Visitación de la Virgen a su parienta Isabel
Explicación
El episodio de la Visitación tuvo lugar poco después de la Anunciación, probablemente los meses de abril-junio del mismo año del nacimiento del Señor. La narración de Lucas conserva toda la ingenuidad, sencillez y unción propias del Evangelio de la Infancia. Es un trazo delicioso que une la narración de las dos concepciones y los dos nacimientos, del Bautista y Jesús.
Gabriel había aludido, en la Anunciación de la encarnación del Verbo, a la maternidad de Isabel, parienta de María. Ignórase el grado de parentesco que uniese a las dos benditas mujeres: es opinión antiquísima, sostenida por San Hipólito, que las madres ambas eran hermanas, de la tribu de Judá, de las que casaría una en la familia de Aarón y otra, la madre de la Virgen, en la familia de David. Serían, en esta hipótesis, primas hermanas.
La salutación (39-45)
Y en aquellos días, no inmediatamente después de la visita del ángel, sino después de algunos días que pasaría la Señora en la contemplación y acción de gracias por los altísimos misterios que en ella se habían obrado, levantándose María, en lo que se expresa el propósito y los preparativos de un viaje, fue con prisa a la montaña, a una ciudad de Judá. Va con prisa la Virgen, empujada por el gozo de la fausta nueva que comunicará a su prima y por los solícitos cuidados que desea prodigarla: la caridad no sufre demoras. Sola, o en compañía de una sirvienta, quizás aprovechando la coyuntura de algún conocido que subiese a Jerusalén, a pie o montada en humilde asnilla, cabalgadura corriente en su tiempo, como lo es aún hoy en aquel país, sale María de la Galilea, atraviesa la Samaria y parte de la Judea hasta internarse en la región montañosa de Judá y entrar en la ciudad donde mora su prima. El camino es largo e ingrato, 127 kilómetros, en el que invertiría la Virgen unas cinco jornadas.
Bájase, para subir luego a Jerusalén, a unos 800 metros de altitud, y descender otra vez al valle de Ain Kârim.
Y entró en casa de Zacarías. La tradición señala dos casas propiedad de Zacarías en Ain Kârim: una a la entrada del pueblo llegando a Jerusalén, en la vertiente oriental del valle; en ella residía habitualmente el santo matrimonio y allí, en una gruta semejante a la descrita en la casa de la Virgen, nació el Bautista: levántase hoy en aquel sitio la Iglesia de la Natividad, con una residencia de Padres Franciscanos. Al lado opuesto del valle y a medio kilómetro de distancia estaría emplazada la otra casa, a la que se refiere el texto y donde tuvo lugar la Visitación. Se levanta hoy allí el Santuario de la Visitación, cuya visita produce emoción profunda: allí se pronunció por vez primera el Magnificat, como en la otra casa fue pronunciado el Benedictus. Tal vez el mismo Evangelio de Lucas favorezca esta tradición cuando dice que Isabel, después de su concepción, se retiró durante cinco meses (v. 24). Pasaría de su residencia habitual a la otra casa, situada en las afueras.
Y saludó a Isabel: saluda la joven a la anciana, la excelsa Madre de Dios a la menos digna: es señal y ejemplo de humildad. Y cuando Isabel oyó la salutación de María, el niño dio saltos en su seno, y fue llena Isabel del Espíritu Santo: La presencia del Verbo encarnado llena de bendiciones al Bautista y a su madre. Las primeras gracias de Jesús al mundo vienen por mediación de María: así será en toda la historia del cristianismo. El niño salta de gozo en el seno de la madre: es una exultación absolutamente sobrenatural, consciente, según la mayor parte de los intérpretes, por la que el Precursor demuestra conocer y saluda al Mesías. La madre queda llena del Espíritu Santo, con luces abundantes y extraordinarias para conocer los misterios en su prima obrados. Y exclamó en alta voz, signo de su emoción y entusiasmo, producidos por la irrupción del divino Espíritu, y dijo: Bendita tú entre las mujeres: es la repetición de las palabras del ángel a María. Saludada ésta como la única exenta de toda maldición, Isabel rinde homenaje al Mesías ante el cual se halla: Y bendito el fruto de tu vientre, es decir, obra exclusiva de tu concepción virginal, santificado, hasta como hombre, con la plenitud de toda gracia.
