como en medio de sus mayores tormentos. «Vengan sobre mí todos los tormentos del demonio», decía San Ignacio Mártir. «O padecer o morir», decía Santa Teresa. «No morir, sino padecer», decía Santa Magdalena de Pazzis. «Padecer y ser despreciado por ti», decía San Juan de la Cruz. Y tantos otros hablaron el mismo lenguaje, como leemos en sus biografías.
Confiad en Dios, carísimos hermanos. Cuando padecemos con alegría y por Dios, la cruz se convierte en objeto de toda clase de alegrías para toda clase de personas, dice el Espíritu Santo. La alegría de la cruz es mayor que la del pobre que se ve colmado de toda clase de riquezas. Es mayor que la del campesino que es elevado al trono. Mayor que la del mercader que gana millones. Mayor que la del general que lleva su ejército a la victoria. Mayor que la de los prisioneros que se ven liberados de sus cadenas. En fin, imaginad las mayores alegrías de esta tierra: todas quedan superadas por la alegría de una persona crucificada que sepa sufrir bien.
Fuente: San Luis María Grignion de Montfort, Obras, Carta Circular a los Amigos de la Cruz,
B. A. C., Madrid 1984, pp. 18-25.30-32.34
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