martes, 23 de septiembre de 2008

Laicidad y laicismo.


LA AMBIVALENCIA DE LA LAICIDAD Y LA PERMANENCIA DEL LAICISMO: LA NECESIDAD DE RECONSTITUIR EL DERECHO PÚBLICO CRISTIANO



Por MIGUEL AYUSO




1. De nominibus non est disputandum? o Res denominatur a potiori?

Laicismo y laicidad. Dos términos emparentados. Con significados, por lo mismo, entrelazados. El primero, lo denota el sufijo “ismo”, ligado a una ideología. Una ideología, la liberal, basada en la marginación de la Iglesia de las realidades humanas y sociales. En efecto, el naturalismo racionalista puesto por obra en la Revolución liberal, y condenado por el magisterio de la Iglesia, recibió entre otros el nombre de laicismo. El segundo, relacionado en su inicio con una situación generada por esa ideología en la Francia del último tercio del ochocientos. Así pues, laicismo y laicidad como términos que expresan un mismo concepto.
Hoy, en cambio, parece que hay sectores interesados en contraponerlos. Principalmente el “clericalismo” (tomando el término en el sentido que le daba Augusto del Noce , esto es, la subordinación del discurso político e intelectual católico al dominante en cada momento) y la democracia cristiana. El laicismo agresivo se diferenciaría, así, de la laicidad respetuosa, y la pareja “laicismo y laicidad” se interpretaría disyuntivamente como “laicismo o laicidad”. Pero, ¿resulta fundada una tal oposición? ¿O más bien es dado hallar en la misma un simple matiz entre dos versiones de una misma ideología? Un indicio, entre muchos, y de singular relevancia, nos conduce hacia esta segunda posibilidad: la protesta que hacen los secuaces de la laicidad de respetar la “separación” entre la Iglesia y el Estado, con el consiguiente rechazo de la tesis del Estado católico. Ahora bien, la Iglesia no puede (sin traicionar su misión) dejar de afirmar que hay una ley moral natural, que Ella custodia, y a la que los poderes públicos deben someterse . Esto es, el núcleo del Estado (que no es el Estado moderno sino la comunidad política clásica) católico, de lo que se llama con terminología de origen protestante la “confesionalidad del Estado”, y –con denominación tradicional que presupone una mayoría sociológica– “unidad católica” .
Cuando se afirma que “ninguna confesión (religiosa) tendrá carácter estatal” –según hace, por ejemplo, el artículo 16 de la Constitución española– podría pensarse que no se ha salido del ámbito de esa tesis tradicional, ya que el Estado católico lejos de estatalizar la religión, se somete a su invariante moral del orden político . En la práctica, sin embargo, lo que se está postulando es el agnosticismo político, que no puede sino concluir exigiendo la sumisión de la Iglesia (previo olvido de su misión de garante de esa ortodoxia pública) al Estado: la “laicidad del Estado” siempre termina en la “laicidad de la Iglesia” , esto es, en la pretensión de que ésta renuncie a su misión y se limite a ofertar su “producto” (pura opción) dentro del respeto de las reglas del “mercado”. Esta ha sido siempre la lógica de la laicidad, pero que ahora –pasado el momento fuerte de las “religiones civiles”– se evidencia con toda claridad. Por lo mismo, ante la falsa oposición entre laicismo y laicidad debe proclamarse que “ni laicismo ni laicidad”.