Isabel, que a la claridad de la revelación divina ha visto la grandeza de la Madre y del Hijo que van a hospedarse en su humilde casa, se admira de la gran dignación de su Señor y de su Madre al visitarla, y expresa humildemente su indignidad: Y, ¿de dónde esto a mí, que la Madre de mi Señor venga a mí? ¿Dónde están mis méritos para favor tan alto? Y cuenta luego a su parienta la forma con que el Precursor, su Hijo, ha manifestado sensiblemente la presencia de su Dios: Porque he aquí que tan pronto como llegó la voz de tu salutación a mis oídos, dio el niño saltos de gozo en mi seno: es el Precursor, que ha conocido al Mesías y que empieza a ejercer su oficio desde el seno materno. Y dirigiéndose Isabel otra vez a la Madre, alaba la magnitud de su fe: Bienaventurada tú que creíste, que tuviste fe; fe la más heroica que pudo Dios exigir a una criatura, por la magnitud de la promesa, por lo peregrino del hecho anunciado a la Virgen, por la profundidad de los misterios que en él se encierran, por lo nuevo e insólito de la forma de la encarnación del Verbo; y, no obstante todo ello, dócilmente, con plenitud y rapidez de asentimiento, has creído la palabra del ángel y lo estupendo de los hechos que te anunció. Lo has creído y será así, que jamás falta Dios a su palabra: Porque tendrá cumplimiento lo que te fue dicho de parte del Señor.
El Magnificat (46-55)
A las alabanzas de Isabel responde María con el sublime cántico que perdurará tanto como la humanidad y resonará perpetuamente por todos los ámbitos del mundo: el «Magnificat», canto de un alma agradecida, nobilísima y santísima, «el grito más magnífico que jamás haya salido de humano pecho». Cantó María, hermana de Moisés, dice Alberto Magno, cuando vio al pueblo de Israel libre de las manos del Faraón (Ex. 15); cantó Débora al ser libertado el pueblo de manos de Sísara (Jud. 5); y, ¿no cantará María virgen al Libertador universal? Mejor cantará que cuantos cantaron sólo las figuras del gran misterio. También cantó Moisés al dar al pueblo de Dios su ley; cantó Ana al engendrar al profeta fiel; más dignamente canta María, que da al mundo al Legislador y al Señor de los profetas.
Y dijo María... Como Isabel, y más que ella, está María llena del Espíritu Santo, que ha venido ya sobre la Madre de Dios (v. 35). Pero contrasta el acento, reposado y sereno, de María con los transportes de su prima: es que su alma estaba llena de Dios; habitaba en Ella la plenitud substancial de la divinidad; en sus palabras se transparenta la noble elevación, la paz tranquila que da la posesión de Dios. Acostumbrada la Virgen a la lectura de las Escrituras, conservando en su memoria los rasgos principales de los antiguos cánticos relativos al Mesías, proyecta María en su hermoso poema toda la fuerza y belleza de los mismos, añadiendo la luz nueva que le comunica el divino Espíritu de que esta llena.
Tiene el cántico tres estrofas. La primera, vv. 46-50, es una efusión de gratitud hacia Dios, que tales gracias había obrado en ella. Mi alma engrandece al Señor: la que había sido alabada por el ángel y por Isabel, devuelve a Dios todas sus alabanzas, le ensalza y reconoce su excelsitud. Y mi espíritu se regocijó en Dios mi Salvador: son todas las potencias, toda su vida, la que exulté de gozo en el misterio de la encarnación, que fue salvación para ella y el mundo. Alma y espíritu son palabras equivalentes: es la Virgen, todo su ser, que alaba y admira y canta a Dios, y que salta de gozo santísimo al ver la realidad de la salvación universal.
Y da María la razón de su gratitud exultante: Porque (Dios) miró la bajeza de su esclava. En el lenguaje de la Escritura, cuando mira Dios a uno es para colmarle de dones, como volverle el rostro es indicio de males y castigos. Ha mirado Dios benignamente la bajeza de su sierva, humilitatem, no la humildad virtud, que la verdadera humildad no se reconoce a sí misma, sino la vileza, la insignificancia, la nada: esto piensa y dice de sí María. No podía darse mayor abajamiento en menos palabras. La ha mirado Dios y la ha hecho su Madre: de la nada la ha levantado por sobre toda pura criatura; esta situación de privilegio en el mundo, única, que constituye a María en un plano sólo inferior a Dios, que la da una relación única con Dios, pues la hace Esposa , Hija y Madre de Dios, atraerá hacia ella pensamiento y corazón de todos los humanos, que la considerarán y alabarán como la más feliz de todas las criaturas: Pues ya desde ahora, ha empezado su prima Isabel, me dirán bienaventurada todas las generaciones. La historia nos dice cuán magníficamente se ha cumplido esta profecía de María: todos los cristianos, de todos los pueblos y tiempos, han celebrado y celebrarán la maternidad divina de María; ella es la gloria y ornamento perdurable de la humanidad. Ninguna criatura, después de su Hijo, ha sido más bendecida que ella.
