El desarrollo orgánico de la liturgia
Como alternativa a los reformistas radicales y a sus adversarios intransigentes, el desarrollo adecuado de la liturgia es posible solamente prestando atención a las leyes que desde dentro sostienen este “organismo” |
por Joseph Ratzinger
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Están los defensores denodados de la reforma, que consideran una culpa intolerable que, en ciertas condiciones, haya sido readmitida la celebración de la santa Eucaristía según la última edición del Misal anterior al Concilio, la de 1962. Al mismo tiempo, sin embargo, consideran la liturgia como “semper reformanda”, de modo que al final es cada “comunidad” la que hace su “propia” liturgia, en la que se expresa a sí misma. Un Liturgisches Kompendium [Compendio litúrgico, n. de la r.] protestante (preparado por Christian Grethlein y Günter Ruddat, Gotinga, 2003) presentó recientemente el culto como «proyecto de reforma» (págs. 13-41) reflejando el modo de pensar incluso de muchos liturgistas católicos.
Por otra parte, están los críticos encarnizados de la reforma litúrgica, que no sólo critican su aplicación práctica, sino también sus bases conciliares. Estos ven la salvación sólo en el rechazo total de la reforma.
Entre estos dos grupos, los reformistas radicales y sus adversarios intransigentes, se pierde a menudo la voz de aquellos que consideran la liturgia como algo vivo, algo que crece y se renueva en el momento en que se recibe y se realiza. Estos, por lo demás, siguiendo la misma lógica, insisten también en que la liturgia puede crecer sólo si se preserva su identidad, y subrayan que su desarrollo adecuado es posible solamente prestando atención a las leyes que desde dentro sostienen este “organismo”. Como un jardinero acompaña a una planta durante su crecimiento teniendo en cuenta sus energías vitales y sus leyes, así la Iglesia debería acompañar respetuosamente el camino de la liturgia a través de los tiempos, distinguiendo lo que ayuda y cura de lo que violenta y destruye.
Estando así las cosas, hemos de tratar de definir cuál es la estructura interna de un rito, además de sus leyes vitales, de modo que encontremos también las sendas justas para preservar su energía vital en el transcurso de los tiempos, para incrementarla y renovarla.
El libro de dom Alcuin Reid se sitúa en esta línea. Recorriendo la historia del Rito romano, (misa y breviario), desde sus orígenes hasta las vísperas del Concilio Vaticano II, el autor trata de establecer cuáles son los principios de su desarrollo litúrgico, tomando de la historia, con sus altibajos, los criterios en que ha de basarse toda reforma.
El libro está dividido en tres partes. La primera, muy breve, analiza la historia de la reforma del Rito romano desde sus orígenes hasta finales del siglo XIX. La segunda parte está dedicada al movimiento litúrgico hasta 1948. La tercera –con mucho la más amplia– trata de la reforma litúrgica bajo Pío XII, hasta la víspera del Concilio Vaticano II. Esta parte resulta muy útil, porque ya no se recuerda mucho dicha fase de la reforma litúrgica, a pesar de que precisamente en ella –como también en la historia del movimiento litúrgico, evidentemente– se encuentran todas las cuestiones sobre las modalidades correctas para una reforma, lo que permite asimismo adquirir criterios de juicio. La decisión del autor de quedarse en el umbral del Concilio Vaticano II es muy inteligente. De este modo evita entrar en la controversia ligada a la interpretación y recepción del Concilio, ilustrando el momento histórico y la estructura de las varias tendencias, la cual resulta determinante para la cuestión sobre los criterios de la reforma.
Al final de su libro, el autor enumera los principios para una reforma correcta: ésta debería estar de igual manera abierta al desarrollo y a la continuidad con la Tradición; debería sentirse ligada a una tradición litúrgica objetiva y hacer que la continuidad substancial quede salvaguardada.
El autor, además, de acuerdo con el Catecismo de la Iglesia católica, subraya que «ni siquiera la suprema autoridad de la Iglesia puede cambiar la liturgia a su arbitrio, sino solamente en virtud del servicio de la fe y en el respeto religioso al misterio de la liturgia» (CCC n. 1125; pág. 258 del libro). Otros criterios son la legitimidad de las tradiciones litúrgicas locales y el interés por la eficacia pastoral.
