domingo, 3 de agosto de 2008

ESBOZO DE JUAN VAZQUEZ DE MELLA

Juan Vazquez de Mella.


"Los hombres malos y seductores irán de mal en peor, engañando y siendo engañados ... arguye, enseña, exhorta ... pues vendrá un tiempo en que no sufrirán la sana doctrina, antes deseosos de novedades se amonotanarán conforme a sus pasiones ..." S. Pablo, Timoteo II, 3, 13, 14.

"El hombre no puede constituirse a sí mismo ni a su propia libertad sino es sobre el fundamento de esta verdad (la de Dios). P. Victorino Rodríguez O. P.

Antes que nada, unas breves palabras para explicar (o, mejor, para justificar) la presencia del autor de estas líneas al lado de uno de los pensadores más preclaros y encumbrados del mundo hispanoparlante, don Rafael Gambra. El lector se preguntará con toda razón (junto con el propio firmante) porqué tiene que intervenir el discípulo al socaire del maestro, qué tiene que hablar el menor después que lo ha hecho el mayor. Interrogantes sin respuestas, excepto una: la solicitud del director de esta publicación quien de esta suerte demuestra ser mejor amigo que buen crítico.-

Para ir directamente al tema propuesto -la señera figura de Juan Vázquez de Mella, en verdad y a Dios gracias, de mayor envergadura intelectual que política y más doctrinaria que legislativa, como se dirá un poco más adelante- conviene instalarlo en su época; si esta ubicación en un contexto histórico determinado importa, incluso es imprescindible, en general para todos aquellos personajes que han hecho obra o ejercido influencia, en el especial caso de Vázquez de Mella esta remisión resulta por completo inevitable, además de provechosa. Esto, por lo menos, por dos motivos; el primero para comprender de un modo acabado la importancia y la significación de Vázquez de Mella en la vida pública de la España de fines del siglo pasado y comienzos de éste; el segundo porque su figura y, en especial, su empresa teórica y práctica -una empresa de reflexionar sobre España y de rescatar sus reservas y potencias actualizándolas, poniendo en aplicación las leyes que rigen a la patria como organismo vivo, movilizando las energías históricas olvidadas- adquiere singular importancia y utilidad en estos tiempos caratulados como "posmodernos", expresión que si algo puede definir es la descripción de un tiempo sin valores o con dominio preeminente de los disvalores; en rigor, la proclamada "muerte de las ideologías" -circunstancia de la que tantos se han felicitado sin comprenderlo y todavía no del todo comprobada- que acompaña al fin de centuria y de milenio, no constituye, a nuestro juicio, un acto liberador de las rigideces de un pensamiento abstracto, en ocasiones utópico y en ocasiones de un racionalismo seco (aunque de un cientismo de irrebatible atractivo), sino que supone y esconde la extinción, el abandono o el rechazo de los valores naturales (o, simplemente, de la naturaleza misma). Es preciso aclarar que aquí no se toma el término "ideología" en su acepción más frecuente hoy, que es peyorativa; pensamos más bien en un sistema de ideas a aplicar, no en un sistema lógico que contendría, en opinión de sus seguidores, las claves de la realidad toda, sin importarles que la historia y la vida y la misma naturaleza corran por afuera, por carriles propios. Pues bien, la prédica de Vázquez de Mella -constante, incansable, coherente, sin contradicciones ni resquicios- se nos muestra, en las actuales horas de desasosiego y aun de desesperanza, como ejemplo de un ardor llevado al grado de heroísmo, de una intransigencia que llega a los bordes del martirio y de una entrega que toca los límites del suicidio político. Porque él es el que recupera la memoria perdida del alma española, reconstruye su pasado como un programa a proponer, reconquista sus tradiciones (culturales e institucionales) como respuestas a los viejos y nuevos problemas que acosan a la nación. Efectivamente, ese enorme esfuerzo de puesta en vigencia de un nunca desaparecido universo de ideas y de principios católicos e hispanos, le exigió al pensador asturiano desafiar al mundo circundante, casi exiliarse (aun cuando fue diputado durante largos años) de su sociedad, marginarse de los éxitos y premios que el poder puede y suele conceder a quiénes lo frecuentan sin desafiarlo,a quiénes aceptan la convivencia y la connivencia en ciertas condiciones que se asemejan a la rendición. Hace ya mucho tiempo que el pensamiento auténticamente tradicional -el que sólo se inspira en la Verdad, sin adjetivos ni aditamentos, sin desfiguraciones ni adecuaciones, que se sabe adaptar (mediante la virtud de la prudencia) a las circunstancias sin someterse a ellas- vive ese exilio y sufre el escarnio de la incomprensión, de la burla y del silencio. Esto ocurre en España y en todo Occidente, bajo la amenaza de la deserción o del cansancio; ese riesgo es inmenso, inmediato y mortal y contra él hay que estar muy precavido y es necesario reaccionar a tiempo y con energía, como lo hizo Vázquez de Mella, con el sacrificio de sus expectativas políticas (a las que tenía pleno derecho, por cierto) y la renuncia a las gratas recompensas. Es que sólo comprendió la política como servicio al bien común y a éste como la conformación de una sociedad que, ajustada a un ordenamiento natural, posibilitara la formación de ciudadanos virtuosos. No declinar, no abdicar, volver una y otra vez a las fuentes nunca cegadas de la tradición viva y de los cimientos inconmovibles. Esperar contra toda esperanza, esto parece haber sido su lema; resistir a la tentación de la transigencia, rechazar el convite (constantemente abierto en la mayor parte de los casos) de buscar un lugar en el interior del sistema que se aspira a modificar; no permitir que se empañen la verdad ni las verdades en las que se creen y de las que se vive, he aquí las reglas maestras de un comportamiento que hoy nos puede y nos debe servir de ejemplo y de referencia, de guía y de acompañamiento.-