Como da María la razón del gozo que tan profundamente la conmueve, y que la ha hecho romper en el himno magnífico, así la da del honor que la dispensarán las generaciones; Porque me ha hecho cosas grandes el que es poderoso. Mayores no podían ser los prodigios que obró Dios en esta criatura: la sola encarnación del verbo en sus entrañas es la obra clásica del poder de Dios: «Señor, ésta es tu obra» (Hab. 3, 2); la maternidad divina, el parto virginal que seguirá; la propia concepción inmaculada y la plenitud de gracia de María son un prodigio del poder de Dios. De su poder y de su santidad: Y su nombre es santo: sólo de una santidad infinita podía salir la santísima obra de la encarnación, destinada a producir la santidad en el mundo. Porque la encarnación es como el principio de la gran función de misericordia que ejercerá Dios a través de los siglos por la aplicación de sus frutos a los hombres que le adoren y obedezcan: Y su misericordia de generación en generación sobre los que le temen.
En la estrofa segunda, vv. 51-53, canta la Virgen a la Providencia de Dios, que suele anonadar el orgullo y exaltar la humana pequeñez para sus altos fines. Es tesis absolutamente cristiana, y al demostrarla María en las contraposiciones sucesivas no hace más que dar nueva prueba de su humildad. Desplegó la fuerza de su brazo: el brazo es el símbolo del poder y del valor; Dios despliega esta fuerza reduciendo a la impotencia a sus soberbios enemigos que alimentaban en su corazón proyectos contra El, a Satanás ante todo, y a todo hombre que se oponga a los designios divinos: Dispersó a los que se ensoberbecían con los pensamientos de su corazón. Derribando de sus pedestales a los dinastas y tiranos que abusaban de su imperio, de su poder, de su fuerza, y colmando de honores y dignidades a los insignificantes y obscuros: Destronó a los poderosos, y ensalzó a los humildes. Despojando de sus bienes a los hombres de la opulencia, del fausto y del opíparo vivir, para colmar de hartura a los hambrientos: Colmó de bienes a los hambrientos, y a los ricos dejó vacíos. Recuerda esta estrofa muchos pasajes de la historia del pueblo de Dios; pero las palabras de María recibirán plenitud y confirmación de otras análogas que pronunciará su divino Hijo en la predicación de su Evangelio.
En la última estrofa, 54-55, como buena hija de Israel, se goza la Virgen en el cumplimiento de las promesas que había hecho Dios a su pueblo: Recibió a Israel su siervo, acordándose de su misericordia; tomó Dios como de la mano al pueblo que escogiera un día para su pueblo; y, a pesar de sus prevaricaciones, hizo con él la gran misericordia de levantarle de su postración, enviándole su Salvador: con ello manifiesta Dios que es fiel a su palabra. Tal vez aluda aquí María a la profecía del «Siervo de Dios», de Isaías (42,1): el siervo de Dios sería Jesús, verdadero Israel, «luchador con Dios», que con poder divino vence a los enemigos.
Recuerda la Virgen en estos momentos las antiguas promesas de Dios hechas a los famosos patriarcas: Tal como lo dijo a nuestros padres. Y, abrazando de una sola mirada la totalidad del pueblo de Dios sobre el que se ha hecho la gran misericordia, dice María al terminar su cántico: Abraham y su descendencia por los siglos. Estas últimas palabras no están ligadas a «nuestros padres», sino a «Israel, su Siervo»: Abraham y su descendencia con el objeto de la misericordia de Dios.
Pronunciando el hermosísimo cántico por «nuestra cantora», como la llama San Agustín , María permaneció con Isabel como tres meses. Su presencia llenó la casa de bendiciones, más que el Arca de la Alianza, tipo de la nueva Arca , Foederis Arca, llenó la casa de Obededom (2 Reg6, 11) de toda suerte de bienes; y los solícitos cuidados de criatura tan santa fueron gozo y alivio de la anciana prima en los últimos meses de su embarazo.
Y se volvió a su casa: regresó a su soledad de Nazareth para prepararse en el recogimiento la venida de su Hijo, Mesías y Salvador del mundo. Aunque no son pocos los intérpretes que creen lo contrario, parece más probable que María quedó en casa de su prima hasta después de alumbrar ésta al Bautista. La razón de la caridad que, con otras muchas, hace valer nuestro Maldonado en pro de esta opinión, no deja de tener gran fuerza tratándose de la piadosísima Madre de Jesús. Quedara ella allí en la hora del trabajo, o regresara a su país, tenía poder bastante para lograr fuera feliz el advenimiento al mundo de quien había saltado de gozo a su sola presencia.
