A Garcia Moreno
Porque sabio es aquel que saborea
las cosas como son, y señorea
con el don inefable de la ciencia.
O descubre que en Dios se vuelve asible
la realidad visible y la invisible.
Llamaremos virtud a su sapiencia.
Porque al Principio el Verbo se hizo hombre,
encarnado en María, cuyo nombre
el Ángel pronunció como quien labra.
Toda voz cuando fiel es resonancia
de la celeste voz y en consonancia,
llamaremos invicta a su palabra.
Porque viendo flamear las Dos Banderas,
izó la que tenía las señeras
bordaduras de sangre miliciana.
Prometió enarbolarla en un solemne
ritual latino del amor perenne.
Diremos que su vida fue ignaciana.
Porque sufrió el castigo del destierro,
persecuciones duras como el hierro
–si en herrumbres el alma se forjaba–.
Enfrentó con honor la peripecia
por defender la patria y a la Iglesia.
Diremos que su guerra fue cruzada.
Porque podía, con el temple calmo,
versificar hermosamente un salmo,
penitente de fe y de eucaristía.
Mientras en Cuenca, Loja o Guayaquil
empuñaba la espada y el fusil.
Proclamaremos su gallarda hombría.
Porque probó que el Syllabus repone
el orden en el alma y las naciones,
desafiando el poder de la conjura.
Bajó la vara de la justa ley,
alzó el gran trono para Cristo Rey.
Proclamaremos grande su estatura.
Porque sabía en clásico equilibrio
inaugurar un puente o un Concilio,
unir la vida activa al monacato.
En el gobierno fue arquitecto o juez,
estratega o liturgo alguna vez.
Nombraremos egregio a su mandato.
Porque asistió a los indios y leprosos
con la humildad de los menesterosos
y el señorío de los reyes santos.
Cargó en Quito la Cruz sobre su espalda.
De España amó el blasón en rojo y gualda.
Nombraremos su gloria en nuevos cantos.
Porque las logias dieron la sentencia
de difamarlo con maledicencia,
matándolo después en cruel delirio.
Pagó con sangre el testimonio osado
de patriota y católico abnegado.
Honraremos la luz de su martirio.
Era agosto y lloraban las laderas,
las encinas, el mar, las cordilleras
del refugio que el águila requiere.
Un duelo antiguo recorría el suelo.
Una celebración gozaba el cielo.
Todo Ecuador gritaba: ¡Dios no muere!
Antonio Caponnetto
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