El autor, además, de acuerdo con el Catecismo de la Iglesia católica, subraya que «ni siquiera la suprema autoridad de la Iglesia puede cambiar la liturgia a su arbitrio, sino solamente en virtud del servicio de la fe y en el respeto religioso al misterio de la liturgia» | |
Es importante al respecto interpretar correctamente la “continuidad substancial”. El autor nos pone en guardia sobre el camino errado por el que nos puede llevar una teología sacramentaria neoescolástica desvinculada de la forma viva de la liturgia. Partiendo de ella se podría reducir la “substancia” a la materia y a la forma del sacramento, y decir: el pan y el vino son la materia del sacramento, las palabras de la institución son su forma; sólo esto es necesario, todo lo demás puede cambiarse. En este punto modernistas y tradicionalistas están de acuerdo. Basta que exista la materia y que se pronuncien las palabras de la institución: todo lo demás es “al gusto de uno”. Por desgracia muchos sacerdotes actúan hoy siguiendo este esquema; y hasta las teorías de muchos liturgistas, por desgracia, siguen esta orientación. Quieren superar el rito por considerarlo como algo rígido y construyen productos de su invención, que consideran pastoral, en torno a este núcleo restante, que de este modo queda arrinconado en el reino de lo mágico o es privado completamente de su significado.
El movimiento litúrgico había intentado superar este reduccionismo, producto de una teología sacramentaria abstracta, y enseñarnos a considerar la liturgia como el conjunto vivo de la Tradición hecha forma, que no se puede desmenuzar en trozos pequeños, sino que debe ser visto y vivido en su totalidad viva. Quien, como yo, en la fase del movimiento litúrgico inmediatamente anterior al Concilio Vaticano II, se sintió atraído por esta concepción, puede sólo constatar con profundo dolor la destrucción de lo que más interesaba a dicho movimiento.
Quisiera comentar brevemente otras dos intuiciones presentes en el libro de dom Alcuin Reid. El arqueologismo y el pragmatismo pastoral –éste, por lo demás, es a menudo un racionalismo pastoral– son equivocaciones. Podríamos describirlos como una pareja de gemelos profanos. Los liturgistas de la primera generación eran en su mayoría historiadores y, por consiguiente, propensos al arqueologismo. Querían desenterrar las formas más antiguas en su pureza original; veían los libros litúrgicos en uso, con sus ritos, como expresiones de proliferaciones históricas, fruto de pasados malentendidos e ignorancia. Se trataba de reconstruir la Liturgia romana más antigua y limpiarla de todos los añadidos posteriores. No era algo totalmente desacertado; pero la reforma litúrgica es, de todos modos, algo diferente a una excavación arqueológica, y no todos los desarrollos de algo vivo deben seguir la lógica de un criterio racionalista/historicista. Esta es también la razón por la que –como el autor justamente señala–, en la reforma litúrgica, los expertos no deben tener la última palabra. Expertos y pastores tienen cada uno su propio papel (así como en política los técnicos y los que están llamados a decidir representan dos niveles distintos). Los conocimientos de los estudiosos son importantes, pero no pueden ser transformados inmediatamente en decisiones de los pastores, que son los que tienen la responsabilidad de oír a los fieles a la hora de poner en práctica con inteligencia y junto con ellos lo que hoy ayuda o no ayuda a celebrar los sacramentos con fe. Una de las debilidades de la primera fase de la reforma después del Concilio era que los expertos fueron casi los únicos en llevar la voz cantante. Habría sido mejor que los pastores hubieran tenido más autonomía.
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Quisiera detenerme ahora en el hecho de que, en el compendio litúrgico antes citado, el culto ha sido presentado como “proyecto de reforma”, es decir, algo continuamente en obras. Semejante, aunque algo diferente, es la sugerencia, que hacen algunos liturgistas católicos, de adaptar la reforma litúrgica al cambio antropológico de la modernidad y de construirla de modo antropocéntrico. Si la liturgia es ante todo el taller de nuestra actividad, entonces quiere decir que hemos olvidado lo esencial: Dios. Porque la liturgia no trata de nosotros, sino de Dios. Olvidar a Dios es el peligro más inminente de nuestro tiempo. A esta tendencia la liturgia debería contraponer la presencia de Dios. Pero ¿qué ocurre si el olvido de Dio entra incluso en la liturgia, si en la liturgia pensamos sólo en nosotros mismos? El primado de Dios debería ocupar siempre el primer puesto en toda reforma litúrgica y en cada celebración litúrgica.
Con esto he ido mucho más allá del libro de dom Alcuin. Pero creo que, de todos modos, ha quedado claro que este libro, con la riqueza de sus ideas, nos enseña criterios y nos invita a reflexionar más. Por esto recomiendo su lectura.
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