2. Al principio… Non est potestas nisi a Deo.

Sin embargo, no siempre se produjo la confusión de hoy. No es del caso trazar la historia de las relaciones entre religión y política . Pero quizá sí lo sea recordar la constante de su vinculación recíproca y también el carácter moral de las instituciones y del poder político. Éste no es simple fuerza, sino que viene modalizado por su dimensión humana y moral . Tanto en su origen, pues no hay poder que no venga de Dios, como en su ejercicio, ya que se orienta al fin de –disciplinando las relaciones entre los hombres en sociedad– permitir que éstos sean más plenamente hombres. De ahí se deduce la exigencia (moral y aun religiosa) de obedecer los dictados del poder, cualquiera que sea el gobernante, pero también la posibilidad de desautorizarlo (en principio en cuanto a actos singulares, pudiendo llegar incluso a la resistencia y, en la escuela española, al tiranicidio) cuando deja de orientarse a su finalidad .
Igualmente, ese fundamento religioso del origen y ejercicio del poder no elimina su autonomía. En puridad esto ha ocurrido siempre, en el seno de cualquier civilización, pues la teocracia (por lo demás desconocida en el mundo cristiano pero no en otros universos culturales) no deja de ser un doble “truco” para disimular que en realidad Dios no gobierna directamente el mundo, sino por medio de causas segundas, y que hacer del gobernante el oráculo de Dios destruye la acción humana como libre y responsable, presidida por la virtud de la prudencia . Sin embargo, aunque la autonomía del poder temporal respecto del espiritual se pueda encontrar en el fondo de cualquier civilización, cuando se acierta a destapar –como se ha visto– el truco mendaz de la teocracia, su articulación más plena pertenece sólo al cristianismo. Éste conoce cosas de Dios y cosas del César. Éste exige también la Iglesia, distinta –a lo largo del tiempo– del Imperio, de los reinos y del Estado, constituida en autoridad que limita las potestades temporales. Así pertenece en exclusiva al cristianismo la existencia de un ámbito profano, laico, “distinto” pero no “separado” del ámbito religioso . Lo que se conoce como el régimen de Cristiandad articula esa dualidad, armónica y convergente más que polémica, aunque no exenta de conflictos, causados de sólito por la pretensión del poder temporal de arrogarse el derecho de definir la verdad (propio de la autoridad) o, en otras ocasiones, por el envilecimiento de ésta al conducirse como un poder. El cuadro de la Cristiandad, con sus luces y sus sombras, es de –en la famosa descripción leonina– la dichosa edad aquella en que la filosofía cristiana gobernaba las comunidades.

3. El Estado moderno y sus transformaciones: la puesta en plural del pecado original y la doctrina social de la Iglesia como contestación cristiana del mundo moderno.

Esta autonomía de lo temporal, tras el surgimiento del Estado, sufrirá una inflexión. El Estado, que es un orden territorial cerrado, nació para poner fin a las guerras de religión, de las que el mundo hispánico se vio libre por su unidad católica, de modo que se asentó como instancia de neutralización, indiferente ante las religiones. Pero, por otra parte, la Reforma protestante puso en marcha un proceso de secularización cuyas fases se han ido apurando hasta llegar a la situación presente . Primero independizando el orden humano del divino y dejando la religión como puro elemento político: cuius regio, eius et religio. Después poniendo el fundamento de la comunidad de los hombres en la voluntad humana, verdadera puesta en plural del pecado original . Más adelante, separando las distintas formas de la sociabilidad humana del influjo religioso, alcanzando –finalmente– hasta la propia familia en tal empeño .
La cuestión teológica y moral se hace política, social y familiar. De ahí el surgimiento de la doctrina social y política de la Iglesia stricto sensu(lato sensu es muy anterior), pues conforme la herejía se va tornando política y social, la respuesta a la misma ha de desenvolverse en ese orden: por eso el magisterio eclesiástico haya tenido en la edad contemporánea el carácter diferencial de ocuparse, de un modo inusitado en siglos anteriores, de cuestiones de orden político, cultural, económico-social etc. La doctrina social de la Iglesia aparece, por lo mismo, vinculada a la teología, y más concretamente a la teología moral, lo que la separa tajantemente de ideologías y programas políticos. Brota de formular cuidadosamente los resultados de la reflexión sobre la vida del hombre en sociedad a la luz de la fe y busca orientar la conducta cristiana desde un ángulo práctico-práctico o pastoral, por lo que no puede desgajarse de la realidad que los signos de los tiempos imponen y que exige una constante actualización del “carisma profético” que pertenece a la Iglesia. En consecuencia, concierne directamente a la misión evangelizadora de la Iglesia, ofreciéndonos todo un cuerpo de doctrina centrado en la proclamación del Reino de Cristo sobre las sociedades humanas como condición única de su ordenación justa y de su vida progresiva y pacífica.
En puridad tal doctrina no es meramente reactiva, sino afirmativa, aunque incorpore elementos de rechazo del mundo moderno, por lo que converge con la doctrina y las acciones denominadas contrarrevolucionarias, esto es, opuestas a la Revolución, entendida ésta como acción descristianizadora sistemática por medio del influjo de las ideas e instituciones . De consuno, pues, la filosofía política contrarrevolucionaria y la doctrina social de la Iglesia han consistido en una suerte de “contestación cristiana del mundo moderno”. Hoy, no sé hasta qué punto su sentido histórico –el de ambas, aunque de modo distinto– está en trance de difuminarse, pero en su raíz no significó sino la comprensión de que los métodos intelectuales y, por ende, sus consecuencias prácticas y políticas, del mundo moderno, de la revolución, eran ajenos y contrarios al orden sobrenatural, y no en el mero sentido de un orden natural que desconoce la gracia, mas en el radical de que son tan extraños a la naturaleza como a la gracia .

