lunes, 18 de agosto de 2008

Iglesia y democracia


La lucha contra la Iglesia y particularmente contra la civilización cristiana se desarrolla en forma sistemática desde el Protestantismo y el filosofismo, continúa con el liberalismo y culmina hoy con el comunismo moscovita.

Por el R. P. Julio Meinvielle

La presente guerra no está ajena a esta lucha y aunque la decisión militar a favor de uno de los bandos no se haya de mirar como necesariamente decisiva para imponer en el orbe una reforma universal anticristiana, no cabe duda que en la realidad concreta puede resulta decisiva. No en vano, la paz de Westfalia inaugurara la dominación del filosofismo y el Congreso de Viena el siglo

del liberalismo y el Tratado de Versalles la difusión del comunismo. La reunión de Dumbarton Osaks no permite llamarse a engaño respecto al propósito del más larvado de los bandos que, en la seguridad de tener en sus manos el triunfo no oculta ya los temibles planes de dominación universal que trae escondidos bajo el embeleso de las grandes palabras de cristianismo y democracia. Táctica secular del iluminismo, tan antigua como el mundo, cuando el enemigo del linaje humano escondía la muerte bajo la perfidia del eritis sicut dii, seréis como dioses.

Los planes de dominación anticristiana universal comunes a la Rusia de Stalin como a los Estados Unidos de Roosevelt, serán aplicados inexorablemente si el esperado triunfo se materializa.

Inglaterra cada día cuenta menos y su decadente influencia puede ser motivo decisivo para que abandone, si puede, la participación en un planteo que perjudica visiblemente a sus intereses.

Si se examina con atención, puede observarse que los dos grandes vocablos cristianismo y democracia, tras la ventaja que tienen de sugerir en forma vaga e indefinida los dos grandes bienes – paz religiosa y paz civil- que los pueblos de algún modo apetecen, sirven precisamente par destruir los valores concretos y reales donde estos bienes se encuentran. Porque no hay realmente cristianismo sino en el catolicismo. Y el catolicismo es hoy destruido en nombre del cristianismo. Y la democracia entendida como un régimen de convivencia política donde se ofrezca a todos los ciudadanos las garantías de paz civil no se encuentra sino en un Estado, jerárquico y autoritario. Estado que es hoy furiosamente combatido en nombre de la democracia.

Por otra parte, el pensamiento tradicional de la Iglesia, siempre y especialmente en los Documentos Pontificios de la última centuria, desde Gregorio XVI hasta Summi Pontificatus de Pío XII no deja de enseñar que la civilización cristiana resulta de la unión substancial de la Iglesia –forma sobrenatural universal, necesaria para la salud eterna y temporal de los pueblos- con los Estados, que son la realidad más alta del orden natural. Iglesia y Estado, Sacerdocio e imperio, altar y trono, cruz y espada, he aquí las dos sublimes realidades, encarnación la una de lo sobrenatural y la otra de lo natural, de lo eterno y de lo temporal, que deben asociarse para que haya paz en los pueblos.

Precisamente porque la civilización cristiana se constituye por la concordia del sacerdocio y del imperio, toda la lucha de los enemigos seculares del nombre cristiano se concentra, con furor diabólico, en la destrucción de la Iglesia por una parte, del Estado por otra y especialmente de todo vínculo que asegure su concordia. Y es curioso observar cómo en nombre de principios cristianos se pretende debilitar la fortaleza de los Estados y en nombre de los derechos de los Estados se debilita la influencia de la Iglesia, retrayéndola de la vida temporal de los pueblos.

Existe una correspondencia sorprendente entre lo que la Iglesia y la razón enseñan sobre los constitutivos del orden cristiano y la táctica que para su destrucción adoptan los enemigos de este orden. La lucha por el debilitamiento de la noción de catolicismo se hace cada día más sensible. Se pretende hacer aparecer como odiosa e intolerable la concepción de una Iglesia, única, con una dogmática invariable, propuesta como necesaria tabla de salvación para el hombre. Y lo más curioso y verdaderamente diabólico es que, en nombre de la Iglesia, en virtud de novísimas orientaciones pontificias, quiere hacerse aceptable el concepto de una Iglesia Católica que puede y debe convivir a la paz, en medio de las demás familias religiosas disidentes. De aquí el intento, muchas veces repetido, el ecumenismo, de encontrar un punto de coincidencia que asegure la paz de las diversas confesiones “cristianas”, el propósito de crear una tónica sentimental mística que responda universalmente a los anhelos religiosas de la humanidad; el afán por erigir en fórmula de

valor universal la pertenencia al alma de la Iglesia de los no católicos, ( por supuesto, siempre que se avengan a luchar contra el nazismo, el peor de los totalitarismos); el conato, cada vez más desembozado, de establecer franca colaboración de católicos y no-católicos para luchar “en defensa del cristianismo” (?), en contra de los totalitarismos y a favor de la democracia, y de la dignidad de la persona humana y de la libertad; todos estos son otros tantos síntomas de una campaña sistemática emprendida con el fin de diluir en las conciencias de los pueblos la personalidad de una Iglesia Católica y romana, única, fuera de la cual no hay salvación eterna ni temporal para los pueblos.

