Lamentación de la espada.
Fue así la guerra y mi temible lumbre se convirtió por doquier en signo de la Majestad.
Aparecí como sublime instrumento de la providencial efusión de sangre y en mi inconsciencia maravillosa de elegida del Destino, comulgué con todos los sentimientos humanos capaces de acelerarla.
Tengo sin duda el derecho de sentirme orgullosa, pues fui apasionadamente adorada.
Puesto que era la mensajera o la acólita del Señor Altísimo hasta en la aparente iniquidad de mis vías, pronto se apercibieron que cumplía con una tarea divina y llegó el día en que el heroísmo occidental me dio precisamente la forma sagrada del instrumento de suplicio que me había sido preferido para la Redención…
Pero es tan repugnante lo que sucede en este siglo de roña, desautorizado por la misma canalla del infierno, que ya no sé dónde deberá empaparme el Exterminador un día para purificarme de los usos inauditos que de mí se han hecho. Me he convertido en el último recurso y en la amante fatídica de rufianes en litigio y de periodistas vendidos cuya purulencia espantaría a Sodoma.
Proyectos de hombres, microscópicos Judas, logrados quien sabe por qué fétidos ayuntamientos de viejos venenosos, no contentos con volcarse recíprocamente sobre la cabeza sus almas de estiércol, aún se atreven a dirimir por mi intermedio sus querellas de lupanar.
Osan tocar con sus manos podridas, capaces de oxidar los rayos del día, la Espada de los Ángeles y de los Caballeros…
Y soy yo, la antiquísima Espada de los Mártires y de los Guerreros, la empleada en esta tarea de albañal.
Pero que tengan cuidado, los palafreneros nocturnos de la yegua popular. Devoro lo que toco y apelaré de mí misma ante mí misma para castigar a mis profanadores.
Mis lamentos son misteriosos y terribles. El primero perforó los cielos y ahogó la tierra. El segundo hizo correr dos mil años de Orinocos de sangre humana, pero en el tercero, el de ahora, estoy a punto de recuperar mi forma primera. Voy a volver a ser la espada de llamas y los hombres al fin sabrán, para reventar de espanto, qué cosa es este remolino del que se habla en la Escritura.
Fue así la guerra y mi temible lumbre se convirtió por doquier en signo de la Majestad.
Aparecí como sublime instrumento de la providencial efusión de sangre y en mi inconsciencia maravillosa de elegida del Destino, comulgué con todos los sentimientos humanos capaces de acelerarla.
Tengo sin duda el derecho de sentirme orgullosa, pues fui apasionadamente adorada.
Puesto que era la mensajera o la acólita del Señor Altísimo hasta en la aparente iniquidad de mis vías, pronto se apercibieron que cumplía con una tarea divina y llegó el día en que el heroísmo occidental me dio precisamente la forma sagrada del instrumento de suplicio que me había sido preferido para la Redención…
Pero es tan repugnante lo que sucede en este siglo de roña, desautorizado por la misma canalla del infierno, que ya no sé dónde deberá empaparme el Exterminador un día para purificarme de los usos inauditos que de mí se han hecho. Me he convertido en el último recurso y en la amante fatídica de rufianes en litigio y de periodistas vendidos cuya purulencia espantaría a Sodoma.
Proyectos de hombres, microscópicos Judas, logrados quien sabe por qué fétidos ayuntamientos de viejos venenosos, no contentos con volcarse recíprocamente sobre la cabeza sus almas de estiércol, aún se atreven a dirimir por mi intermedio sus querellas de lupanar.
Osan tocar con sus manos podridas, capaces de oxidar los rayos del día, la Espada de los Ángeles y de los Caballeros…
Y soy yo, la antiquísima Espada de los Mártires y de los Guerreros, la empleada en esta tarea de albañal.
Pero que tengan cuidado, los palafreneros nocturnos de la yegua popular. Devoro lo que toco y apelaré de mí misma ante mí misma para castigar a mis profanadores.
Mis lamentos son misteriosos y terribles. El primero perforó los cielos y ahogó la tierra. El segundo hizo correr dos mil años de Orinocos de sangre humana, pero en el tercero, el de ahora, estoy a punto de recuperar mi forma primera. Voy a volver a ser la espada de llamas y los hombres al fin sabrán, para reventar de espanto, qué cosa es este remolino del que se habla en la Escritura.
León Bloy
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