4. La ruina espiritual de un pueblo por efecto de una política.

De ahí que se pueda afirmar como moralmente cierta, sin caer en confusión de planos o incurrir en una interpretación errónea de lo que pertenece al Evangelio y a la vida cristiana, la conexión entre los procesos políticos y la descristianización que se ha producido en los últimos siglos, especialmente en los últimos decenios, de modo singular en España: “Precisamente porque aquel lenguaje profético del Magisterio ilumina, con luz sobrenatural venida de Dios mismo, algo que resulta también patente a la experiencia social y al análisis filosófico de las corrientes e ideologías a las que atribuimos aquel intrínseco efecto descristianizador. Lo que el estudio y la docilidad al Magisterio pontificio ponen en claro, y dejan fuera de toda duda, es que los movimientos políticos y sociales que han caracterizado el curso de la humanidad contemporánea en los últimos siglos, no son sólo opciones de orden ideológico o de preferencia por tal o cual sistema de organización de la sociedad política o de la vida económica (…). Son la puesta en práctica en la vida colectiva, en la vida de la sociedad y de la política, del inmanentismo antropocéntrico y antiteístico” .
Por eso se ha hablado de “la ruina espiritual de un pueblo por efecto de una política”. Sin embargo, no puede obviarse que tal política, en el caso español objeto de examen, y aun en una consideración más universal, fue no sólo avalada sino en algún modo incluso impulsada por el Vaticano, que estaría en el origen de esa política que habría producido la ruina espiritual de nuestro pueblo.
La trayectoria histórica de España en relación con la presencia socialmente operante de la fe católica ha presentado, sin duda, caracteres especiales en la Edad moderna, ligados a la identificación de España con la Cristiandad decadente, a la que sucede tras la expansión americana en una suerte de christianitas minor que prolongó el primado de la Iglesia cuando en el “concierto europeo” comenzaba a imponerse el primado del Estado (moderno). En la Edad contemporánea, por su parte, la revolución liberal, tras la senda de la –entre nosotros– excepcional heterodoxia del dieciocho, introdujo una herida en esa cristiandad de residuo, dejando sólo una christianitas minima, la del pueblo tradicional en combate –bélico con frecuencia– contra la pretensión de fundar un “orden” neutro, coexistente, sin referencia a la comunidad de fe y prescindente de la unidad católica . Varias veces derrotada, pero nunca vencida definitivamente, rebrotará en el siglo XX en la ocasión singular de la guerra de 1936-1939 y sólo parecerá secarse con los cambios del desarrollismo tecnocrático de los sesenta y, sobre todo, tras el cambio constitucional que implicó un fugaz éxito de la aconfesionalidad, con la “nueva laicidad”, esto es, la que no se alza contra la Iglesia sino que la ha penetrado hasta el punto de asumir la “separación” del orden temporal y del religioso. La nueva laicidad no es otra que el viejo laicismo, en versión postmoderna, en el fondo radicalizada por su carga disolvente, y que ha invadido a la propia Iglesia. Así, el arbusto se ha convertido en un gran árbol cuya sombra llega a donde nunca se hubiera sospechado .

5. Las incoherencias de la predicación actual y la reedificación del derecho público cristiano.

Por ello, en la coyuntura presente el gran asunto es el que un gran obispo español acertó a cincelar en una frase no complaciente: “Iglesia y comunidad política: las incoherencias de la predicación actual descubren la necesidad de reedificar la doctrina de la Iglesia”.
Juan Pablo II, en uno de los últimos actos de su pontificado, dirigió una carta a los obispos franceses en el centenario de la Ley francesa de separación de la Iglesia y el Estado, de 1905, condenada por san Pío X en Vehementer nos(1906). En la carta comienza afirmando, por el contrario, que “el principio de la laicidad, al que vuestro país se halla tan ligado, si se comprende bien, pertenece a la doctrina social de la Iglesia”. Frase equívoca, máxime si se tiene en cuenta que se dirige a los obispos de Francia en ocasión de una ley francesa. Pero la ambigüedad se prolonga acto seguido, a través del recordatorio “de la necesidad de una justa separación entre los poderes”. Pues, por vez primera, no es la “distinción” entre los poderes la que se reclama, sino la “separación”. Equívoco agravado por el hecho de que la ley de 1905 llevaba en su rúbrica precisamente el término “separación. Finalmente, la carta da un paso más, al establecer que “el principio de no-confesionalidad del Estado, que es una no-inmisión del poder civil en la vida de la Iglesia y de las diferentes religiones, como en la esfera de lo espiritual, permite que todos los componentes de la sociedad trabajen al servicio de todos y de la comunidad social”.
Así pues, no salimos de la ambigüedad en ese terreno. Con graves consecuencias. Pues la Iglesia no acierta a reafirmar el derecho público cristiano.

Fuente: www.carlismo.es

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