Porque, sin duda, Vázquez atravesó las mismas sombras que hoy nos atenazan y sufrió las mismas debilidades que hoy nos muerden para confundirnos y distraernos. El mundo quiere que renunciemos a nuestro bagaje de sabiduría recibida y de riquezas heredaras, que dejemos de ser lo que somos y lo que éramos, que perdamos la memoria, que nos fracturemos, que empecemos a cada momento de nuevo. Es, claro, la más efectiva forma de asegurar la muerte de la tradición. Vázquez de Mella no trepidó ni en las más extremas situaciones de abandono; no renunció sino a sí mismo, seguro como estaba de la certeza del triunfo final (no definitivo porque ello sería antihistórico) de su ideario y de sus proyectos. Dios no le concedió en Su Providencia la felicidad de contemplar la eclosión religiosa y nacional que habría de purificar a la patria de sus entrañas poco tiempo después de su muerte (falleció en 1928) a través de la última cruzada. Es trágico comprobar que su vida transcurrió entre dos derrotas, la segunda guerra carlista y el advenimiento de la nefasta república, levantada casi punto por punto sobre y contra los restos de lo más entrañable y propio del ser español. Pero él había sido uno de los arquitectos de la reconstrucción de 1936, uno de los inspiradores de esa reacción que habría de volver el estado a la nación en un proceso inverso al que se venía gestando desde la Revolución Francesa. Fue -por su función histórica y por su aptitud para ver más allá de su presente- un profeta en el sentido pleno de la palabra. No se dejó engañar por las coyunturas por apremiantes que fueran ni atemorizar por los peligros por horripilantes que se le presentaren ni desanimar por las premuras por apocalípticas que se le figuraran. Sabía que Dios es el señor de los tiempos y su Hijo el rey de la historia, querrámoslo, sepámoslo o aceptémoslo o no. Esta convicción fue el núcleo de su pensamiento y de su magisterio y el resto de su prèdica deriva de ella.-

Es importante volver al tramo de la historia que fue el contexto en el que vivió Vázquez de Mella. Asistió a la derrota militar primero e ideológica y política después del legitimismo carlista, contempló el derrumbe -con más significado cultural que histórico- de los restos del que fuera inabarcable y glorioso imperio español; testigo también de los mil entrecruzamientos de opiniones y teorías acerca de la esencia de España y de las razones de su decadencia; finalmente contempló con su tenso ánimo de guerrero sin armas, la política del sincretismo y del apaciguamiento que llevó a cabo con dudoso éxito Cánovas del Castillo en nombre de un pragmatismo relativista y, si se permite el término, chapucero y de baja calidad que, de antemano, se sabía que habría de ser insuficiente y precario. Asistió -con tanto dolor como indignación- a esa alquimia de ideas revolucionarias, de falsas prudencias y , en el fondo, de gruesos intereses personales. Se vio obligado a convivir con la España pueril y burguesa, chata y conformista que prefería entregarse a los juegos del parlamentarismo y que, en el fondo, seguía optando por Europa a la que no dejaba de envidiar ni de imitar.-