Lecciones morales
A) v. 40. — Y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. — María, en su visita a Isabel, nos da ejemplo de civilidad, de caridad, de humildad, de abnegación. La profesión de la virtud cristiana no nos releva de las obligaciones que la naturaleza nos impone; antes bien las urge y las ennoblece. Parentesco y amistad imponen especiales deberes que no tenemos con la generalidad de nuestros prójimos; y en el cumplimiento de los mismos debemos observar las virtudes de María: la caridad, que levanta y dignifica, al cristianizarlas, todas las afecciones de carne y sangre; la humildad, hija de la caridad, que facilita el cumplimiento de los deberes y evita choques y rozamientos con quienes debemos convivir; la abnegación, que nos hace prestar con eficacia y mérito los servicios a quienes debemos prestarlos.
B) v. 42. — Bendita tú entre las mujeres... — Debemos tener confianza ilimitada en el poder y amor de la Madre de Jesús, cuya sola presencia atrae sobre la dichosa casa de su prima tantas bendiciones del cielo. Como Isabel hizo con ella, debemos alabarla y bendecirla: Dios lo quiere; el ángel lo había hecho ya en nombre de Dios. Debemos abrirle, como su santa prima, los senos de nuestra alma; el amor filial así lo reclama: somos hijos suyos, e hijos de su Hijo.
C) v. 49 — Porque me ha hecho grandes cosas el que es poderoso. — Dios ha hecho en nosotros, como en María, grandes cosas. Si no nos ha concedido las grandes prerrogativas que a Ella, nos ha hecho partícipes de todas. A cada uno de nosotros han llegado los efectos de la encarnación y redención. Como ella podemos decir que Dios es «mi Salvador». Si el reino del Hijo de María no tendrá fin, nosotros hemos sido llamados a formar parte de él, en el tiempo y en la eternidad. Las mismas grandezas de María han llegado a nosotros en forma de ejemplaridad, de eficaz protección que puede dispensarnos, de demostración de lo que el amor y el poder de Dios son capaces cuando se trata de dignificar a una criatura. Todo ello debe ser incentivo de nuestro celo en alabar y glorificar, con toda nuestra alma y vida, a quien nos ha hecho participes de tanta grandeza.
D) v. 51 — Dispersó a los que se ensoberbecían... —En esta actitud de Dios debemos aprender el aborrecimiento de toda hinchazón y soberbia, del pensamiento y del corazón y de la vida. Preeminencias , poder, fuerza, riquezas, prestigio, todo debemos subordinarlo al poder y al querer de Dios. No hacerlo, es condenarnos a una absoluta ineficacia para el bien; quizás a una deplorable eficacia para el mal; probablemente a un descrédito en el mismo orden humano; seguramente al peligro de que abrevie Dios su mano con nosotros en el tiempo; o, lo que es mucho peor, que merezcamos una eternidad desgraciada.
E) v. 54 — Recibió a Israel su siervo, acordándose de su misericordia — Toda la historia de la humanidad en sus relaciones con Dios es como una lucha entre la miseria del hombre y la misericordia divina. Olvídase el siervo de su Señor y le ultraja, infringiendo su ley pero el Señor le busca y le recibe en su misericordia si el hombre se arrepiente. ¿Cuántas veces hemos salido del seno misericordioso de nuestro Señor? Y cada vez que hemos querido retornar a él, se ha acordado él de su misericordia. ¡Cuántas acciones de gracias y cuánta fidelidad le debemos a Dios nuestro Señor!
F) v. 56 — Y María permaneció con ella como unos tres meses... Permaneció allí, dice San Ambrosio, no sólo por razón del parentesco y del auxilio que había de prestar a su prima, sino para bien y provecho del Bautista. Porque si el primer instante de su presencia le llevó la santificación y el conocimiento del Hijo, ¿qué no sería durante su permanencia prolongada en aquella casa? — Para que aprendamos el espíritu de continuidad en nuestro bien obrar, que es el que da mayor fecundidad a nuestra acción, en nosotros mismos y en los demás. ¡Cuántas obras bien comenzadas se malogran por el descuido, o por el cansancio, o por la falta de prudencia que nos hace retirar de ellas a destiempo!
Dr. D. Isidro Gomá y Tomás, El Evangelio Explicado, Vol. I, Ed. Acervo, 6ª ed., Barcelona, 1966, p. 264-271
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