miércoles, 13 de agosto de 2008

La marcha.
Por Romano Guardini

¿Cuántos saben realmente marchar? Marchar no es correr, ni simplemente caminar. Es un movimiento pausado. El que marcha tiene los pies elásticos, no se arrastra con languidez; progresa virilmente. Lleva el cuerpo erguido, libre; no como quien va encorvado bajo el peso de un fardo; no titubea; guarda proporción y firme simetría en sus pasos.

Marchar bien es arte noble. Arte que concilia la disciplina con la libertad, la fuerza con la gracia, la condescendencia con la firmeza, el sosiego con la energía conquistadora. Según se trate de un hombre o de una mujer, ese paso será marcial, expresión de una actitud combativa o apacible y gracioso; reflejará el ánimo de defensa o ataque, o revelará la tranquilidad que reina en el interior.

¡Y qué bella resulta la marcha cuando es piadosa! Ella puede llegar a ser un verdadero acto de culto religioso. Ejemplo típico de ello es el fiel que atraviesa la iglesia con respeto y avanza penetrado del sentimiento de hallarse bajo los ojos del Altísimo. Basta recordar esas escoltas divinas que son las procesiones. Es verdad que muchas veces el Señor avanza en medio de turbas despreocupadas y curiosas que se aprietan y empujan. Pero, ¡qué gracia indescriptible y qué poesía adquiere de pronto la Fiesta cuando todos acompañan a la Hostia con espontánea piedad a través de calles y campos; cuando todos la siguen, orando...: los hombres con paso marcial, las madres venerables, las doncellas con su gracia purísima y los jóvenes con el espíritu despierto!

¡Esas procesiones de penitencia y de súplica podrían ser una oración verdaderamente viviente: la encarnación de la oración! Podrían personificar la presencia viva de la culpa y encarnar el clamor contrito, la indigencia humana; pero un grito templado por la confianza cristiana, que sabe cómo domina Dios nuestras faltas y miserias, así como una voluntad firme y sosegada domina las demás fuerzas de nuestra vida. La conciencia cristiana, la culpa, la miseria encarnadas son las que desfilan en nuestras procesiones. Bajo un cielo de esperanzas. Porque cuando se cree en un Dios viviente, la culpa no es una fuerza fatal.

¿No es verdad que la marcha expresa la nobleza del hombre? Porque ese cuerpo que por el dominio del alma se mantiene recto, dueño de sus movimientos; que avanza con paso seguro, es privilegio suyo exclusivo. Marchar con el cuerpo recto significa ser hombre.

Pero somos algo más que simples hombres. «Sois una raza divina» –nos dice la Escritura–. Nacidos de Dios, liemos adquirido una forma nueva. Cristo vive en nosotros de manera especial, gracias al Sacramento misterioso del altar: su Cuerpo está en nuestro cuerpo y su Sangre circula en nuestras venas. «Porque aquel que come mi carne y bebe mi sangre –ha dicho El mismo–, mora en Mí y Yo en él». Cristo crece en nosotros, nosotros en El, siempre más profundamente, en todas las direcciones, hasta quedar en El identificados, hasta llegar a «la plenitud de Jesucristo», hasta que El se haya formado en nosotros y hasta que todo nuestro ser y nuestras acciones: comer, dormir, orar –todo: nuestros juegos y trabajos, nuestras alegrías y nuestras lágrimas–, lleguen a trocarse en «vida de Cristo». Ningún símbolo expresará con más fuerza y con más profunda belleza este misterio que es la marcha. La marcha es, pues –transfigurada en este profundo misterio de nuestra incorporación a Cristo–, el cumplimiento del consejo: «Ambula coram ine et esto perfectus»: Camina ante Mí y serás perfecto. ¡En las Procesiones marcha el Cuerpo Místico de Cristo hacia su plenitud!

Pero todo este misterio se realizará tan sólo si marchamos en la plenitud de la veracidad. La marcha sólo tiene esa belleza de símbolo cuando se funda en la verdad, jamás cuando se inspira en la afectación y en la vanidad.


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