En tales circunstancias, Vázquez de Mella se propuso detener este proceso, un proceso que -lábil e indecoroso como era- se había tornado inmanejable, ganado por una dinámica que sólo podía beneficiar a los inescrupulosos y a los arribistas. Fundamentado sobre principios confusos y motorizado por una vocación de concesiones y de entregas unilaterales o bilaterales (lo mismo da), el régimen liberal-conservador finisecular en España podía -como efectivamente consiguió- satisfacer no sólo a los logreros de turno sino también a los bienintencionados que querían ver en este sistema de compensaciones y de equilibrios una forma cómoda y sin aristas para lograr una vida social sin más preocupaciones que las inmediatas y sin atisbos de las religiosas y metafísicas; todo daba igual a condición que no se alterara la paz pública -el recuerdo de las recientes guerras civiles se alzaba sobre el pueblo y sus dirigentes como un fantasma insoportable al que había que conjurar a cualquier precio- mediante una política (que, a su vez, implicaba una cultura) adecuada y neutralizante por amodorrada y castrante que fuera. Derrotados los carlistas por segunda vez y abandonados sus principios forales y su inspiración organizativa de raigambre medioeval, se había empezado a levantar sobre el rescoldo de sus brasas un Estado liberal que, por natural impulso interno, habría de culminar en un Estado totalitario que absorbería todo el valiosísimo plexo de organismos, de asociaciones y de derechos que enriquecen a la sociedad, protegen a los individuos, a sus familias y propiedades y controlan espontáneamente al poder político que, como se dijo, por una tendencia natural del Estado moderno, tiende a propasarse y a destruir, a "desaforarse". -

Vázquez de Mella luchó con denuedo contra todo este fenómeno que repetía en España el proceso que se venía sucediendo en el resto de Europa a partir de 1789. Encontró en la tradición cristiana y carlista los elementos para integrar un formidable y radical programa no solamente de gobierno sino también de organización social.-

En una España afrancesada, Vázquez proclamó el retorno a la "mismidad nacional" ("Si levantaran la cabeza los héroes de la Guerra de la Independencia, no volverían de su asombro al ver que los afrancesados que ellos odiaban usurpan el nombre y la representatividad de la Patria"), en un país desvastado por la desacralización y el materialismo, propuso un proyecto espiritual y católico ("No tengo más que trazar las líneas más grandes y generales de esa historia para demostrar que la religión católica es la inspiradora de España, la informadora de toda su vida, la que le ha dado el ser y que sin ella no hay alma, carácter ni espíritu nacional"), en una sociedad que se dejaba ganar por la modernización -sin saber exactamente en qué consistía ni cuánto había de pagar por ello-, recordó las necesidades y bondades de la tradición ("no hay progreso sin tradición ni tradición verdadera sin progreso"), frente a un Estado que avanzaba sin resistencias sobre una sociedad cada vez más desorganizada alzó su voz de advertencia ("Yo soy partidario de esa autarquía en el municipio, en la comarca y en la región y no quiero que tenga el estado más que las atribuciones que le son propias ..."), en una nación dispuesta a dejarse invadir por un individualismo desorbitado y excluyente declaró la necesidad de volver a la concepción de organismo ("... el individuo ha sido el centro de todo un sistema; y aunque os parezca una paradoja, aunque os parezca un sofisma, yo os diré que el individuo, tal como vosotros lo entendéis, es una creación artificial, que el individuo que sirve de centro a todo vuestro sistema es un fantasma que rechaza la naturaleza humana ..., la afirmación de la autonomía individual es contraria ... a todo aquello que encierra de permanente la tradición histórica y el concepto de organismo ..."), ante la ficción de la representación practicada con alevosa desaprensión por los partidos políticos no vaciló en denunciar su falsedad, su hipocresía y su inmoralidad ("... hay una capa inmensa de caciques que están interpuestos entre esa voluntad del sufragio individualista y el parlamento; pero ese caciquismo no brota espontáneamente de abajo ... es una planta invertida que tiene las raíces en las alturas y las ramas abajo ... ese caciquismo existe con los partidos ..."), en una cultura que había hecho del liberalismo su culminación y su punto final y de la libertad su valor de máxima (absoluto) recuerda que, en realidad, se trata de un paso previo al socialismo, por incomprensible que les resulte a sus teóricos y que, en alguna manera, socialismo y liberalismo son lo mismo, se equiparan y se identifican (" ... la causa del socialismo actual en todas sus formas y la cuestión social tal como ahora está planteada es el individualismo , aparentemente contradictorios, individualismo y socialismo son en la esencia ... una misma cosa o dos que se complementan ..."), en un país que se dejaba arrastrar por los vientos de un republicanismo importado, sin tradiciones ni encarnadura, clamó por la instauración de una monarquía cristiana, tradicional y representativa del pueblo en cuyo entorno social y raíces históricas encontraba fuerza y legitimidad (" ... cuando se estudia a la monarquía en conjunto, como si se tratase de la vida de un individuo, se admira a través de tantas vicisitudes el espíritu de la justicia que la coloca por encima de todos los demás poderes humanos").-

