Y dale con la Inquisición....
Por Victor Messori
La imprudencia –o la impudicia– de las ideologías no deja de llenarme de estupor. Un publicista, Adriano Petta, ha publicado un artículo titulado «Los esqueletos de la Santa Inquisición». Dejá vu, naturalmente. Digamos, de al menos dos siglos y medio. Es como para pasar de largo, si no fuera porque el texto ha sido publicado en «Il Manifesto», uno de los dos o tres periódicos en todo Occidente que todavía se proclama en la cabecera «diario comunista».
Para otros periodos históricos se han hecho recuentos precisos: un sólo año de Revolución Francesa, el 1793 del Gran Terror, causó muchas más víctimas que todos los siglos de todas las inquisiciones unidas (los protestantes, de hecho, no bromearon: la Ginebra de Calvino se iluminó con las hogueras, la Alemania luterana se dio a la caza de brujas casi como un deporte nacional; la última masacre alentada por los pastores puritanos de Salem, Massachusetts, raya el umbral de 1800). En cuanto al comunismo, sigue aumentando el número –¿cien millones de muertos?– pero quizá no se sepan nunca las cifras precisas de una masacre que duró setenta años, en nombre de la exigencia de imponer «la ortodoxia» contra las «desviaciones». Que es justo lo que se denuncia en el fenómeno inquisitorial cristiano. Resulta difícil, por tanto, tomarse en serio las prédicas que llegan desde ciertos púlpitos.
Propaganda antiespañola. Sea como sea, el colaborador de «Il Manifesto» termina su arenga contra la Inquisición que le indigna, la religiosa, con un vigoroso «¡Basta ya de vanas tentativas de revisionismo!». Es curioso: un estudioso de la Historia que pretende congelar un esquema previo de condena, rechazando someter la vulgata del panfleto decimonónico a la verificación de los hechos. En realidad, todo aquel que frecuenta la bibliografía actualizada, sabe que el juicio sobre las Inquisiciones (incluso sobre la española, la más difamada de todas) está hoy mucho más articulado. Existe todavía quien, como Luigi Firpo, insospechado maestro del laicismo y de anticlericalismo, ya hace veinte años auspiciaba la apertura de los archivos, llevada a cabo más tarde por el cardenal Ratzinger: «El examen de los dossieres beneficiaría mucho a la Iglesia. Caerían muchos pedazos de la Leyenda Negra, descubriendo que los procesos se caracterizaban por una gran corrección formal y una red de garantías inimaginable para los tribunales laicos de la época. Las condenas a muerte y las torturas fueron la excepción: las imágenes que todos tenemos de los tormentos y que hemos visto en los libros del colegio fueron impresas en Amsterdam y Londres, alentadas por la propaganda protestante en el marco de la lucha contra España por la hegemonía en el Atlántico.
El pecado del anacronismo. No se trata, naturalmente, de pasar de la execración a la admiración: es cierto que, más allá de la redimensión (necesaria) de los horrores, el historiador auténtico debe evitar aquí, como en cualquier otro lugar, el pecado mortal del anacronismo. El pasado hay que valorarlo según sus categorías, no según las nuestras: la actividad de aquellos tribunales se inspiraba en la necesidad de proteger la vida social, cuya tranquilidad se basaba en una fe común; y estaba movida por el ansia sincera de practicar la más alta de las caridades: la espiritual.
Así como las autoridades de hoy en día consideran su obligación la tutela de la salud de los ciudadanos, la Iglesia católica estaba convencida de tener que responder ante Dios de la salvación eterna de sus hijos. Salvación que corría peligro a causa del más tóxico de los venenos: la herejía.
Burda propaganda. Discursos complejos, se entiende, que exigirían otro artículo. Aquí, basta poner sobre aviso y señalar que pertenece a una burda propaganda y no a una historiografía presentable el sumario del artículo de «Il Manifesto»: «Un programa de la RAI se hace cómplice del Vaticano para reescribir la Historia y rehabilitar a la Inquisición, madre de todas las torturas y masacres de inocentes». Los lectores merecen algo mejor.
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