La campaña, a su vez, por el debilitamiento de la noción de Estado, ha arreciado fuertemente en nuestros días.

Alineando tendenciosamente documentos pontificios o pastorales de obispos e invocando los derechos del hombre y de la democracia, se ha llegado a crear un clima en que la resistencia al poder público deba ser mirada como signo distintivo de ortodoxia católica. Pareciera que un católico que no adopte una posición de alerta frente al Estado, debiera ser mirado como sospechoso de su fe.

No queremos negar que el Estado, como todo otro valor creado, pueda erigirse en valor absoluto, sin otros límites que su propia prepotencia; pero, ¿Acaso estos peligros pueden hacernos olvidar su nobilísima excelencia y la eficacia de su fortaleza para el establecimiento de un orden que sin él es absolutamente imposible?

Aquí aparece la mala fe de los enemigos de la civilización cristiana que utilizando los sabios y justos reproches que la Iglesia ha formulado contra las exageraciones del Estado o de la nación o de la raza, especialmente en los casos de l’Action Française, o del Fascismo o del nacional-socialismo, levantan estas condenaciones a un primer plano, como si fueran los supremos y fundamentales peligros y sobre todo como si fueran condenaciones de la misma autoridad del Estado, de suerte que el hombre corriente, asediado por la propaganda, se ve inevitablemente inducido a pensar que todo robustecimiento de la autoridad del Estado es un mal y que la Iglesia prescribe la delicuescente democracia moderna.

Pero hay todavía más. La única manera de evitar la desorbitación de los Estados está en su sometimiento a un poder más alto y universal que le señale límites a su jurisdicción.

Y este es el Poder supremo espiritual cuya autoridad alcanza a todo cuanto de algún modo toca a la conciencia. Era de prever entonces que los celosos enemigos del totalitarismo – católicos y no-católicos– se iban a constituir en esforzados sostenedores de la supremacía del Poder de la Iglesia y de la necesidad de que a su jurisdicción se le someta, en atención a lo espiritual, el poder de los Estados. Pero no es así. Los enemigos de los totalitarismos lo son también de la subordinación de los Estados a la Iglesia, como lo son, bien examinados, de una Iglesia Católica, única y perfectamente definida.

Y para hacer horrible la imagen popular de la concordia del Estado con la Iglesia, estos enemigos no dejan de pintarla a la manera de una irritante teocracia clerical como si, de acuerdo a ella, los gobernantes no pudieran actuar en la órbita de sus funciones sin la venia de los clérigos.

El sometimiento de los Estados a la Iglesia no significa otra cosa, en cambio, sino que los Estados han de moverse en su órbita propia –que es la del bien común temporal– en conformidad con los imprescriptibles dictámenes de la razón y de la justicia; no significa otra cosa que su actuación debe ser moral o sea conforme a los fines del hombre y que todas las leyes que deben regular su actividad han de conformarse con las divinas leyes del Evangelio, cuya custodia permanece, por inalterable disposición de Dios, en manos de la Iglesia.

¿Y quién no ve que cuando la órbita de actividad del Estado se desenvuelve en conformidad con las prescripciones de la Iglesia se alcanza, y sólo entonces se alcanza, la felicidad de los pueblos, el bienestar de las familias, el ordenamiento económico-social justo y bienhechor, los legítimos derechos de la persona humana, el ejercicio saludable de las auténticas libertades?

¿A qué considerar entonces la concordia de la Iglesia y del Estado por el lado accesorio y superficial1, esto es, cómo han de ser las relaciones administrativas de los

En este equívoco estriba la respuesta de Maritain a las críticas que le formula el Canónigo Pérez, de Santiago de Chile, y que la publicación “Tiempos Nuevos” de aquí, publica, victoriosamente, como una réplica definitiva a los artículos publicados por mí contra los errores de Maritain, Ducatillón y los suyos. Aprovecho aquí para manifestar que el comentario que Jean Emese hace en la revista “Solidaridad” de Noviembre último de mis artículos referentes a Maritain y donde su autor necesita ocultarse bajo el anónimo para improvisar sobre un tema que, al parecer, no le resulta accesible, no merece mayor atención.