Nacido en 1861 (en la asturiana Cangas de Onis), con suma dificultad Vázquez de Mella podría ser considerado entre los miembros de la llamada Generación del 98 y es muy probable que él fuese el primer sorprendido de semejante caracterización. Por cierto que más cerca del gran Marcelino Menéndez y Pelayo que, de esa camada en su mayoría más brillante que valiosa, irrumpió en la vida política de España hacia 1893 cuando es elegido diputado a Cortes por Navarra (que no por casualidad era una región en el que el carlismo era algo más que una doctrina, era una vivencia y algo más que un juguete estético de minorías, era una convocatoria popular), siendo hasta donde sabemos el único cargo público que desempeñó en toda su vida. Rechazó en sendas oportunidades cargos ministeriales en los gobiernos de Maura y del propio Cánovas del Castillo; la razón en ambos casos fue la misma: no podía tolerar esas ambigüedades, esa suerte de contractualismo más o menos impúdico entre oligarquías hechas sólo para sobrevivir, lejos de los principios y de las instituciones que el carlismo añoraba, proponía y reclamaba (en más de una ocasión se quejó en el parlamento de la alternancia bipartidista que a sus ojos se mostraba como una especie de ingeniería de trueques, inmoral y, en definitiva, desleal para con el pueblo y para con los propios principios declamados).-

No participó, en todo caso, de los rasgos más notorios y caracterizantes de la Generación del 98 que habría de vivir, tardíamente, la tragedia de la decadencia española que recién entonces, según parece, fue advertida y reducida a problema por la conciencia nacional. Pero entonces ya no quedaban ni siquiera símbolos geográficos del extinguido imperio (Cuba y Filipinas ya habían sido perdidas y deglutidas por el nuevo hegemonismo norteamericano). Horas de lamento pero, también, para algunos, de reflexión; para algunos fue una cuestión política o, si acaso, histórica y para otros tema de angustia vivencial y para muy pocos motivo de indiferencia o excusa para juegos artísticos. Dolor, desconsuelo, desorientación, la misión que quedaba por delante -si alguno la hubiera propuesto formalmente- sonaba espeluznante e inédita, enorme, casi insólita; consistía en comenzar a construir a España de nuevo, a pensarla, tal vez a soñarla. Una empresa preñada de riesgos que muchos decidieron encarar. Vázquez, por su parte, prefirió buscar en el pasado los factores y las razones de una organización posible de la sociedad y del Estado. Contaba con la religión verdadera, con la tradición aun viva, con el derecho natural, con la experiencia histórica y con el sentido común. No era poco. Pero el desorden era mayúsculo, la desazón grande, la apatía generalizada. No había, entonces, tiempo que perder.-

Sería de mucho interés (y de no menor dificultad) intentar, por lo dicho, un paralelo entre Vázquez y sus contemporáneo. Es cierto que -hasta donde lo hemos podido comprobar- no se lo suele, ni por amigos ni por enemigos, incluir en la Generación del 98 a que nos referíamos; sin embargo, según lo constatan los estudiosos de ese periodo tan indeterminado en el tiempo y de matices tan variados y disímiles, todos sus integrantes se enfrentaron a un mismo panorama, bien que encarado desde perspectivas muy diversas y según temperamentos encontrados y hasta opuestos. Uno fue, por ejemplo, el enfoque angustioso, existencial y casi religioso de un Miguel de Unamuno que vio con ojos infantiles los estertores de la tercera guerra carlista en su nativa Bilbao y otro, francamente contrario el de Pío Baroja, con su irreligiosidad cercenante a cuestas y tributario de una extraña falta de sensibilidad nacional (quizá un estudio más profundo de su personalidad podría revelar una coincidencia esencial y necesaria entre ambos rasgos). Azorín, por su parte, prefirió buscar en la serenidad de su amor por el paisaje patrio y en la tersura de un clasicismo bien recompuesto y revivido, la respuesta a la problemática española del momento; así como don Ramón del Valle Inclan optó por contribuir a la reconstrucción nacional con sus esperpentos estéticos que tanto habrían de conmocionar a esa España apocada y pueril que se extinguía junto con el siglo.-

Atrás -no muy atrás- quedaba la figura señera y gigantesca de don Marcelino Menéndez y Pelayo, ansioso buceador en el alma colectiva y también ardiente defensor de la modernización del país; bien es verdad que, en oportunidades, (como en el epílogo de su "Historia de los heterodoxos españoles) se dejó arrastrar por la confusión de la época llegando a soñar con una rarísima mezcla de hegelianismo y cristianismo (aunque hay que decir, en su descargo, que para esos años aun no se registraba en todos sus efectos teóricos y prácticos el panteísmo encerrado en la filosofía del Espíritu Absoluto en busca de su realización a través de la historia, que el pensador alemán había propuesto ante una Europa que se precipitaba a un materialismo sin precedentes y a un inmanentismo llevado a sus últimas consecuencias vitales y culturales, como lo estamos comprobando ahora). Asimismo la sombra trágica de Ángel Ganivet, muerto por propia voluntad en un universo diametralmente opuesto al de la Andalucía que tanto amó, tal vez sin comprenderla, empezaba a diluirse, más allá de la influencia que alcanzó a ejercer sobre el ansioso Unamuno, un desesperado detrás de una España inasible y misteriosa.-

Esta desesperación (que en muchos llegó a ser literalmente falta de esperanza), esta angustia -quien más, quien menos- fue compartida por esos jóvenes disparados sobre una tierra sin sentido, sobre un espacio a-histórico, sobre una sociedad irremisiblemente frívola y estúpida ("los días bobos", que dijera Benito Pérez Galdós, otro espectador de una España que ya había dejado de ser, si así se pudiera hablar). Una sociedad ganada por los apetitos más plebeyos, enredada en los intereses más bastardos, engañada por las declamaciones más huecas y satisfecha con el arte más trivial, vulgar y feo. De aquí la importancia vital del mensaje que esos escritores, que se cuentan entre los más talentosos de España de todos los tiempos, proporcionaban como un camino o como una herramienta para la recuperación estética de la patria enferma. No era tarea menor, ciertamente, redescubrir la belleza -sea por la vía de las carnales construcciones de los hermanos Machado o por los funambulescos y a las veces hasta repugnantes dibujos y metáforas de Valle Inclan o por el exacto realismo de Azorín- en un país que, olvidado de sí, aplaudía a rabiar a un Castelar o se emocionaba con los dramones de Echegaray. Todo esto mientras espiaba y envidiaba lo que se hacía en Europa, una Europa cada vez más lejana e inalcanzable. Y hasta incomprensible. Si España había perdido su imperio, no tenía porqué perder también su capacidad creadora, su originalidad interminable, su inclinación por el buen gusto, la potencia arquetípica del Siglo de Oro. España podía empezar a buscarse en el esfuerzo estético, en el esfuerzo por cincelar su palabra y su discurso según modos de belleza creados en su interior y desde su interior. Un esfuerzo que la empujara hacia su identidad o, como dirían los filósofos, hacia su verdad, la verdad española entendida como un encuentro consigo misma, la misma que otrora le permitiera edificar un reino en donde no se ponía el sol.-