Sin embargo, dejando a un lado las intrigantes alusiones y calificaciones, de carácter personal, que

precisamente por afectar meros derechos de la persona humana puede uno pasar por alto, vamos a puntualizar cinco graves errores del presumido articulista. 1º El documento del “Sillón” no fue escrito contra el modernismo sino contra la “Democracia cristiana” de Marc Sagnier y, a pesar de haber sido escrito hace treinta y cuatro años, conserva todo el valor de documento del Magisterio de la Iglesia y, en carácter de tal, es invocado por los teólogos para refutar errores posteriores y aun anteriores. 2º En ningún momento he podido calificar de “herejías” sino de “errores teológicos” o “errores en la fe”, los errores de Lamennais, como corresponde en la técnica teológica que el articulista ignora. 3º La argumentación que formulo contra el dignatarios eclesiásticos con los gobernantes, o cómo la situación de los clérigos en el Estado, cuando, en lo esencia, consiste ella en la conformidad de la vida y actividad del Estado a la concepción de vida prescripta por la Santa Iglesia?

Lo importante es reconocer que el orden y la paz de los pueblos debe venir de arriba hacia abajo, por el sometimiento de lo inferior a lo superior. La Iglesia, forma universal del orden humano, sancionado por Dios, comunica su virtud ordenadora a los Estados, que ejercen su jurisdicción en el ámbito del ordenamiento de la vida común temporal del hombre; los Estados a su vez comunican orden a las familias y asociaciones económicosociales que integran la comunidad civil; y las familias y sociedades particulares aseguran el ejercicio de los legítimos derechos a los individuos humanos. Así surge el orden auténtico que asegura la paz.

Los enemigos de la civilización cristiana, en cambio, siguiendo las huellas del diablo, que es Dios invertido, y del Anticristo, que es Cristo invertido, y usando las palabras cristianismo y democracia, invierten este orden, y en nombre de los derechos de la persona humana destruyen al Estado y en nombre de los derechos del estado, Dad al César lo quees del César, destruyen a la Iglesia.

En nombre de la dignidad de lo inferior se destruye la jerarquía superior de la que aquélla está pendiente y se prepara el camino para la entronización de peligrosos amos. En esto radica el provechoso juego de la democracia. Los agentes del universalismo del Anticristo, tras esta palabra destructora, derriban el poder espiritual de la Iglesia y el poder temporal de los Estados, y en un mundo de plutócratas y de proletarios, mentirosamente igualitario, pueden imponer sus seculares planes de dominación universal.

Lo más lamentable es que en este juego cuentan con la colaboración de excelentes católicos. Así Tristán de Athayde en una reciente página2 escribe: “Lo que tenemos que defender hoy con todas las armas del corazón y de la inteligencia, no es el privilegio de la Iglesia o la protección de los Estados, mas sí la independencia de la Iglesia y las libertades cívicas de los ciudadanos de un mundo impregnado de servilismo totalitario”. Y no advierte concepto de “nueva cristiandad” de Maritain en mi artículo del 13 de octubre, no se funda, como lo supone mi anónimo crítico, en las palabras “instaurar” y “Distinto” sino en las palabras de Maritain “esencialmente distinto”. Dos seres que difieren “esencialmente” son dos substancias diferentes. La “nueva cristiandad” sería otra sustancia que la cristiandad medieval, lo que contradice las citadas palabra de Pío X que no admite entre una y otra más que diferencias accidentales. 4º En el turbio examen a que somete el párrafo de mi artículo “El mito de la persona humana” no ha entendido Jean Emese que la obligación de dar la vida sólo es necesariamente obligatoria cuando se trata de defender derechos más altos que los de la persona humana, como son los de la Iglesia o de la patria. Y si hace años he defendido, precisamente contra Maritain, el carácter de santa, de la guerra civil española, es porque se llevó a cabo, como lo testimonió Pío XI y el Episcopado español, en defensa de la religión y en contra del comunismo ateo. La insidiosa alusión del emboscado redactor de que ella se cumplió para “quitar la vida al prójimo”, es falsa e injuriosa a la Jerarquía Eclesiástica. 5º Respecto al desafío que se me hace para que ostente un solo texto donde Maritain propugne que hay que emanciparse de los principios tradicionales de la civilización cristiana, remito al punto 3º de esta nota, y remito al libro íntegro “Cristianismo y Democracia” de Maritain, todo él, en la corriente del “naturalismo democrático” que el gran teólogo Garrigou-Lagrange condena como anticristiano en el artículo

“Las exigencias del fin último en materia política”. 2 Publicación de los Colaboradores de “Criterio” en homenaje a Monseñor Gustavo J. Franseschi. 5 el ilustre autor que al posponer los principios rectores de la concepción de la civilización cristiana que deben ser igualmente y con el mismo ardor defendidos hoy como ayer y como mañana y sustituirlos por un programa mínimo, adaptado a las circunstancias, está coincidiendo, en toda la vigencia de la realidad concreta, con los enemigos seculares del nombre cristiano.


Publicado en Revista VERBO nº 266 Año XXVIII Septiembre 1986

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