En una u otra forma y medida y con mayor o menor clarividencia, a todos los exponentes de esa camada de intelectuales de las postrimerías del siglo XIX, les "dolía España". Es decir -muy por el contrario- no se trató de una generación perdida, olvidadiza ni desterrada; sus raices seguían hundidas en suelo español, sólo que cada uno bebía los jugos nutricios según sus posibilidades, esto es que cada cual vivía su españolidad desde una postura enteramente personal, rota como se hallaba la antigua unidad cultural y en gravísimo riesgo la propia identidad. España, por ese entonces, era tanto un problema a resolver como una realidad a comprender y, por sobre todo, un cadáver a resucitar y un ideal para reinterpretar: un hermoso y conmovedor anacronismo que sólo -y apenas- podían llegar a añorar y a ver (o entrever) los españoles y de éstos sólo los más lúcidos. Un anacronismo que, sin embargo, continuaba cargado de vida, de potencias, de energías latentes, un "anacronismo", por lo tanto, abierto al porvenir, una verdadera forma de vida que sólo esperaba la voz que convocara con el debido ardor al encuentro de los contemporáneo, de los padres con los hijos e, incluso, de los creyentes con los agnósticos, del ayer con el mañana.-

Resultaba claro, por otra parte, que desde tamaña y anárquica diversidad las respuestas serían sumamente diversas, contrapuestas y aun inconciliables. Empezaban por disentir en el planteo mismo del gran problema de España, en los términos de la cuestión, en los alcances de la crisis (la mayoría de su dirigencia ni se figuraba que existiese tal crisis ya que se había adaptado al cómodo proceso de la decadencia). Las respuestas, en algunos casos espasmódicas, iban desde lo metafísico a lo económico, desde lo religioso a lo institucional y político, porque cada óptica particular tendía a acotar el problema, a escindirlo de su causa o a dividirlo y subdividirlo de manera que la totalidad del cuadro de una España descuartizada se les escapaba como tal. Magníficos artistas y malos médicos, formidables profetas y pésimos ideólogos, esa España nunca recompuesta se encaminaba, de tumbo en tumbo, hacia la desventurada experiencia de la II República que habría de producir el gesto de horror y de desencanto de sus mejores pensadores, como lo fue Ortega ("no es esto, no es esto"), todo ello antes de hundirse en el infierno de la Guerra de 1936.-

La tentación de detenerse en el tema de la Generación del 98, altísima aunque -hay que reconocerlo- vacilante expresión del alma española, siempre en tensa agonía, es mucha pero es preciso dejarla de lado porque nos aleja de nuestro personaje, el gran Vázquez de Mella. Pero, no obstante, era necesario hacer esta detención -o, mejor, este rodeo- para vislumbrarlo en la inserción de su concreto contexto pasional y político de una España que se resiste no a tanto a dejar de ser como a dejar de ser ella misma. Y aun nos permitiremos, antes de cerrar el capítulo, aventurar una opinión enteramente personal (y nos tememos que no del todo acertada) consistente en ver a don Vázquez de Mella muy próximo y afín a Ramiro de Maeztu, éste sí tan cercano a la Argentina donde dejó elementos para que varias generaciones pudieran repensarla a la luz de la hispanidad.-

Se nos ocurre que lo fundamental en el pensamiento de Vázquez de Mella -y lo que de más actualidad y utilidad nos puede resultar en estos tiempos de oligarquías plebeyas y de totalitarismos agazapados- es su esfuerzo colosal por colocar su pensamiento, su perspectiva, su punto de arranque en un momento pre-roussoneano.-

Rousseau fue un ingeniero del racionalismo que decidió crear al hombre de nuevo o, mejor dicho, a imaginarlo a partir de su voluntad y de un enfoque asfixiantemente mutilador de la persona humana. El hombre, según él, es un "buen salvaje" que se echa a perder por su ingreso a la sociedad a la que entra no en virtud de un impulso natural sino por un voluntario y libre acto que consiste en suscribir un Contrato Social; este pacto, al parecer, lo somete a un doble y contradictorio efecto. Por un lado lo vuelve soberano (su soberanía se manifiesta en el voto que emite cada vez que le es requerido). Aquí sufre un proceso de minusvalencia según la dialéctica de Rousseau: de persona libre, buena y feliz (el buen salvaje que nadie nunca conoció) se convierte en ciudadano (porque puede votar) y, finalmente, se transforma en esclavo de la mayoría que siempre tiene razón porque es infalible (se la ha dotado de infalibilidad por una necesidad racional para completar el artificio). Se ha creado, a partir de la concepción casi inocente del individuo como elemento único de la sociedad, un gigantesco Leviathan ingobernable que todo lo devora y al que todo le queda subordinado e incorporado. Un analista tan agudo como lo fue el liberal Tocqueville, advirtió este peligro totalitario en la constitución de la democracia norteamericana a la que había contemplado y estudiado de cerca, en agraz, denunciándolo. En la misma línea cabría colocar a un pensador personalista como Nicolás Berdiaev.

Vázquez reacciona contra estos supuestos -por lo demás no probados de ninguna manera, histórica ni empiricamente como paladinamente lo reconoce otro insospechable, Hans Kelsen- y reivindica con éxito los fueros de la naturaleza social del hombre. El hombre, nos dice apoyado en una sólida enseñanza escolástica, es un animal social al que no le es dado, como ya apuntaba Aristóteles, vivir en soledad (solo un dios o una bestia podrían hacerlo), de manera que no hay nada de voluntario, de ficticio, de forzado ni de artificial en la conformación de la sociedad humana. Luego, por cierto, la evolución histórica de cada comunidad llevará a cada uno a un destino o a otro, procesos harto complejos, confusos y nunca lineales, que dependen de mil circunstancias y de mil factores, incluso del azar y sometidos a mil contingencias, crean, desarrollan, neutralizan y deshacen a las formaciones sociales históricas en las cuales y a través de las cuales el hombre se encuentra con su semejante (que es una manera de encontrarse consigo mismo) y levanta civilizaciones y desarrolla formas superiores de existir, desplegando sus potencias y posibilitando el ejercicio de las virtudes que le vienen impuestas por el código divino. De tal suerte, religión, ética, antropología y política se amalgaman sin dificultad, como movidas por impulsos interiores que las acercan natural y constantemente; cuando se produce una fractura, el organismo se resiente, a veces mortalmente. Cristopher Dawson recalcó en cada ocasión que pudo, la importancia fundante de la religión en las civilizaciones de todas las épocas.-

La simplificante y perversa invención de Rousseau -culminación de un racionalismo autónomo, desplegado dentro de sí y completamente al margen de la historia y de la vida social- iba a traer consecuencias trágicas para la humanidad, en especial para la europea del siglo XVIII hasta, probablemente, la del tercer milenio. En la práctica, las libertades concretas se disolvieron en la Libertad, una gran abstracción que, como se ha dicho, tiene más de exclamación que de realidad; esas libertades -concretas, individuales o sociales, tangibles y viables, que brotan de la naturaleza y que posibilitan la práctica de la dignidad humana- se escamotearon y fueron destruidas o debilitadas desde la desaparición de los estadios intermedios (gremios, corporaciones, municipalidades, familias), estamentos todos ellos provistos de una cierta fuerza jurídica y de una enérgica autonomía no regalada sino propia y cuya legitimidad derivaba de su doble condición de espontanea y de natural;necesitaban, si acaso, de un reconocimiento o de alguna reglamentación estatal pero en modo alguno ni en ningún momento del impulso creador desde el Estado.-

En cambio, una vez derrotados, tergiversados o aniquilados los cuerpos intermedios que natural y protectoramente se emplazaban y desplegaban entre un Poder Soberano (el Estado Absolutista) y la sociedad, aquel empezó a crecer y a desplazar a ésta que, a su vez, quedó indefensa, desarticulada y contrahecha. El hombre mismo fue amputado porque perdió sus proyecciones más propias y diferenciadoras; todo quedó igualado en torno a esa unidimensional abstracción que se sigue llamando ciudadano, titular de una soberanía muerta y falsa, proveniente de una autonomía desacralizada. La paradoja es tan cruel como injustificable (pero, sin duda, completamente comprensible en el marco y en el texto de este proceso revolucionario totalitario que dejamos esbozado y que no cesa de avanzar): el hombre puede rebelarse contra Dios, su creador y redentor porque tiene libertad para hacerlo (y para la cultura contemporánea esta rebelión pareciera ser la motivación de esa misma libertad), pero no puede levantarse contra el Estado que lo persigue en su cuerpo, lo acosa en su conciencia, lo deforma en su educación, lo atiborra con obligaciones, lo cercena en sus derechos, lo amputa en sus proyecciones, lo limita en sus funciones, lo atenaza con sus modelos, lo sumerge en un falso pluralismo y lo ahoga en una cultura inmanentista desde que nace hasta que muere sin permitirle,sin permitirle una expresión religiosa ni manifestaciones sociales. El ciudadano orgulloso y mesiánico de la Revolución de 1789 no es ya ni siquiera un individuo e importa más como consumidor o productor que como persona (que, por lo demás, se ha diluido como tal, como lo señaló con profundo acierto Vázquez).-

Pero Vázquez de Mella quería, también, junto a un Estado limitado, controlado, enriquecido y compensado por una sociedad orgánica, una continuidad fresca y auténtica en el tiempo, es decir una tradición móvil pero coherente, surgida de la vida y no de convenciones, una tradición que jamás llegara a ser una ideología (en el lascerante sentido con que se utiliza el término en estos últimos años) porque entonces dejaría de ser creadora y legítima. En el pensamiento de Vázquez, el Estado es una corporación en un régimen de corporaciones y, además, constituye un fenómeno propio, irrepetible e inimitable, donde las instituciones se dan de una o de otra manera, cambiantes, quizá, pero sin fracturas hondas ni definitivas. Evolución, no revolución parece decirnos este gran asturiano, transformaciones sin deformaciones, movilidad sin rupturas ni desquiciamientos.-

En rigor, y yendo ya para terminar, lo que hizo Juan Vázquez de Mella, en forma soberbia, completa, metódica y, por así decirlo, científica, fue ordenar lo recibido y sistematizar la vida; recoger y reducir a doctrina y a programa el disperso ideario carlista. Los carlistas sabían porqué luchaban y tenían sobradas razones para hacerlo pero les faltaba "la" razón, el soporte intelectual, el centro teórico para comprender aquellas razones y sus valores y para no dejarse ganar por la tentación de la actividad pura y constante o por modelos de organización parecidos (el parlamento de los partidos no puede sustituir al sistema foral, por ejemplo). Esa arquitectura, tomada y copiada de la vida, del pasado, del recuerdo, de la historia, fue levantada por Vázquez que, de esta forma, recuperó lo olvidado y, en cierta manera, reconquistó lo perdido.-

Ante la presencia de un totalitarismo sin fronteras como el moderno, que sigue basándose obcecada y tramposamente en el individuo como pivote e hipócrita referencia última de su organización política, sólo un programa hecho de fórmulas concretas para levantar contrafuertes frente al avance de ese totalitarismo (llámese liberal o socialista, capitalista o socialdemócrata, puesto que el comunismo se ha desplomado y ya no cuenta en su acepción soviética), es válido en este presente de fin de siglo. Hay que acotar al Estado moderno, que es totalitario por naturaleza y para esto tenemos las herramientas que nos provee la historia, la vida, el mismo orden natural, no hay que inventarlas ni imaginarlas: están ahí, herrumbradas tal vez por el ácido de los ideologismos, por el cieno de los prejuicios y por el estiércol de los intereses, pero están ahí. Cada pueblo debe saber buscar y encontrar en su interior, en esa dimensión que muchos seguimos llamando "ser nacional" (ser español, ser argentino, ser hispano) como un modo, un método y un camino sinceros de reencontrarnos y de redefinirnos, los instrumentos de la recuperación. El totalitarismo de Estado ( que ha comenzado a transferirse a ese nuevo epifenomeno que se llama Mercado ), distanciado de la nación, ha ocupado a la sociedad y todo lo ocupará, tarde o temprano. Nuestra obligación de católicos es ofrecerle batalla, nuestra posibilidad de tradicionalistas es disponer de las armas para la batalla. Todo esto se encuentra, para quien se decida a buscarlo, en Donoso, en Vázquez de Mella, en Víctor Pradera, en el recientemente desaparecido Federico Wilhelmsen, en el eminente profesor Rafael Gambra, en tantos otros. Conozcamos esas ideas y esos programas para llevarlos a la praxis política, proponiendo su pensamiento y sus memorias a una sociedad que ya no ofrece resistencia al totalitarismo ni al edonismo que arrastra al hombre -ser creado libre y digno por Dios- por inenarrables senderos de descuartizamiento de los que le será más difícil volver cuanto más se interne en ellos.-


Por Victor Eduardo Ordoñez. Buenos Aires Argentina.

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